El tiempo no para, cantaría la Bersuit, pero acá se ha vuelto líquido.
No hay tiempo, eso que entendemos por horas, minutos, eso.
Los rigores del verano llegaron antes, en primavera: el termómetro bordea los 30 grados, un cielo abierto, azul, un sol demoledor.
La locación es esto que hay: un kiosco que atiende con sus lunas y sus soles, una casa de té desangelada, con un deck en la vereda que acumula suciedad y malezas, una oficina pública, casas bajas, una plaza, y a un costado de esa plaza un puesto de vigilante sin vigilante, el zumbido de la calle, dos señores que bajan calle Salta en monopatín eléctrico y un horizonte que se recorta allá, donde esta calle sube y baja: la escena que todos miran.
La trompa de los colectivos asoma por calle Belgrano o por calle 25 de Mayo: no tienen color ni magia ni esmero ni prisa. Desde acá, desde este ángulo de Plaza Alberdi, un puñado de gente zozobra. ¿Cuál viene? Viene el 22. ¿Cuál 22?
Todos parecen atrapados en una condena bíblica: se ubican en fila, respetan al que llegó primero y también buscan el costado umbroso de la vereda. Los bancos de cemento que están al costado de la plaza resultan bañados por un sol de fuego: hay que esperar de pie, bajo los árboles.
¿Cuánto tiempo? No hay tiempo. El tiempo se ha vuelto líquido.
Una funcionaria baja, rauda, de un taxi y se zambulle en una casa chorizo rediseñada por la mano de un arquitecto, o un diseñador: sin gusto. Cuatro pibes de secundaria se acomodan bajo un árbol, una mujer que bandeó los 70 acomoda la montura de los anteojos para descubrir qué colectivo se acerca, una chica escucha un audio de whatsapp en modo acelerado, una parejita se mira, cómplice, una maestra calcula cuánto tiempo le queda entre un turno y otro: la espera corroe la paciencia pero el tiempo se ha vuelto líquido.
Subiela podría tener otra perspectiva para filmar «Hombre mirando al sudeste»: acá todos miran, si no al sudeste, a la punta de calle Belgrano para adivinar si aparece el colectivo. No aparece. Los minutos no cuentan: se saltean.
Ocurre a mediodía, durante el amanecer, a la noche, cuando todos apuran el paso para volver a casa: el lugar común es que no hay tiempo, hay incertidumbre.
Ahora son las 12,40 y hay un puñado de personas -¿20, 30?- en busca de sombra, que es demasiado amarreta, en la vereda de Plaza Alberdi que da a calle Salta: todos esperan con la paciencia de la araña. O con la resignación de este milenio de desamparos.
Son las 12,40, entonces, el sol cae a pique y el verano se anticipa de un modo muy voraz. En silencio, todos miran hacia la zona de calle 25 de Mayo, en esa subida desde donde asoman estructuras de lata que pasean la decadencia: el 22, el 9, el 7, el 3, el 11.
El colectivo llegará 47 minutos más adelanto. Pero ahora nadie tiene ese dato, nadie mide la espera, nadie relojea ningún cronómetro. Todos esperan. En algún momento el colectivo que se espera llegará. El tiempo se ha vuelto líquido.
El colectivo llega en 47 minutos. Es un miércoles, es horario pico, y la frecuencia es de 47 minutos.
El colectivo llega sucio -todos circulan con una suciedad que asfixia- y con partes de la carrocería que se han perdido en algún sitio: como si alguien hubiese utilizado un sacabocados y los dejó así. Son como esos buses imposibles de la saga Mad Max: pero acá no hay luces, ni cámaras, ni está Mel Gibson. Y no hay nada de magia.
La epifanía sucede un miércoles de calor de perros, a mediodía, 47 minutos después de todo.
Hasta alcanzar el minuto 47 se cuentan los colectivos que pasan, los que faltan: como se reza un Rosario, o una letanía. En algún momento ocurrirá el milagro. O no.
Ricardo Leguizamón
De la Redacción de Entre Ríos Ahora