Un sillón playero colocado a la par del banco de la esquina noreste de la Plaza Alvear de Paraná es el mojón que marca que ahí, en ese espacio abierto, al aire libre, es donde vive María. Ahí vive desde hace un par de semanas.
Vive ahí con otra gente que, como ella, no tiene dónde ir, se siente desahuciada, lejos de afectos, familia y del acceso a las mínimas necesidades básicas.
María cuenta que comparte ese lugar con dos compañeros que conoce de la calle, del trabajo de tarjetera. Hasta hace un tiempo, ella y Juan Manuel eran parte del sistema enclenque de estacionamiento tarifado, y dormían en pasillos y sala del Hospital San Martín, junto a otros tantos que desandan el mismo destino. Después, la dirección del nosocomio resolvió restringir su ingreso y quedaron otra vez sin ningún techo, ni prestado.
Los dos enumeran idas y venidas, a una casa y a otra, hasta que el final su hogar resultaron ser la plaza y la intemperie.
De eso hablan, recién amanecidos de una noche fresca de esta semana que los obligó a abrigarse y a poner esmero para instalar un toldo maltrecho, hecho con pedazos de nylon negro que juntaron de la basura. Es que cuando se aproxima la noche, despliegan los trozos de plástico que durante el día amontonan en ese rincón de la plaza recostado sobre calle Gardel y la Peatonal, arriba de un esqueleto de una silla vieja y una pila de cartones. En su pasar, casi todo lo sacan de la basura. Y María da un ejemplo: ella necesitaba un par de zapatillas, salieron a buscar en los contenedores cercanos, y encontraron dos. Y las muestra, con una sonrisa.
Sobre los cartones, en el suelo, y debajo del toldo duermen los dos varones, mientras que María lo hace sentada, en su sillón naranja que ubica en un extremo de la galería de plástico. Se tapan hasta la cabeza con unas frazadas que consiguieron en estos días y así esperan el otro día, intentando permanecer ajenos al ajetreo de la plaza y de la clientela de un comercio que instala mesas y sillas en la esquina.
En ese lugar y a la luz del día, María lava su ropa: busca agua de una canilla instalada en la plaza, refriega y enjuaga en un balde de pintura que vuelca en unas rejillas anchas que cortan la vereda y que comunican al sistema de desagües de la zona. Tiende la ropa en el sillón y lo coloca al sol. Con la higiene personal es más complicado: María va al baño de la estación de servicio del Automóvil Club Argentino, ubicada en el extremo suroeste de la plaza. Se higieniza el cuerpo con toallitas húmedas, porque entiende que no puede usar la ducha, y se lava la cabeza sobre la rejilla de la vereda, con el balde y al aire libre.
Dicen que comida nos les falta y se consuelan con eso. Explican que vecinos de la zona les acercan alimentos, con los que se alimentan al mediodía, y que permanecen en contacto con organismos como el área de Derechos Humanos de la provincia. Por las noches, buscan la ración que ofrece en las calles la organización Suma de Voluntades y otros grupos.
En la mañana casi fría del miércoles, un frasco de mermelada entreabierto, pan y unos mates se plantean como el desayuno servido en la incomodidad de un banco de plaza.
Ahí, las historias contadas de a tramos por María y Juan Manuel, que en principio parecían ir por carriles distintos, tocaron un punto común: una niñez por demás difícil, infeliz. Uno, habló de una madre alcohólica, de un pasar ligado siempre a la mala vida y de una infancia y adolescencia transcurridas en hogares de menores. Otro de una adopción, de una familia del corazón, de otra biológica, de dos nombres diferentes y del abandono de todos. Los dos se refirieron a enfermedades del cuerpo, de la cabeza, de la tristeza, y a lo que se aferran para seguir a flote.
María se define como evangelista y explica decisiones y actitudes en la religión. Juan Manuel menciona los bajones anímicos, la medicación psiquiátrica y su participación en un grupo de pacientes. María espera que le salga una jubilación/pensión que empezó a tramitar y Juan Manuel, que algún afecto llegue hasta la plaza y le tienda una mano.
Junto con ellos dos, hay otro muchacho, y los tres comparten la plaza con al menos otros tres varones en situación de calle. Los seis se suman a otros que pasan sus días en lugares públicos.
El caso de las personas que viven en la calle es una vieja deuda en la ciudad siempre vigente, pero que parece cobrar notoriedad en las agendas oficiales esporádicamente, con el invierno. La historia se repite mientras hay personas que viven en condiciones increíbles: en una carpita diminuta, debajo de un árbol en la zona del Parque Urquiza; en el ingreso de un comercio de calle Pellegrini y, hasta hace un par de semanas, en una especie de choza de cartones armada en la vereda de Alameda de la Federación, en inmediaciones de Casa de Gobierno.
Mientras, desde 2010, está vigente la ordenanza N° 8.932, por la que se plantea un tratamiento a la problemática que excede el plato de comida y el techo. Esa norma fija la creación de un programa de Asistencia Integral para Personas en Situación de Calle, en el ámbito de la ciudad de Paraná, pero que nunca se instrumentó. Establece entre los objetivos esenciales “el abordaje integral en forma inmediata en la situación de crisis y la promoción de su desarrollo humano”. La aplicación efectiva de la norma viene siendo un pedido añoso de organizaciones e institucione. El año pasado, con el nuevo gobierno, se avanzó en la introducción de una modificación a la norma; pero aún se esperan novedades respecto de su instrumentación.
En el medio, se produjo una pérdida entre los sectores que venían trabajando en el tema: en diciembre cerró Casa Solidaria, un dispositivo que había surgido en 2011 en el marco de una cátedra de la carrera de Licenciatura en Psicología de la Universidad Autónoma de Entre Ríos (Uader) para atender con una mirada integral la situación de las personas que viven en la calle.
A fin de año, con motivo de anunciar la decisión, el grupo de voluntarios que sostenía el proyecto señaló que el espacio Casa Solidaria había sido planteado desde comienzos de 2011 como un “dispositivo integral” de inclusión social efectiva y que como “servicio público” debía estar en manos del Estado. Pero esto último nunca ocurrió, por lo que atribuyeron el final de la novedosa experiencia a la falta de apoyo de los Estados provincial y municipal. Casa Solidaria funcionaba en un edificio ubicado en calle Carbó 171.
Han pasado veranos e inviernos y el Estado ha reaccionado -cuando lo ha hecho- con medidas esporádicas, de coyuntura, y ya con el frío encima.
¿Qué pasará esta vez?
Marta Marozzini
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.