En abril de 2003 un tercio de la ciudad de Santa Fe quedó bajo el agua. La inundación fue provocada por la crecida extraordinaria del río Salado, que no pudo escurrir debidamente bajo el puente de la autopista a Rosario e ingresó por una brecha de defensa del oeste que estaba inconclusa. Un informe del Gobierno de Santa Fe –dos décadas atrás gobernaba el expiloto de Fórmula 1 Carlos Alberto Reutemann- señaló que “se ha establecido que no existía un sistema de alerta organizado y que tampoco se adoptaron sistemas alternativos técnicamente factibles que lo suplieran. En tales condiciones, no se podía estimar la evolución de los caudales en el tiempo y, menos aún, la magnitud de los caudales que finalmente iban a ingresar en la ciudad”.  La crecida del Salado inundó 43 barrios, más de 1200 manzanas, llevándose más de 28 mil hogares, afectando más de 130 mil personas. El costo humano de la tragedia se contabilizó oficialmente en 23 muertes causadas directamente por la inundación, pero ONGs y familiares elevan la cifra a 158. La causa judicial avanzó por última vez en febrero de 2019, con la sentencia de tres años de prisión condicional al exministro de Obras Públicas de la provincia, Edgardo Berli, y al exdirector de Hidráulica, Ricardo Fratti, hallados culpables del delito de estrago culposo, pero hubo apelaciones y nada está resuelto.  El expediente pasó por las manos de 19 jueces, fiscales y muchos peritos, pero no se ha podido llegar a ningún fallo esclarecedor. El escritor y periodista Pablo Felizia, director de Ana Editorial, vivió con su familia aquella inundación y la cuenta en primera persona.

Por Pablo Felizia (*)

Las luces de la calle estaban cortadas. Llevábamos una linterna. Atrás nuestro venían dos viejos, eran los vecinos del fondo del pasillo. Mi papá cargaba a una de mis hermanas, mi mamá llevaba a la otra, Yo abrazaba a mi mamá y sujetaba al perro. El perro nadó a mi lado casi dos cuadras. El agua parecía una mermelada negra. Barrio Roma estaba vacío, los demás ya se habían ido o esperaban, en silencio, hasta el último momento como hicimos nosotros.

Cuando mi hija sea grande va a poder verse en un video donde se pone de pie por primera vez. En las imágenes, ella sonríe, yo me encuentro a su lado y la aliento. Soy joven, aunque ya entonces le parecía un viejo. Y así encontrará cientos de archivos de distintos momentos y épocas. Si mi hija llegara a tener hijos, ellos también me verían a lo largo del camino. Los últimos días de abril de 2003, el único cassette con un video donde las podía ver a mis abuelas se perdió para siempre. Y es tan mezquino pensar en eso; me dirán quizás, quienes perdieron a un familiar o a un amigo.

Esa misma noche, ya de madrugada, volvimos con mi mamá. No queríamos dejar la casa sola. Nos sentamos en la mesada de la cocina. Salía gas, preparamos sopa. Nos cambiamos la ropa, creíamos que aquellas que se habían mojado estaban contaminadas. Fumé hasta quedarme dormido. Solo nos íbamos a ir si el agua superaba el nivel de las hornallas. A las siete de la mañana del día siguiente nos vinieron a buscar. Caminamos con el río hasta el pecho, estaba helado, pero pudimos salir.

 

La inundación de Santa Fe me hizo escribir mi primera crónica publicada en una revista del Centro de Estudiantes de la Facultad de Paraná. Tres meses después redacté mi primera columna de opinión y mientras la escribía aún tenía puestas las zapatillas que me habían dado en un galpón. Aún hoy conservo una frazada, la frazada de la inundación, una que me la dio el Ejército en la puerta de mi casa. Tuve que esperar quince años para volver a mencionarla en un texto, fue para el Diario Uno de Entre Ríos. Y nunca más escribí sobre esos días hasta esta semana. Debe ser eso de las fechas, dos décadas, veinte años, un montón de días.

Desde la mañana en que salimos con mi mamá con el río al pecho, todo es confuso. Sé que pasé las noches siguientes en esa misma mesada con un cuchillo, el aire comprimido y un amigo. Era todo lo que tenía, y era un montón. Y eso duró incluso días después de la explosión que hizo desagotar la ciudad. Pero todavía no entiendo: en los recuerdos presentes hay quienes entran a mi casa de día y traen comida, hay familiares que se acercan a ayudar y otros solo a ver; hay colas largas en distintos lugares de la ciudad para anotarse, completar un formulario, buscar una caja. Solo sé que estoy en cada uno de esos momentos. Cada tanto vuelve el recuerdo de mi vecina, Blanca, una señora grande que le grita al camión de Ejército: ¡Bajan acá las cosas que traen o no siguen! Y ahí estoy también, con mis brazos extendidos para agarrar algo, una bolsa, la frazada.

Siempre supe que me faltaba algo. Cuántas veces empecé a escribir lo mismo y jamás llegué al punto final. Al punto final que me hiciera bien. El río siempre vuelve.

Más de una vez empecé a escribir la misma crónica, casi todos los años para estas fechas. Pero las abandoné. Me escapé como quiero escaparme ahora. No hay manera de escribir este texto sin involucrarme. Les pido disculpas por la primera persona, es que no encuentro otra forma.

 

La radio encendida:

–Busco a mi hija, desde anoche que no la encuentro.

–González, Patricio. Es joven, fue a la casa de un amigo a ayudarlo.

–Mis papás son viejos, la casa está tapada por agua. No sabemos dónde están.

Con el pasar de los días, las noticias daban aviso de los muertos, de los evacuados. Decían que el pueblo, el pueblo grande, se organizaba para ayudar.

Entonces, hicimos lo mismo. Con el agua ya en los tobillos, barrio Roma parecía una película de guerra con barricadas formadas por pilas de ropa, muebles, libros, todo roto, todo mojado, todo podrido. Era cuestión de golpear una puerta y ofrecer ayuda para sacar una cama a la calle, un ropero, los papeles, los juguetes, las mascotas que no pudieron nadar como mi perro.

Siempre entendí a la literatura como forma y contenido. Un texto bien escrito pero que no dice nada, no es más que una cáscara bella. Y un buen contenido, pero sin forma, es un volante, un folleto. En este párrafo las formas no me importan, y ahí va mi volante: ojalá algún día vayan presos los responsables de la inundación –que me importa que pasaran estos veinte años– los que sabían y no avisaron, quiero que la paguen los que cuidaron lo suyo y desprotegieron al pueblo. Y si no lo digo acá y ahora, no sería yo quien escribiera.

El río siempre vuelve y para estas fechas, vuelve una y otra vez, y con él esas imágenes salteadas que más o menos trato de recomponer. Me acuerdo de los hombres que lloraban sentados en los cordones de Avenida Freyre, de las mujeres con sus caras endurecidas mientras sostenían a sus hijos, de cuerpos cansados que caminaban por todos lados sin saber a dónde ir, de otros que gritaban nombres para encontrar a los suyos.

 

Los estudiantes de mi Facultad juntaron plata para que aquellos que nos habíamos inundado pudiéramos pagar los pasajes y seguir la carrera. No solo me comprometí con ellos, algunos hoy son mis amigos y ahí estuvieron cada vez que rendí una materia, hasta el día que me recibí. Sé que estudié, en los ratos que podíamos mientras limpiábamos la casa. Sé que estudié en el piso, en la mesa, en un rincón y cada tanto doy cuenta, no sé a quién, no sé por qué, pero doy cuentas. A veces me agarra cuando camino por la calle a buscar a mi hija a la escuela:

Descartes: pienso y luego existo.

Hume: el origen del conocimiento parte de los sentidos.

Kant: Hay categorías, y el objeto de estudio debe estar adecuado a ellas.

Hegel: Yo soy lo que soy con relación a lo que no soy.

Marx: a la teoría de Hegel hay que darla vuelta: soy a partir de la práctica social y esa práctica social es la que determina mis ideas.

Sé que estudié. Pero aún hoy doy cuentas.

 

Más de un mes después de la inundación todavía quedaban familias hacinadas en carpas enormes en canchas de fútbol, con la ropa que les habían donado, con los chicos que no volvían a las escuelas, pero con las ollas llenas de alimentos que viajaron desde todas las latitudes. Las otras certezas tienen que ver con las ausencias. La primera vez que apareció el Estado, fue mucho después: hacían un relevamiento para saber hasta dónde había llegado el agua en mi casa.

Los muertos del pueblo, son mis muertos y vienen conmigo. Pasaron veinte años y aún siento el olor a la ropa mojada y podrida, a mi última pelota de fútbol, al libro de Marco Denevi que decidí guardar aunque estuviera mojado y manchado, a las paredes descascaradas, a las puertas hinchadas, a los azulejos reventados contra el piso. Sé que también es mía esa carpa negra en la plaza, y el primer piedrazo que vi volar hasta la puerta de madera de la Legislatura. Soy todo esto que viene conmigo. Soy veinte años de amistad con el río, soy esta geografía que siento propia y soy también la memoria, una que irrumpe las puertas de las casas, una que choca todo, una memoria que se planta y dice: que nadie me exija el olvido, que a nadie se le ocurra el perdón.

(*) Pablo Felizia es periodista y escritor. Dirige Ana Editorial.

Fotos: diario El Litoral