Este texto, como se indica más abajo, pertenece a Eliezer Budasoff, periodista, cronista y escritor entrerriano, editor adjunto de la prestigiosa revista de crónicas Etiqueta Negra y Etiqueta Verde. Budasoff respondió con esta pieza periodística impecable a un pedido de la revista Crónica Ambiental de México, en el mes de marzo de este año. Puntualmente, el autor debía enviar un material que pudiera funcionar en la sección «Mi desastre inolvidable». Y Budasoff, claro, habló de un desastre próximo, duro e inolvidable.
Por Eliezer Budasoff
Cuando descubrí que existían los desastres tenía siete años, y México había sufrido el terremoto más mortífero de su historia, pero sólo recuerdo la noticia por un rumor que recorrió mi escuela: en esa tragedia de la que hablaban nuestros padres, me dijo un chico de tercero, había muerto Don Ramón de El Chavo del 8. Aquella historia falsa —fue popular en Argentina— me sacudió por unas horas la indiferencia hacia el mundo adulto. De pronto había muerto alguien que conocía,y eso volvía real la tragedia. Esa tarde entendí que las casas podían venirse abajo, y que la gente de la televisión era real, pero lo olvidé pronto, al igual que los adultos. Habitamos el mundo con una inconsciencia infantil: los desastres que no nos afectan siempre nos llegan como si fueran parte de una película, imágenes de un mundo al que no pertenecemos.
Crecí en una ciudad que debe su nombre a uno de los ríos de llanura más anchos del mundo, Paraná, en una provincia argentina rodeada por agua, Entre Ríos. Una tierra ondulada y agreste, poblada de monte verde, donde el suelo no temblaba nunca, la polución era un problema de China, y los mayores desastres ambientales —la depredación del río, la tala de bosques para sembrar soja, la soja invadiéndolo todo, los agroquímicos de la soja— tardarían años en instalarse y ser noticia. Con tanta agua alrededor, nuestro desastre regional más común eran las inundaciones, pero casi nunca castigaban a Paraná, construida en lo alto de unas barrancas. No entendí lo destructiva que podía ser el agua —ni lo precaria que podía ser una sociedad— hasta abril de 2003, cuando el río Salado inundó Santa Fe, una ciudad vecina de medio millón de habitantes donde vivían mi novia y algunos amigos. El Salado es un río de más de dos mil kilómetros que nace en el norte del país y termina al sur de Santa Fe, después de bordear toda la ciudad. Hacía meses que aquel río venía creciendo a ritmo delirante aguas arriba, alimentado por unas lluvias anormales, densas y maratónicas. Durante la última década, los bosques que antes retenían las lluvias a lo largo del cauce se habían convertido en lisos campos de soja, y esa masa de agua bajó por el río como bola de nieve. A fines de abril de 2003 llovió durante cinco días sobre Santa Fe, y el río saturado se coló entre las defensas que debían proteger la ciudad de las inundaciones, porque las obras no estaban terminadas. “Santa Fe es como un pozo”, decimos en Paraná, para resumir la delicada situación geográfica de nuestros vecinos. El río avanzó sobre las casas a un ritmo frenético, y las defensas lo retuvieron adentro como si fuera una piscina. En cuestión de horas, los sectores más bajos de la ciudad —los más pobres—, tuvieron más de tres metros de agua encima. Es mentira que el cambio climático sea una amenaza democrática, dice Martín Caparrós: sus consecuencias siempre serán más terribles para los bangladeshíes que para los holandeses.
El caos fue total en Santa Fe. Se inundaron más de cuarenta barrios, un hospital de niños quedó sumergido, el gobierno evacuó sin plan a más de sesenta mil personas, otros cincuenta mil abandonaron sus casas como pudieron, y una semana después todavía había casi dos mil desaparecidos. Un tercio de la ciudad quedó afectado. Con el río embalsado adentro, las zonas evacuadas se volvieron un escenario de guerra: padres de familia que dormían con escopetas en los techos de sus casas inundadas para evitar que les robaran las cosas, helicópteros que sobrevolaban toda la noche, tiroteos de madrugada, toque de queda. Durante días recorrí ida y vuelta los veinticinco kilómetros que separaban Paraná de Santa Fe para tratar de rastrear, junto a otros compañeros, información que no salía en ningún lado. Nos preocupaba la militarización de la ciudad, las dudosas cifras oficiales de muertes, los rumores sobre grupos de vecinos que ejecutaban a quienes sospechaban de ladrones. Se decía que en barrio Centenario habían colgado a un hombre de un árbol, con un cartel que advertía: «Este no roba más».
De todos los actos desesperados que ocupaban a los afectados esos días, ninguno me asombraba tanto como la defensa de ciertos bienes, las cosas a las que se aferraban como si ignorasen que habían perdido cierta seguridad para siempre, que sus casas estaban con el agua hasta la rodilla, la cintura o el techo. Una amiga me juró que su vecina, después de enterarse que en pocas horas tendría más de un metro de agua en su casa, agarró una carpeta donde tenía su currículum y sus certificados, subió una mesa al segundo piso, puso una silla encima de la mesa, y se sentó a resistir lo que viniera con sus papeles en brazos.La gente parecía dispuesta a tapar el desamparo con lo que tuviera a mano. Pero pronto fue evidente que todo se había hecho mal desde hace años, y hasta el último momento: la ciudad había crecido sobre zonas inundables, los bosques habían desaparecido, las defensas no estaban terminadas, el gobierno no había tomado en serio las lluvias, ni la crecida del río,ni las advertencias para evacuar a la gente. Tal vez —y eso era peor que pensar en un diluvio divino, en las fuerzas incontrolables de la naturaleza—, con funcionarios menos cínicos o ignorantes, no sólo se hubieran podido salvar las vidas, sino también las cosas a las que la gente dedica sus vidas. Aún hoy, tres altos funcionarios de entonces —entre ellos el ex intendente— están procesados por la muerte de dieciocho personas, pero la causa judicial sigue sin sentencia. En las casas de los barrios que se inundaron, el río dejó una marca nítida sobre las paredes: hasta aquí llegó el agua. Más de diez años después, hay quienes conservan aquellas marcas para no olvidarlo. La experiencia de perderlo todo debe ser intransferible, pero quiero creer que ser testigo de un desastre así te transforma la manera de habitar el mundo. Algunas veces, cuando me incomoda mi propia apatía como espectador, vuelvo a esos recuerdos de la inundación como si fueran mis marcas de agua, para recordar lo precaria que es nuestra ilusión de estar a salvo en el mundo. «Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo», dice el escritor chileno Alejandro Zambra en una de sus novelas, cuando narra el retorno a su casa junto a sus padres después de un terremoto. «Pero entonces volvimos, sin más, a la vida de siempre».