Tiene una sonrisa blanca y los ojos achinados cuando ríe. Pamela cocina, cocina salud. Esa es, su tarea o su empeño, llegado el caso de definir. Pamela es chilena, pero vive de momento en Montevideo y trabaja en distintos puntos del mapa de Sudamérica, mientras permanece en la búsqueda de conocer nuevas instancias de salud a contrapelo de la medicina tradicional. “Para sanar, hay que volver a la naturaleza humana”, piensa y dice ella.

Su modo de buscar y conocer es un modo, podríamos decir, huerta: sembrar, recorrer, cuidar y buscar. Buscar y sembrar, recorrer, cuidar.

“La salud se cocina”, dice Pamela, que en Paraná ya dio por lo menos tres talleres sobre alimentación y cocina para sanar.

Yo fui a una de sus clases y ya logré hacer un jugo depurativo, apunté la receta de un licuado que lleva espinaca, peras y bananas y también aprendí a hacer leche de arroz fermentada y una sopa energética. Me llevé notas de todo eso, además de algunos conceptos sobre el tiempo, la paciencia y por lo menos una docena de ingredientes que no había escuchado en mi vida y sin embargo se encuentran en todas las dietéticas de la ciudad.

Ella llegó a Paraná a través de la música. Por un concierto de Carlos Aguirre en Mendoza, un contacto de hace unos años y un reencuentro aquí en Bajada Grande, en medio de un viaje rumbo a otra parte. Se quedó, dio sus talleres y en ese intercambio, de unas cuatro horas de conversación al galope, Pamela Maturana contó algunas cosas de su vida. Pero daban ganas de saber otras más. Por eso, esta entrevista.

La joven chilena de sonrisa blanca y ojos achinados cuando ríe, nació y creció en zona rural, por Valparaíso, cerca de un pueblito que se llama Catemu, en la falda de la montaña sobre el paso hacia Mendoza. Sus padres se dedicaban a la agricultura en un campo de unas 70 hectáreas, más precisamente a la producción de frutales y forrajes. Había unos pocos animales, mucho trabajo y no tanta escuela, porque ni bien crecían los ríos que rodeaban la zona, ya no había forma ni modo de salir de allí.

Ese paisaje tiene en su relato el encanto de los años felices. Una imagen muy Heidi, tomando leche de cabra y comiendo frutas arrancadas de las ramas bajas.

Después fue todo más arduo y también más triste.

Sus padres se separaron y al tiempo ella se mudó con su madre al pueblo. Ante lo hostilidad que proponía el mundo, Pamela se fue callando. Ya no había montaña ni infinito, sino un parque bien delimitado para jugar y mucha gente, tanta gente, aunque nadie que pudiera entenderla.

La pasó mal y mientras cuenta que la pasó mal hasta parece que le duele en alguna parte del cuerpo. En la panza. Probó con moverse, ejercitar el cuerpo, hacer atletismo y que las cosas comenzaran a fluir en la carrera. Un poco más adelante, en una búsqueda de las cosas que sucedían adentro, leyó su primer libro de Humberto Maturana Romesin, el reconocido biólogo chileno de las respuestas lánguidas y reveladoras.

Empezó a pasar buena parte de su tiempo en la biblioteca. Una adolescente rara, traga, “chupapatas” le decían sus compañeros –por chupamedias- y ella nada, leía una y otra vez el mismo libro, “El sentido de lo humano” de Maturana. La palabra escrita puede ser una razón y una esperanza, pero sobre todo un camino. Finalmente, se robó al libro de Maturana de la biblioteca porque nadie lo merecía más que ella y cuando lo reclamaron y preguntó para qué o, mejor dicho, para quién, se enamoró de inmediato del chico que lo andaba buscando.

Nadie más que él podría entenderla.

Pamela quiso estudiar biología, pero su padre no iba a permitir que su hija fuera por ese camino tan poco redituable. No lo permitió. Ella tuvo que acceder a seguir enfermería y sufrir los exámenes de ingreso que le hacían doler el cuerpo y el alma, hasta que logró dar con la nota y comenzar a conocer y ensayar el modo de cuidar y curar que conocemos y nos contiene. No le gustaba nada.

“El hecho de entrar a los prácticos, de cómo se abordaba a los pacientes: eran números, protocolos, órganos, exámenes, pero no eran personas. Eso me empezó a comer la cabeza. Yo iba y mi relación con las personas era el contacto, yo estaba convencida que las personas estaban enfermas por falta de cariño”, explica.

En quinto año de la carrera Pamela enfermó. Un proceso inflamatorio agudo empezó por las articulaciones, siguió por los ganglios, afectó el hígado, la vesícula, el intestino. En menos de tres meses quedó postrada, sin poder moverse. Justamente ella que estaba trabajando en un programa de salud dedicado a personas reducidas en su movilidad. Justamente ella que volvía de esas sesiones pensando, textualmente “si me toca algo así yo me suicido”.

Podía ser lupus. Podía ser poliartritis remetoidea.

“Perdí toda mi dignidad y no entendía por qué”, dice ella.

Un amigo llegó en plan de auxilio y trajo para eso una persona que Pamela no conocía, que no había visto nunca. El desconocido empezó diciendo: “En la vida existen los que no quieren y los que quieren. Los que no pueden, pertenecen al grupo de los que no quieren”. Hablaron más de cinco horas y convinieron en comenzar “un proceso de luz”, que contemplaba un ayuno de 21 días, rituales chamánicos y reprogramaciones de médula espinal. Cuando refiere a esto último, Pamela golpea suavemente el aire con dos dedos.

“Fue como ir a un parque de diversiones, a veces estaba en el tobogán, a veces en la montaña rusa, a veces en el tren fantasma”, describe. A los 21 días, se levantó de la cama y caminó, casi flotó en el aire en realidad porque su cuerpo no tenía peso.

“Fue mágico, todos los procesos de reprogramación donde me tuve que enfrentar con esos monstruos que venían desde la infancia, me di cuenta que el origen de todo era el vínculo con mis padres y que por allí nacía esa tristeza. El alimento que era el alimento del amor no lo tenía y la búsqueda era a través del reconocimiento, porque no sabía que podía hacerlo de otra forma”.

En ese proceso, aunque no lo llame así en particular, existió una suerte de revelación que en términos más o menos sintéticos se podrían definir en la siguiente frase que Pamela menciona: “Todo lo que la medicina me dijo, corticoide, silla de rueda, todo eso no era verdad, para sanar hay que volver a la naturaleza humana”.

Dejó la facultad, la medicina tradicional y salió a continuar una búsqueda que venía desde antes, desde siempre. “A los 15 años había dejado de comer carne, después me involucré como vegana, pero me fue mal, hay muchos productos refinados, los veganos se alimentan bastante mal. Fui investigando muchísimo, nutrientes, proteínas, medicina biológica, medicina natural”.

Pamela nombra lugares, países y personas. Es su hoja de ruta, su proceso de aprendizaje, lo que permite hoy volcar lo que sabe en sus talleres y en sus consultas. Pero tal vez la clave del asunto está en algo que ella dice: “Yo fui mi propio laboratorio”.

En el camino curó a diferentes personas con padecimientos similares a los que ella había sufrido. Lo hizo a través de la alimentación, con hierbas depurativas, con reprogramación de medula espinal -vuelve a tocar el aire con los dedos: “Me di cuenta que rápidamente empezaba a resolver problemas, eso me dio fortaleza”.

Hace ya más de ocho años que Pamela Maturana enseña a “cocinar salud”. Ella piensa que el síntoma y la enfermedad son una manifestación del cuerpo que pide auxilio y también una oportunidad. “La enfermedad en realidad es ese llamado de conciencia” dice y repite que “todos somos médicos, todos tenemos el arte de curarnos, de causar salud”.

Luego de cuatro horas de oír sus confianzas y sus recetas, uno cree que hay mucho de ese universo por aprender y comienza, por caso, a preparar un “agua de sol”, de color anaranjado y sabor misterioso. Para todo, claro, hay un principio.

Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora