Una niña les daba de comer a las palomas
Por Fabián Reato
Ilustración: Luciano Avila. INSTAGRAN
Lo primero que me gustó de Colonia fue que los autos se detienen en las esquinas para darles paso a los peatones. Lo segundo, el faro que mira al río buscando el mar. Lo tercero, la niña que les daba de comer a las palomas. Llegué a la ciudad uruguaya como debe ser: por el río. El viaje duró casi tres horas de lluvia y viento pero cuando avistamos la costa, mágicamente escampó y el sol doró los muros de una ciudadela del siglo XVII. Es que a Colonia se llega no sólo desde otro lugar sino también desde otro tiempo.El puerto dista del centro unas pocas cuadras y por eso elegí ir caminando. Ligero de equipaje, iba yendo sin apuro y al llegar a la esquina hago como hago siempre en mi ciudad y en mi país: espero a que pasen los autos para cruzar. Pero, sorpresivamente el conductor uruguayo clavó los frenos. Tras unos segundos de vacilación cruce haciéndole señas de agradecimiento al gentil automovilista. Luego supe que ésa es una de las muchas características del amable espíritu de los uruguayos. Con los argentinos no-porteños tienen un afecto especial.
Me alojé en la casa de una señora que alquilaba habitaciones. No sé por qué, en el cuarto me sentía como si estuviese en Gualeguay. Es difícil de explicar, pero tenía que hacer un esfuerzo mental para ubicarme que afuera estaban las calles y las casas de Colonia, y no las de la ciudad entrerriana. Claro que el afuera es muy diferente. Caminar por el casco histórico es retroceder cientos de años: casas bajas con techos de tejas y puertas en las que hay que agacharse para pasar; las calles tienen adoquines desparejos y curiosos nombres; hay enramadas, galerías con baldosones, y el río omnipresente. Los cañones todavía custodian la entrada a la espera de los invasores (sean portugueses o españoles) y por las ventanas se cuelan imágenes de otras épocas. La segunda de mis preferencias colonienses es el faro. La columna blanca se irgue entre ruinas de lo que fue un antiguo convento. El faro marea, tanto si se lo mira desde abajo como si uno trepa la escalera de caracol. No me gustan las alturas. Imaginen entonces lo difícil que me resultó subir los escalones. En esas circunstancias, recomiendo mirar para arriba: la meta parece más cerca y se alivia el trance. Desde la cima se puede valorar el Río de la Plata en toda su dimensión. El horizonte se vuelve líquido. Parece que se pudiera tocar el agua con solo estirar el brazo. Repito: no disfruto de las alturas, pero desde el faro las distancias parecen menores y mundo y cielo se acoplan en una esfera perfecta. Descender no es menos difícil, más que nada porque uno va tomando conciencia del peligro que corrió al subir por la escalera de metal. En ese caso, el consejo es bajar despacio, contar escalón por escalón y recordar la anchura descomunal del río. El trayecto resultará más breve. Finalmente, celebro de Colonia del Sacramento a la niña que les daba de comer a las palomas. De mañana temprano, durante los días que permanecí allí, me gustaba sentarme a la fresca en una hermosa plaza, de esas como las que hay en nuestros pueblos. Veredas perimetrales y diagonales; un monumento ecuestre en el centro; árboles de todo tipo y tamaño.
Puntualmente, llegaba hasta el lugar una niña con patines. Hábilmente, rodaba de aquí para allá, con una bolsa de pochoclo. Degustaba algunos de los granos inflados y de a puñados iba tirando el resto sobre la vereda. La intención era alimentar a las palomas que en bandada caían en picada desde los árboles. Una maraña de alas y picos desesperados se disputaban los grumos azucarados, mientras la niña huía hacia la otra punta. Refugiada en un banco, las aves no tardaban en descubrirla y entonces volaban todas hacia allá en busca de más de ese maná. Previsora, la niña siempre guardaba otra bolsa. Volvía a patinar y simulaba otra fuga, todo para que sus amigas aladas la siguieran. -¡Basta! ¡Me tienen cansada! -gritaba ella. Mentía ella, porque aquel juego la fascinaba. Siempre pienso en volver a Colonia y no sé bien por qué todavía no lo he hecho. Quizás lo haga pronto, para disfrutar de la cordialidad de su gente, maravillarme con sus calles coloniales, con su faro, con su río. Sí, voy a volver. Claro está que la niña ya no es niña ni les da de comer a las palomas. Pero quien sabe.
Fabián Reato es escritor y periodista. Trabaja en El Diario. Publicó las novelas Esparadrapo, El buen samaritano y La rueda de la fortuna en la Editorial de la Fundación La Hendija. El viajar es un placer que no le suele suceder.