Así es leer Cien años de Soledad en voz alta en una plaza de Macondo
Por Andrés Barbagelata
Ilustración Mariano Sanguinetti
“Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarle el ánima”.
“El recuerdo constante de la provincia de La Guajira me lleva al rencuentro con la mirada de mis abuelos, mi madre, hermanos, tíos y primos, regados por veredas y pueblos de esa tierra cálida y rebelde, ligada a mi alma de viajero indómito”
Gabriel García Márquez.
¿Argentino o Uruguayo?, me dijo mientras se sentaba en la arena. Yo le extendí la mano con un mate.
La tarde anterior había llegado a Riohacha, capital de la Guajira colombiana. Había armado la carpa en una espesa sombra de cocoteros, entre redes y canoas. Por la mañana, me desayunaba con unos mates en la proa de una de canoa, en la playa, siguiendo el movimiento de los pescadores, cuando veo como se acerca sonriendo una señora recién salida del mar, de maya, gorra de lycra y antiparras en el cuello.
Solo hizo falta que termináramos el termo de agua para que cada uno en su bicicleta nos fuéramos a su casa a tomar, primero, un infaltable “tintico” (café) y luego un suculento desayuno a base de frutas. Mientras desayunábamos fueron saliendo de sus hamacas los hijos que tenían que prepararse para ir a la escuela. Antes de que salieran todos en dirección a la escuela, ya había aceptado la invitación de quedarme con ellos una noche.
Otra puerta se había abierto y yo iba a entrar a curiosear. En la charla que habíamos mantenido en el desayuno ella me contó un sueño que quería cumplir: leer “Cien años de soledad” por radio, en un pueblo indígena, hacia el interior de la Guajira. Pero su sueño incluía hacer el viaje hasta el pueblo con sus hijos en bicicleta. Ahí era donde yo calzaba en la historia.
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Detrás de esa personalidad expansiva y de su simpatía, en Alexandra bullía una historia fuerte. Era de Bogotá y había estudiado periodismo mientras criaba su primer hijo. A través de la universidad, justamente, se le presentó la ocasión de hacer un reportaje a unos de los líderes del Ejército de Liberación Nacional (ELN). La guerrilla en aquellos años, dice Alexandra, tenía dirigentes que eran reconocidos como líderes pensadores. Mucha juventud se dejaba seducir por lo que provenía de esos movimientos.
La inteligencia y la preparación para internarse en la montaña y lograr la nota demandó tiempo y paciencia. Subió una vez, subió otra y luego de una de esas expediciones, ya no regresó. No volvió a su casa. Alexandra eligió a unos de los líderes de la guerrilla y el modo de vida, los proyectos, las ideas y todo lo que traía encima enamorarse de un líder guerrillero.
Pasó dos años en la montaña y acompañando a su pareja. Enseñó a leer y a escribir a los guerrilleros analfabetos, fue enfermera y fue madre.
Hasta que no aguanto más.
“Vivir en la selva, moviéndose continuamente por las noches y con una hija, no es para cualquiera”, me dijo.
Alexandra volvió a la ciudad. Volvió con su marido y con su hijo. Pero su vida quedó vibrando en esa cuerda: entre la selva y la ciudad. Eso hasta que perdió a sus dos amores: uno deportado a Estados Unidos con cadena perpetua, y el otro por un cáncer.
La historia me llegó así, como era ella, envuelta en espontaneidad y convertida en emociones. Subiendo y bajando, riéndose de su profunda tristeza y también con un haz de culpa.
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Quedé enganchado en esa red.
Todos los días a las cinco de la mañana ya estábamos preparando un tintico para irnos a nadar al mar con su grupo “Guajira aventura”. Teníamos como meta competir en una carrera de mar abierto que vendría próximamente.
Salir con ella a la calle era muy divertido. Salía con la cara pintada de negro, como las indias wayuu, que para protegerse del potente sol del desierto usan la machuca, un tinte natural que se unta en la cara. Así salía Alexandra: cara negra, vestida toda de blanco, gorra o pañuelo, bolsito tejido multicolor cruzado, montada en su bicicleta.
La conocía todo el pueblo. Desde el gobernador y ministros de la guajira, a banqueros, gente de la cultura o el deporte. Con todos tenía algo que ver, algún proyecto o propuesta les había presentado. En la feria interactuaba con los vendedores y ni hablar con las indígenas wayuu: se le acercaban con sus historias y pesares, hasta le habían regalado un terreno en un asentamiento indígena en las periferias.
Recibíamos el sol nadando y lo despedíamos con unos mates sentados en la arena con los chicos. Con el grupo Guajira Aventura, los fines de semana se armaban bicicleteadas por el desierto en espectaculares senderos de arena recorriendo las rancherías wayuu.
La ¨Loca¨ le decían en Riohacha. Y nos reíamos mucho porque ella me decía que yo estaba más loco que ella. Cuando me presentaba, Alexandra decía: ¨Este es más loco que yo¨ y les contaba algo de mi viaje.
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Una mañana partió la caravana de bicicletas por el interior de la península de la guajira hacia Uribía -capital indígena de Colombia- para leer allí “Cien años de Soledad”: Alexandra, sus cuatro hijos y yo.
No había sido sencillo emprender la aventura: yo me había encargado de poner a punto las bicicletas que teníamos, el equipaje y las provistas. Alexandra había logrado, de aquí y de allá, recursos para el emprendimiento, la estadía completa, la promoción en los medios, la infraestructura y disponibilidad de una radio.
Pedalear por la Guajira no es fácil: te lastima el sol violento del desierto y el viento en contra te puede aflojar más que el ánimo, pero el grupo pasó las adversidades, los “peladitos” como les dicen a los niños en Colombia, tienen una energía inagotable.
Recorrimos unos 100 km en dos días. Llegamos a Uribía con una alegría indescriptible y una especie de caravana de niños nos acompañó hasta los que sería nuestra morada.
Parábamos en la casa parroquial. Yo ya había estado en mi paso por la Guajira, yendo al Cavo de la Vela en la misma casa. Aquella vez había salido por poco huyendo. Es que una noche durmiendo en lo que era mi habitación fui asaltado por uno de los diáconos que hacia sus prácticas en esta parroquia. Entró, prendió la luz y me sacó la sabana. Le pedí que se retirara del mejor modo posible y temprano por la mañana armé mis cosas, saludé a todo el mundo y partí sin hacer comentarios. La vida me trajo nuevamente, pero el tipo ya no estaba.
Una semana de corrido nos llevo leer “Cien años de soledad” en la plaza del pueblo, donde habíamos montado un escenario y transmitíamos en vivo, por una radio local.
Leíamos la novela ocho horas por día. Nos turnábamos, sobre todo con Alexandra y sus hijos, pero también había voluntarios, alumnos de escuela, el que quisiera en realidad. Solo se necesitaba que leyera más o menos bien y de corrido para que los oyentes pudiesen seguir la historia.
Además yo era el encargado de realizar las actividades complementarias que habíamos planeado: talleres de dibujo y pintura y charlas sobre la experiencia de recorrer Sudamérica en bicicleta.
En una hermosa biblioteca municipal fueron pasando los alumnos de las diferentes escuelas, casi todos de la etnia wayuu. Leíamos algún fragmento del libro, en particular donde aparecen dos personajes wayuu Visitación y Cataure, quienes llevan a Rebeca y la peste del insomnio al mítico Macondo. Lo relacionaba con el viaje en bicicleta por Sudamérica que venía realizando y les contaba como la lectura de este libro me había generado el deseo de conocer Colombia y en especial la Guajira.
Ellos, después, dibujaban.
Regresamos a Riohacha y nos faltaba conquistar otra meta: la carrera de natación a mar abierto. Suena increíble pero Alexandra y yo ganamos en nuestras categorías.