“Mi cuerpo fue una casa dada vuelta, una remera sacada del lado de la etiqueta, una media arrancada”.

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Por Belén Zavallo (*)

 

Primera parte: papá

 

Siempre pensé que

la clave fue lo que nos hiciste

de adulto pero luego recordé a aquel niño siendo moldeado

frente al fuego, los diminutos huesos de su alma

retorcidos y fracturados, los pequeños tendones sujetando

el corazón

partidos en dos. Y lo que ellos te hicieron tú no me lo hiciste.

Cuando ahora te amo, me gusta pensar que estoy

dando mi amor

directamente a ese chico de la habitación tórrida como si ese

amor pudiera alcanzarlo a tiempo.

Sharon Olds

***

Todo lo que te escribo es lo que no te voy a decir nunca.

Vi cómo se hinchaban tus várices. Eran venas respirando como tubos de calamar en las que corría una sangre o una berenjena o la ponzoña que sale de mi tinta cada vez que te nombro. El suero goteaba sílabas desinfladas.

Ayer, papá, soñé que quemabas a mamá con una vela. Ella estaba desnuda en el borde de la cama que los tuvo juntos mientras viví en su casa. El acolchado amarillo con rombos beige estaba debajo de su piel blanca. Mamá siempre tuvo la piel del color de las nubes cuando hay sol. Tenía la base hecha en el pe- lo, unos rulos que nunca entendí en sus greñas lánguidas. Vos te escondías. Simulabas ser una pared. Vos siempre fuiste un muro, una piedra, un suelo de cemento en el que me tropiezo. Cuando me desperté dije que no iba a escribirlo. Hablarte es como hacerte existir, una traición a mi fe.

No podía nombrar nada que tuviera que ver con vos.

Tenía once años cuando salimos de casa con Ana. Me acuerdo del buzo rojo que usaba, me acuerdo de ella con el sol brillándole en la bolita del ojo y en la colita atada al costado de la cabeza. Me dijo que le contara por qué estaba triste mientras íbamos a comprar chicles que salían cinco centavos. Le dije que te odiaba y empezó a reírse. Desde ese día hablé en chiste sobre eso. Pero no conté que le habías gritado a mi mamá puta de mierda, la sangre en mi tímpano para siempre, tu voz como un hacha que picaría mi sien. Ana me contó que un día los padres pelearon pero que ella se fue enfrente, a la casa de Cecilia. Yo me quedé cada vez que salpicaste con tu lava a mi madre y ahora soy un volcán que pisa fuego y no se quema.

De joven tenías el pelo negro y las cejas tupidas como montes, las piernas largas, crecía tu misterio como un bosque de pinos, hongos bajo tu piel, en la mirada un velero, el triángulo de tu ceño sobre el río. Los brazos pegados al torso, una bermuda, tobillos de alfiler. Te miro ahora desde la punta de la mesa, estás deshecho en tu vejez, como un cigarrillo que quedó olvidado y se fue consumiendo con el viento. Una arruga gris te cruza la frente. Caminás exagerando una dificultad, exhibiendo el paso de los años, implorando falsamente una piedad.

Teníamos pocos años cuando Ana me miró en la plaza y se asustó. Me caía sangre desde la nariz al escote. No me había golpeado. Pero la presión hacía que de golpe una canilla se me abriera en las fosas diminutas. Si miraba el cielo, sentía el gusto de mi sangre en la garganta. Entonces inclinaba la cabeza y esperaba que se terminara el caudal agrio. Ana era rubia y hermosa, tenía las piernas largas y flacas y la mamá le tejía los pulóveres más lindos con paisajes llenos de montañas; nosotras vivíamos en un pueblo que se había asentado en un pozo, sin ríos, sin nada que sobresaliera y, si algo lo hacía, si alguien insistía con adquirir altura, el pie del pueblo lo aplastaba. Un pueblo chato con niñas de pulóveres con montañas y nieve. Ana tenía un mechoncito ralo de pelo amarillo y corría rápido. Esa tarde juntó las semillas del palo borracho, sostuvo en las manos un puñado de algodón como si alzara un conejo, vino y acomodó bollos blancos en los agujeros de mi nariz. Ya me había enjuagado la sangre con el grifo del parque, había hecho equilibrio para no embarrarme con el charco negro que se formaba abajo, había espantado dos abejas, había cerrado los ojos para no marearme. Sus manos en mi cara fueron una caricia de pájaro. El algodón de la semilla del árbol se desparramó y me cubrió toda la piel. Nos reímos. Abrimos un mediomundo con nuestra alegría.

Nunca supiste ningún detalle de mí, ni los nombres de mis amigas, ni por qué volvía con un collar rojo sobre mi pecho.

A mi barba blanca de pelusas de algodón, tu cara dura. El gesto del varón afeitándose, los trozos de vello en el jabón. Cual- quiera que lo tomara después veía las espinas pegadas. Nada quedaba limpio atrás tuyo.

Hace diez meses que parí a Mercedes. Abrí las piernas y apoyé el mentón sobre los pechos. Una joroba invertida, una especie de bicho bolita o animal kafkiano. El cuerpo toma formas extrañas. Sentí hambre desde el primer día y comí con tu gula. Amasé panes sobre la mesada, horneé tortas, siempre harina entre las uñas. De chica tuve miedo de ser gorda, durante la adolescencia me restringí los platos, medía mi cintura y mis piernas. Un novio celoso no quería que hiciera gimnasia entre otra gente, me compró una máquina multifunción y me dejó sola en un garaje torneando mis músculos y mascullando mi bronca. En el embarazo de Mercedes me vi como a un palo borracho, un tronco inflado y deforme. Después dejé de pesarme y empecé a usar ropa que jamás revelase la gordura. Había demasiados terrores para sumarle el del peso del cuerpo, el de las marcas en la piel, el del espejo enfrentándome con la imagen menos deseada. Me inflé como un bisonte.

¿Busqué tu cuerpo viejo?

¿Supe que abrazaba un globo olvidado en la esquina de la fiesta que nunca tuvimos?

Hace más de diez meses que no duermo. Es decir, puedo dormitar algunas horas pero en el último trimestre del embarazo la beba tuvo hipo cada noche y tan fuerte que me levantaba el ombligo. La primera vez fue gracioso, llamé al padre y le hice apoyar la mano como si estuviese por tocar el cuero de un pescado. Adentro la beba coleteó como las mojarritas. Nos quedamos en silencio y el hipo volvió. La secuencia se repitió hasta su nacimiento el 20 de junio. Mi cuerpo fue una casa dada vuelta, una remera sacada del lado de la etiqueta, una media arrancada. El sapo hinchado que amenaza en la salida.

Mamá abrió un día la puerta de mi primera casa de adulta. Yo tenía veintitrés años. Venía de perder kilos y anillos lisos de oro. Alianzas flacas de veinticuatro quilates con los nombres en el reverso y la fecha de diciembre. Cargaba pocas cosas. Había vaciado las paredes del lugar que quise hacer propio. Había abierto la rama de un árbol de paraíso y había visto cómo los gurises pateaban un nido. Ese día salimos, papá. El bolso de mi primera hija era azul. Ella tenía cuatro años y rulos. En el jardín me hacía sentar dos horas a su lado. Una vez en catequesis familiar Sil- vina, la mamá de Juana, dijo que los hijos de padres separados tenían problemas. Yo la miré y se calló. Al año siguiente su hija también iba a tener que aguantar los comentarios desubicados de alguna otra madre aún casada, pero ella ya sería más prudente u olvidadiza. Mi rencor no elimina los nombres, creo que solo por eso te escribo.

De las casas me voy antes que las cosas. Cuando me separé del padre de la primera hija salí llevada por tu hijo favorito. Jesús entró y gritó cosas, mi exmarido reaccionó como siempre. La violencia, papá, era el vocabulario que compartían. Sé que se pegaron. Sé que rompieron el sillón de gamuza oscura. Un tapizado abierto como un desgarro que se iba a repetir en los ojos de mi hija y en mi cara volviendo a tu casa. Vi las cosas dadas vuelta pero yo tenía la mirada puesta en otro lado. Después unos flete- ros improvisados mudaron la cama de dos plazas, los platos del casamiento con borde de colores, los manteles y las cortinas que mamá me había cosido. Todo lo otro lo vendí. Publiqué en un diario los restos de un matrimonio. No quería dejar evidencia de la derrota. No quería arrastrar más peso conmigo. Viví de vuelta en la casa que a ustedes con mamá los aferra. Trabajé y arreglé la habitación que había sido de Felipe. Hice pintar las paredes de un amarillo suave como si un brazo del sol entrara a secar las heridas. Durante dos años, María fue la hija de la hija menor que mamá volvía a cuidar. Cuando nos fuimos, otra vez salimos solas. Alquilé un departamento con mi sueldo.

Con mi primera hija nos odiamos. Con mi primera hija nos amamos. Nos dijimos que nunca nos íbamos a lastimar, pero nunca madres e hijas dejan de lastimarse, saben herirse con amor, abren otro tajo para que después el dolor pase más rápido. Como una episiotomía, nos allanamos el camino para lo que viene. A mis veintisiete quise otra vez refundar una familia. Nos casamos con otro nombre.

Valijas bajando escaleras abajo sin darse cuenta

del peso que dejaba

ropas objetos el sombrero retratos para atrás como quien olvida el propio nombre

o el propio rostro

Nunca les pongo sílabas a las mentiras, entonces recorto las caras de las fotos. Sé que fuimos tres y que tuvimos anillos de oro. En la ceremonia hubo un cura que casaba a los ya casa- dos y que usaba pelo largo y sotana dorada. Los tres nos fuimos de vacaciones. Los tres construimos una casa nueva. En los cimientos enterré medallas de la Virgen Milagrosa pero abajo también había serpientes, y mujeres desnudas se acostarían en mi propia cama. A los seis años, cuando salimos, el guardia del barrio me saludó con asombro. Vio que llevaba pocas cajas con mis cosas y que mi hija iba sentada al lado de copiloto. La única vez que miré por el retrovisor vi mis árboles y lamenté que se quedaran. Nunca vi el cerezo florecer.

 

(*) Fragmento de «El silencio respira como una animal», nueva novela de la escritora entrerriana Belén Zavallo, autora, entre otros libros, Todos tenemos un jardín (Camalote, 2019), Lengua montaraz (Ana, 2021), Las armas (Agua viva, 2021), Aspas (Híbrida, 2022). El silencio respira como un animal, su última novela, fue publicada por Híbrida Editora.  Este texto fue publicado en La Agenda de Buenos Aires.