-¿Me compra uno?

El pibe anda con una caja apretada al pecho, y adentro de la caja lleva tres cuchillos chuecos pero relucientes, como recién hechos, una manufactura endeble.

Tiene un voceo atropellado pero entendible. Y una edad indefinida: la infancia amoldada a la intemperie a veces produce esa confusión.

Es escaso lo que tiene a la venta, pero pone su mejor cara para convencer; insiste y a veces convence. Menos a esos dos camioneros brasileños que hablan su idioma, ajenos a todo.

El pibe sabe del regateo. Me ofrece uno por tres mil pesos, y dos por cinco mil, aunque cuando ve reticencia, baja el precio. Me convence enseguida, pero sé que esos cuchillos para mí no tendrán utilidad: irán a algún cajón.

El pibe anda con un hombre cincuentón, enfundado el cincuentón en una camiseta azul que  lleva en la espalda una inscripción: “Tetracampeón 2003”. Al lado del cincuentón hay un nene más chico que el pibe de los cuchillos. El más chico tiene una camiseta también, pero distinta: en la espalda tiene un sello inconfundible: “Bud”, dice.

El cincuentón se ofrece de lavaautos. Los tres están en este lugar imposible, una estación de servicio de fin del mundo, árida, seca, desacomodada, sucia.

-¿Son buenos los cuchillos? –le  pregunto al chico que atiende la estación de servicio.

-A veces les salen bien, a veces no –me dice, y me sirve un café aguachento.

Un rato antes había pretendido lo mismo, tomar un café, en un salón en el centro de este pueblo escondido, de fin del camino. Chato el pueblo, desarreglado el pueblo.

La Gloria parecía un buen lugar. Desde una ochava anunciaba, pretensioso: confitería. Entré. Adentro había mesas arrinconadas con sillas patas arriba, y una mujer detrás de un mostradorcito vendiendo bizcochos y facturas. La mujer me cortó en seco, cortés.

-Vaya a la Shell –me recomendó–. Es lo único que hay por aquí.

Ahora estoy en la Shell. El televisor está puesto en MuchMusic, pop, pop, más música pop, y afuera un viento seco se lleva consigo, a la rastra, cualquier atisbo de buen humor. Es primavera pero una primavera al revés: los nubarrones gambetean en el cielo con la misma saña que en un anuncio del peor de los aguaceros.

Este pueblo también está como puesto al revés. Al final de un camino que muestra opulencia: la ruta, premonitoria, está tajeada, ahuellada, mal, pero al costado crece la abundancia.

Los campos extensos, los montes achaparrados, los corrales de vacas, de carneros, de cabras, se quiebran en el horizonte contra esas construcciones pedantes que exhiben una opulencia como de gula.

Armazones de lata, de lata cilíndrica, que miran al cielo, y cuando las latas cilíndricas no son suficientes, en el suelo reptan esos gusanos de nylon que guardan lo que hay que guardar. Las latas cilíndricas y los gusanos de nylon guardan todo eso.

Este pueblo, al final del camino, no guarda mucho.  Está como reseco.

-Acá no hay nada –me dice un tipo que no es local-, no conseguís nada.

No sé qué hago en este pueblo. No sé qué hace la gente en este pueblo.

Soy un forastero. Pero al rato ni eso.

Voy de paso. El pueblo queda ahí.

 

Ricardo Leguizamón

De la Redacción de Entre Ríos Ahora