A ver, puede decir Luis, dale, arranque y lo escuchamos.
“Mmmm –me dijo la última vez-: esto suena mal, che”. Y sí, en efecto, el auto estaba en ruinas. El mecánico entrena el oído y puede distinguir las partes del todo, reconocer el funcionamiento de la máquina en cada uno de esos sonidos que se reúnen y suenan, para mí, como suena un auto. Ni más ni menos. Para él, en cambio, es como una sinfonía, un encuentro de diferentes vibraciones y sentidos. Lo que yo no sabía hasta que Luis me contó lo que voy a narrar ahora, del modo más justo posible, es que en su caso, al menos, la sensibilidad del oído alcanza otras dimensiones, profundas y misteriosas.

Luis había viajado con su novia hacia el norte. Y había viajado en una de esas instancias confusas de las que alguien podría decir sale pato o gallareta. Es que la cosa no iba bien y las horas en la ruta, la pausa que supone el viaje, en vez de suavizar las diferencias, las había profundizado. Se abrió esa zanja que no se puede esquivar sin salir averiado. Estaban en ese roce espinoso de palabras y silencios cuando se perdieron. En realidad, para ser claros, se perdió Luis, que manejaba entre los caminos de los cerros.

No sabía dónde estaba, ni para dónde mierda tenía que ir. Todo mal, peor que mal.

Él me está contando su historia ahora mismo, en su taller. Casi al borde del portón de entrada. El día está plomizo, lento y cae una lloviznita agria. Luis ya me había revelado en partes esta historia, pero me faltaban detalles. Ahora vamos, por decirlo así, paso a paso.
Luis se entusiasma, se ríe, no le cuesta dejar un rato un auto en terapia intermedia, elevado sobre esos brazos de hierro para que él pueda meterse debajo y hacer su trabajo. Pero ahora, no. Ahora se ríe y me dice “esto es real”. Y abre los brazos como quien abre una ventana para que se vea todo lo que hay adentro.

“Estaba re perdido, mal y entonces frené a pedir ayuda”, recomienza.

Ve dos mujeres al borde del camino, en una de esas rutas que serpentean entre los cerros. Las llama, les dice que no sabe ni siquiera adonde está y que tiene que ir a Tilcara. Son dos, pero sin querer Luis saca a una del plano y escucha y ve solo a la mujer que habla, le contesta y le explica que no está tan mal ubicado, que se encuentra en la parte vieja de Tilcara y él quiere ir a la nueva. Se introduce, por ahí, en una solícita explicación histórica y geográfica del pueblo. Y a Luis le sale ¿cómo sabés tanto? Ella es de ahí, de Tilcara y es, además, maestra.

Miriam no se da cuenta en ese momento de lo que sucede, nada más le explica a un turista perdido que se ve, viene acompañado de una mujer, le dice dónde está y cómo hacer para encontrar su destino. Luis vive otra cosa, mientras ella habla tiene una revelación, una sensación honda y desconocida, algo que no había experimentado antes: se va introduciendo a una estación de bienestar que no entiende pero lo puede.

Casi al borde del taller, de frente a la lloviznita liviana que no hace ni ruido, aquella emoción se viene y le raspa en la garganta. “Yo la escuchaba hablar –dice ahora Luis- y sentía una paz que no había sentido en toda mi vida”.

“Me enamoré –reconoce Luis- mientras ella hablaba”.

Pero qué podía hacer ahí, más que seguir viaje.

De regreso a Paraná, lo que tenía que terminar se terminó, pero el recuerdo de la tilcareña no sólo que permaneció sobrevolando hábilmente los días, sino que fue creciendo, como crece un sueño empecinado que nace de una experiencia inclasificable.
Pasó el tiempo, que a veces es cruel, a veces lento y a veces casi que no deja rastro en el camino.
Después de algún vaso de vino, entre los amigos de confianza, Luis amenazaba: “Ya me voy a ir yo a buscar a mi tilcareña”.
Los testigos se reían nomás, pero él insistía: “Ya me voy a ir yo a buscar a mi tilcareña”.

Tres años después del encuentro, ya lo planteó en serio y de tanto escucharlo, su yerno y su hija le dijeron que si él quería, ellos lo acompañaban. Nadie tenía mucha fe en el asunto. Luis no sabía el nombre, ni el lugar preciso dónde la había encontrado y los demás sospechaban que ni si quiera podía recordar claramente un rostro que había visto hacía tres años por apenas 20 minutos.

Él decía que sí.

“Yo, hay dos cosas que no me olvido nunca: la voz y los ojos de las personas. A mí me avisan de acá en el taller que me llama, ponele, Miguel Mendoza, y no tengo ni idea quién es, pero me pongo al teléfono, escucho la voz y sé enseguida con quién estoy hablando”.

Salieron rumbo a Tilcara, Luis, su hija y su yerno, a finales de julio. El 1° de agosto era su cumpleaños y, además, el día de la Pachamama. Cuando llegaron a Tilcara, había una gran peña, una celebración. Probaron por ahí, no había tantas pistas para seguir después de todo. No había ninguna en realidad.

A la salida de la fiesta, la parejita que lo acompañaba se adelanta. Luis camina lento por la calle como demorando la vuelta y supera, de todos modos, a dos mujeres que marchan a su derecha, de charla muy entretenida y paseando a dos caniches ruidosos. Entonces, ocurre: la voz.
Luis escucha la voz, pero no sabe, reconoce el tono, pero no puede ser. Y sí, es ella. Tiene que ser ella. Se detiene, paralizado, contiene la respiración y siente que hace fuerza con los oídos para escuchar mejor. Finalmente, se da vuelta.
“Disculpame, vos sos tilcareña, sos de acá ¿no?”.
Ella responde que sí.
“¿Y sos maestra?”.
Y sí.
“¿Y no te acordás de mí? Hace tres años, en un camino…”.
No, ella no se acuerda y Luis no sabe qué más decir, cómo continuar, qué hacer. Se va, se va y alcanza a sus acompañantes, les cuenta lo sucedido. La respuesta es tajante. “Ahh, no, suegro, yo no voy a venir hasta acá para que usted encuentre a esta mujer y se cague en las patas”.
Tenés razón, sí, sí, dice Luis y vuelve decidido.

La confesión es a corazón abierto.

“Disculpame, pero pasa esto, yo ese día que te pedí ayuda y que vos me hablaste y me indicaste, me explicaste todo, yo sentí algo que no me había pasado en mi vida, yo me enamoré de vos. Y ahora vine a buscarte, porque quiero estar con vos y me quiero casar con vos”.

Miriam, con la boca abierta, escucha hablar a este hombre, más o menos su edad, con una sonrisa inmensa, que parece la sinceridad pintada, pero que bien puede ser la locura pintada y que proviene del mismísimo misterio de una noche opaca que no tiene nada detrás más que preguntas.
Su amiga le tironea del brazo para llevársela. Pero ella conversa, se anima, sonríe, él le deja anotado su teléfono.

Y sí, ahora sí, se va Luis, feliz porque lo había hecho y además porque ella había dejado una puerta abierta.
A los 40 y pico de años puede ver cuándo una mujer deja una posibilidad latiendo. Claro que sí. Pero la duda le asalta en el hotel, al día siguiente. No llega ningún mensaje, ni llamado ni nada. ¿Y si le había pasado mal su propio número? No se veía casi nada ¿si había anotado mal? El corazón se volvía de piedra y se derrumbaba entre las tripas como un peso insoportable.

Ya estaba de vuelta en Paraná cuando recibió el llamado de ella, que ya no era la tilcareña sino Miriam, docente de Lengua y Literatura, un año menor que él, en pleno trámite de divorcio. Simpática y resuelta a escucharlo y a contarle. A empezar.

Y hablaron ya de otro modo y siguieron hablando todos los días hasta que tres meses después se encontraron en Salta. Y cuando se encontraron en Salta ya tenían mucho en común, tenían planes y estaban decididos a romper la distancia y cambiar todo, para hacer algo en común.

Hace más de un año que Luis y Miriam están juntos. Viven en Paraná. Él me muestra ahora, mientras el ruido del motor que prueban ahí atrás ensordece y casi no se escucha nada, una foto de ella junto a una amiga que la vino a visitar desde Tilcara. También hay fotos de ellos dos. La lloviznita se apropia de la mañana y le da un clima de abril al inicio de semana justo a mitad de febrero. Luis se ríe y vuelve al trajín del taller.

A ver, dale marcha de nuevo, ordena el mecánico, que lo quiero escuchar.

Julián Stoppello
De l Redacción de Entre Ríos Ahora.