Brillante y húmedo marrón

Por Fernanda Puglisi
Ilustración Julieta Batauzz

Esperó con impaciencia hasta que el agua estuviera lista y llenó el jarro, de inmediato un líquido verduzco inundó el recipiente metálico. El primer sorbo amargo sacudió sus pensamientos. Hacía varias noches que esa idea interrumpía sus sueños, recurrente y porfiada como el vaivén del río en la orilla, que viene y que va…

Agarró el bolso y descubrió con fastidio unas pequeñas manchas oscuras, de esas que el uso y el tiempo le van imprimiendo a las cosas. Miró alrededor como por última vez. Todo estaba más o menos en su lugar.

El gato amarillento que tempo atrás apareció sin pedir permiso para quedarse  y que había ganado dolorosas batallas a fuerza de interés y arrogancia, ahora lo observaba inmóvil, agazapado en un rincón, bien atento a cada gesto o movimiento.

Murmuró algo inentendible luego de que su alpargata se quedara a medio camino (como queriendo volver) y retrocedió un poco para alcanzarla.

Hacía mucho calor, la piel de su frente transpiraba parejo bajo el sombrero de paja. Sus largas y huesudas extremidades llevaban pegada una fina capa de polvo que oscurecía aún más su tez. El camino reseco y cuarteado dibujaba a lo lejos curvas leves, casi imperceptibles. El corazón del monte, que se hacía menos tupido hacia los bordes, prometía algo de frescura en sus diversos verdes pero nada de ella siquiera lo rozaba.

Llegó al almacén con el pico seco y la mente abombada. Buscó una damajuana, pidió salame y queso y sacó un pan con chicharrón del mostrador, luego de pagar intercambió un saludo y un par de palabras.  Reanudó su marcha rítmica de pasos amplios echando de tanto en tanto unos buenos tragos al garguero.

Por fin la vio. Bailaba suavecito al compás del Paraná. Su figura se recortaba perfecta a contraluz, rodeada por el brillante y húmedo marrón. No faltó nada más para que el entorno acomodara su humor. El olor a fritanga lo envolvió y lamentó no poder probar esas empanadas crujientes y jugosas que tan bien le vendrían a sus tripas siempre hambrientas.

Apoyó sus pies en el lodazal que se anteponía entre ambos y la desató al tiempo que con un salto ágil y preciso la montó, como por primera vez. La recorrió lentamente con sus dedos toscos y empuñó los remos. Sus brazos comenzaron a moverse mecánicamente hasta que se dejó llevar.

Todo ojos, recorrió con avidez el paisaje siempre diferente, según la hora, según la luz, según el cielo y se dejó penetrar por él. Así fue barranca, orilla, rancho. Su cuero al sol picaba fuerte pero el conjunto le producía una sensación hermosa.

De pronto un sonido secó lo despabiló. Los cuerpos manchados, salpicados de gris, las bocas abiertas y jadeantes como pidiendo auxilio mientras los anzuelos hacían de las suyas perforando… matando sus destinos… Ésas imágenes lo aturdieron ¿será una advertencia o una maldición? Pensó.