Por Julián Stoppello (*)
La vida es una sucesión de circunstancias, decía mi papá y a mí me sonaba a una justificación camuflada.
El tren pasa dos veces, decía mi papá y a mí me picaba como una acusación. Ya había perdido, en algún momento y sin darme cuenta, el primero.
No es blanco o negro, hay muchos grises, escala de grises, decía mi viejo para que yo entendiera la equivocación en la mayoría de mis pareceres y, probablemente, también, colar alguna que otra justificación propia.
Ya vas a ver cuando tu padre no esté, yo todavía pienso en las charlas que no le di, decía cuando no le prestaba la debida atención y eso era, a todas luces, una manipulación sentimental.
Metetelo acá -señalándose en la cabeza- en el culo, Julián, se enojaba mi papá y yo pensaba en la relación entre el culo y la cabeza, pero íntimamente me reía, porque lo decía indignado pero gracioso.
Las balas pican cerca, se lamentaba, al borde del café cualquier mañana, mirando los obituarios del diario, con los nuevos muertos que azuzaban sus fantasmas.
Le agarró el dengue, refería cuando alguien se había asustado, seguramente en una jugada determinante de un partido de básquet, lo que en otra jerga sería, se había cagado todo.
Papá tenía más frases para mí memorables, pero también pasaba días sin hablar. Se cortó el audio, decíamos nosotros entre dientes, como una contraseña familiar.
Entonces: buen día melancolía y las persianas de madera se entornaban solas. La casa se quedaba sin sonido, en penumbras y nublada de murmullos. En la contracara, con audio y en vena, tenía un humor sutil y abrazador, que por ahí compensaba sus silencios, cierta hosquedad y la falta de abrazos.
Es raro porque yo sé que me abrazaba dos veces al año y es efectivamente así, solo dos veces, pero su presencia, aún contrariada, te contenía, te daba un marco, como dice un amigo músico para definir un espacio necesario donde sucede el arte. Es más que eso, su presencia te daba un lugar.
Yo soy de acá, de esta raíz.
Está bien, esa presencia resultaba a veces autoritaria, a veces caprichosa del capricho más singular, que iba desde usar casi al mismo tiempo los dos baños de la casa, con reserva de uno mientras utilizaba el otro, hasta el queso que solo podía comer él y el mate más amargo del mundo, que debías recibir como una ofrenda del cielo, más un sinnúmero de detalles correspondiente a un obsesivo en alto grado. Pero así, con todos sus modos, te recibía en el mundo: te abría un espacio.
Esa presencia armaba el resto, en base a esa presencia se diseñaba la casa, en las mejores opciones y también en las otras.
Papá era, además y sobre todo, pura literatura. Su estar en el mundo era literatura, un personaje entrañable que encerraba una de las mayores contradicciones que pude observar: la racionalidad más atildada y justa, reunida con una locura inminente e implosiva. Pero era esa conjunción su maravilla y también su padecer.
Escribí varias notas de mi viejo. Cuando se murió casi no podía escribir de otra cosa, entonces terminé haciendo un libro sobre él. Lo retomo hoy porque en realidad está siempre conmigo.
Y antes de cortar este escrito, como corto estos textos, a cuchillo, quiero decir un par cosas: si mi papá armaba la casa como buen arquitecto, mi madre era el territorio, pero también el techo, el sentido y el cielo de la imaginación. De ella, igual, no puedo decir más nada más porque me tiene amenazado para que no escriba nada alrededor de su historia y de su nombre.
La otra cosa que tenía que decir, en este sábado que empezó con una ansiedad puntiaguda, siguió con un paseo sedante a la feria con mi hija y con el recuerdo de Mario sentado en el living en su día más luminoso -que siempre fueron los sábados-, es que en este sencillo acto agradezco profundamente las contradicciones mías y las heredadas. Ahora sé que nunca hubiese escrito una línea si no hubiese tenido de padre a un personaje literario, real y crudo, tan sólido: fascinante, gracioso y trágico como él.
Y una cosa más, todavía extraño los mates más amargos del mundo, ya no me quejo de tener las tripas al rojo vivo, los pies tullidos y los ojos como pasillos oscuros igual que mi viejo. Está bien así. Claro que está bien así. Y lo último: todavía lo nombro, te nombro, cada vez que necesito llorar.
Y cada vez que necesito la ayuda de una corriente de emoción, la tuya, absolutamente genuina.
(*) Julián Stoppello es periodista y escritor.