La escena ocurre un mediodíá de lunes, en Plaza 1° de Mayo. El calor resquebraja las ganas, el sol taladra la conciencia, los pocos que deambulan apuran el paso para llegar rápido hacia algún punto de la ciudad. El tránsito se mueve lento, pesado. Los homeless se desparramaban debajo de los árboles, lejos del trajín cotidiano. La chica deja su mochila en el césped, abre una gran bolsa de alimentos y empieza a soltarlo como una lluvia de papelitos en una cancha de fútbol. Enseguida, la rodea una bandada de palomas. Las palomas, mansan, se amontan en el lugar exacto donde cae el alimento. En algún momento serán muchísimas. Ella bracea y distribuye los granos. «No soy la única. Hay otras personas que hacen lo mismo», explica como para quitarle trascendencia al gesto. Las palomas, por un rato, se posan, tranquilas, bajo esa sombra que les da cobijo. La imagen de la chica linkea con ese relato del periodista y escritor Fabián Reato: «Una niña les daba de comer a las palomas». La escena la sitúa no aquí sino en Colonia del Sacramento, República Oriental del Uruguay: «Finalmente, celebro de Colonia del Sacramento a la niña que les daba de comer a las palomas. De mañana temprano, durante los días que permanecí allí, me gustaba sentarme a la fresca en una hermosa plaza, de esas como las que hay en nuestros pueblos. Veredas perimetrales y diagonales; un monumento ecuestre en el centro; árboles de todo tipo y tamaño.
Puntualmente, llegaba hasta el lugar una niña con patines. Hábilmente, rodaba de aquí para allá, con una bolsa de pochoclo. Degustaba algunos de los granos inflados y de a puñados iba tirando el resto sobre la vereda. La intención era alimentar a las palomas que en bandada caían en picada desde los árboles. Una maraña de alas y picos desesperados se disputaban los grumos azucarados, mientras la niña huía hacia la otra punta. Refugiada en un banco, las aves no tardaban en descubrirla y entonces volaban todas hacia allá en busca de más de ese maná. Previsora, la niña siempre guardaba otra bolsa. Volvía a patinar y simulaba otra fuga, todo para que sus amigas aladas la siguieran. -¡Basta! ¡Me tienen cansada! -gritaba ella. Mentía ella, porque aquel juego la fascinaba. Siempre pienso en volver a Colonia y no sé bien por qué todavía no lo he hecho. Quizás lo haga pronto, para disfrutar de la cordialidad de su gente, maravillarme con sus calles coloniales, con su faro, con su río. Sí, voy a volver. Claro está que la niña ya no es niña ni les da de comer a las palomas. Pero quien sabe».

 

Una niña les daba de comer a las palomas

 

 

De la Redacción de Entre Ríos Ahora