El primer periodista que recuerdo es González Riaño. El señor de voz grave y pausas largas que analizaba desde los estudios de Canal 13 la actuación de la selección argentina en el mundial de México 86. Su intervención lograba aquietar las olas de furor que teníamos en el cuerpo después de ver a Maradona gambetear al mundo. De esa narrativa morosa, entre puntos suspensivos, nacía una laguna planchada, entre la energía arrasadora y el desasosiego del porvenir. También en Canal 13 veía Panorama Italiano, pero no se entendía nada.
Los periodistas de Encestando. Los de El Diario de Paraná. Los de Solo Básquet. Los del Gráfico. Leía a todos ellos, en partes, fragmentado, valorando más el título, la bajada y el epígrafe de las fotos, más que nada. Leía noticias políticas también, así, del mismo modo.
En los 90, a la edad en que se buscan identificaciones como la canilla de agua después de jugar un partido a la siesta, vi, leí y escuché a los periodistas más expresivos, los que decían algo disonante, los que hablaban mal de Bernardo Neustad, los que reverenciaban a Charly Gracía, los que hacían Página 12, los que denunciaban, los que reivindicaban los valores que la cultura de la época había dado de baja junto con la historia.
Más adelante surgieron otros matices. Un montón. Pero más allá de eso y de esta cuestión actual que nos atraviesa, en la que tenemos que prestar atención en cada tentativa de lectura para ver las maniobras y detectar si el tipo está nada más que reafirmando su hipótesis sobre un hecho o buscando realmente dar con alguna verdad. Más allá de eso decía, existe una franja que divide lo que vemos del periodismo y lo que hacemos con el periodismo en esta región del mapa.
Quiero decir. No es lo mismo allá que acá, aunque en líneas generales puedan existir similitudes: en la crisis de los medios, en la falta de trabajo, en las identificaciones con determinados valores.
Aquí no hay periodistas famosos. Aquí se valora el rol en días como hoy, pero desde la práctica hay un desdén mantecoso que baña el oficio. Aquí, nos conocemos todos, nos prestamos la birome y nos pasamos los teléfonos. Aquí no hay tiempo ni dinero para una crónica de largo aliento. Aquí no hay un sector privado que crea necesario sostener alternativas de comunicación. Aquí destruyeron un diario de 100 años en un par de inviernos largos. Aquí egresan más de 70 pibes todos los años con ganas de hacer periodismo, pero las radios más escuchadas son de Buenos Aires y cinco de ellas las baja un empresario que no le da trabajo a más de cuatro personas.
Hace poco un actor me decía que el valor de tu trabajo se revalida en cada función. Vos no podes esperar que te estén aplaudiendo o reconociendo tu laburo a per se. Eso se gana sobre las tablas. Este trabajo se hace pegándole a las teclas como un poseso y teniendo alguna fe en que podes llegar al lector de alguna manera. Si no hay lector, no hay comunicación y no hay trabajo. Mientras alguien lee, tenés posibilidades de seguir escribiendo y cuando lo que escribís funciona, te funciona adentro, ronronea en alguna parte del cuerpo, te prende el motor, no importa nada más. La verdad queda cerca y lo mismo da si afuera las tradiciones de comunicación se prenden fuego como el diario papel de los domingos. En alguna parte, lo que escribiste va a tener eco, va a encontrar un lector, va producir sentido.
Entonces sí, ya podés pasar a otra cosa, buscar lo que te conmueve y escribir, mientras tanto y sin piloto automático, las noticias del día.
Julián Stoppello de la Redacción de Entre Ríos Ahora