Por Julián Stoppello  (*)

 

 

La oscuridad comparte la reputación de la cucaracha. Nadie quiere cucarachas y nadie quiere oscuridad. Sin embargo, sabemos, el mundo va a explotar, implosionar o desarmarse como una galletita y millones de cucarachas van a seguir aferradas a un pedazo de tierra agrietada o escondidas en la misma grieta. Con la oscuridad pasa lo mismo: está ahí, no solo en la noche. Y a veces entra en el cuerpo. Además, como las cucarachas, permanecerá, impecable y paciente, diría que resignada a su triunfo final, cuando se apague la última luz y la estrella se queme como un fósforo. Tal vez quisiera otra suerte.

La oscuridad de la palabra, en este hilo, no serían otras palabras sino el silencio, la ausencia de voz. Los reversos son, o pueden ser, una alarma. El miedo mismo: el vacío.

Ahora bien, murió la perrita de unos amigos y sus dueños, cuidadosamente, la enterraron en la entrada de la casa, del tapial hacia adentro. La tumba cubierta de hojas la custodia otro perro que aúlla de soledad o aúlla porque si lo hace sabe, a ciencia cierta, que existe. Su cuerpo, el de la perrita, está al abrigo de la oscuridad, disgregándose, con la sabia lentitud de la carne de regreso a la tierra.

Pienso en el abrigo de la tierra, sin barreras de madera. En el silencio del domingo a la mañana y en el hueco, primero pequeño, casi como una cerradura, que se abre en el cielo del litoral mañosamente húmedo. El mismo hueco que después se expande, acorrala las nubes y adquiere, lentamente, una pasión celeste y unánime.

Del otro lado, la oscuridad, el silencio, el miedo.

Estoy leyendo una novela sobre la transmisión de los miedos, a raíz de una familia que entra a la noche casi en punta de pies porque supuestamente todos sus antepasados murieron de noche. La mañana es una fiesta, la noche un desafío sin recetas: un salto al vacío. Podría aproximarse a una metáfora del mundo o por lo menos un temor compartido millonariamente: la oscuridad es la muerte.

Pero, cada vez se me representa más fácil una oscuridad amable, dispersa y en degradé, una oscuridad de silencio, abierta para ir a descansar. Una oscuridad cariñosa, fresca, desheredada del tiempo y del daño.

Hay que ver en la oscuridad y distinguir. Hay que aprender a ver en la oscuridad, más aún en temporadas aciagas, porque puede haber allí un curso de agua, unas flores creciendo silenciosas, algún destello sutil, como de luciérnagas y tal vez, posiblemente, un abrazo de calma, sin melancolía.

-¿Estás trabajando, papá?

-No, estoy escribiendo…de gusto nomás.

-¿Y sobre qué escribís?

-Sobre la oscuridad.

-….

-Sobre una oscuridad amable- me corrijo.

-Un revolucionario papá-, dice mi hija y se ríe burlona.

Ya me llevó el hilo. Es más que un destello. Es el milagro de su risa. La oscuridad, igual digo, puede ser amable y también, a veces, puede tener la respuesta.

 

(*)  Julián Stoppello es periodista y escritor.