Con el permiso de mi padre, que no se interesaba mucho por nada más allá de lo que sucedía puertas adentro de su estudio, Isabel me llevó a un médico a los 9 años. No recordaba haber enfermado antes y tampoco me sentía enfermo entonces. Sencillamente, le decía Isabel al hombre calvo y de bigotes militares que me atendió, yo no tenía reacciones normales de un chico de mi edad. No jugaba con nadie, no visitaba amigos, nadie me visitaba a mí y casi no se me oía la voz en la casa.
Ella parecía muy preocupada y yo observaba en la cara del médico un gesto de desconcierto sin premura: me miraba como a un animalito raro, pero después de todo simpático y saludable. Me revisó y me hizo algunas preguntas sobre cosas que me gustaban. Le dije que leía cuentos y revistas, que en la escuela me iba bien y que no tenía amigos porque no me había encontrado ninguno. Cosa que le pareció, después de todo, muy normal.
El consejo fue “cómprele al chico una pelota, así seguro se hace de amigos”. Salimos del doctor e Isabel parecía más tranquila y hasta sonreía, cosa rara en ella. Entonces me compró una pelota de fútbol en una juguetería del centro. Yo iba a pedir una de básquet, pero como no vi ninguna ahí mismo acepté el regalo y me calle la boca.
Tampoco estaba acostumbrado a pedir. Algunos meses después de la muerte de mi madre, papá nos sentó a mi hermano y a mí en el comedor de casa y destruyó uno a uno todos los personajes fantásticos que se encargaban de los regalos, desde el ratón Pérez a Gaspar y el Conejo de Pascuas, no quedó nadie, los fusiló a todos.
Con mi primera pelota, aunque fuera de fútbol, ya estaba en condiciones de probar en un tablero que habían dado de baja en el club y estaba abandonado en la parte de atrás del estadio, donde yo me solía esconder para armar una guarida entre las hojas de un bananero. Pasaba horas ahí, jugando solo, como un náufrago en verdad, que espera ya con una esperanza muy diluida cada vez más habituado a la soledad.
Había observado, algunas veces, como jugaba mi hermano y conocía las reglas elementales que no suponían ningún misterio más que saber mirar, apuntar y en el mejor de los casos acertar. El aro parecía vencido por la fuerza de un orangután que se había estado balanceando en él y al tablero le faltaban algunas lonjas de madera y se veía como una dentadura derrotada por las caries.
Igual yo intentaba, con un método que se me ocurrió lógico: primero me paré a un paso de distancia del aro y ensayé hasta lograr que mi pelota entrara por lo menos diez veces seguidas. Después hice un paso atrás y busqué el mismo resultado, aunque ya me costó más tiempo y esfuerzo. Pasaron por lo menos tres tardes hasta contar diez conversiones en forma seguida, sin técnica alguna, ensayando el modo más cómodo de alcanzar mi propósito. Cuando por fin lo conseguí, me alejé un paso más y la dificultad fue otra vez mayor.
Cosa rara en un chico de mi edad -entre tantas rarezas-, yo tenía paciencia.
Llevaba tres años viviendo de una isla en otra: en eso me parecía a mi padre. Hacía en la escuela lo que debía hacer, sin necesidad de hablar con nadie. Me defendía el aura de abandono, nadie venía a rebuscar en mi silencio, sencillamente porque suponían que así debían quedar, afligidos e indiferentes, los hijos sin madre. Y eso era yo después de todo. En el club, en cambio, ni siquiera necesitaba lidiar con la mirada de conmiseración o las de desprecio. Estaba solo, frente al tablero cariado, con mi bolo de fútbol.
Nada, de cualquier modo, me parecía demasiado real y seguía percibiendo, aún en los días de verano más violentos, una lámina de frío que me alejaba de las cosas. Como si no fuera del todo tangible para mí las imágenes que se precipitaban alrededor, las que iban edificando el mundo que existía entre una isla y otra.
A los 9 años yo podía comprender lo habitual y participar de eso, podía hacer los mandados como si fuera parte del asunto de todos los días, como ir a la escuela o almorzar con mi hermano e Isabel, casi sin hablar, mirando un programa de televisión. Pero todo aquello sucedía por afuera, estaba en una foto o en una seria de cuadritos apretados, como las historietas de D ´Artagnan, aunque en accione más suaves y anodinas.
Pero también podía salir de ese mundo, atravesando el túnel de frondas sujetadas en un entramado verde como de cielo percudido. Podía llegar a mi propia isla y quedarme quieto en el bananero o mirar el aro un buen rato antes de probar, uno, dos, diez, cien tiros. Solo en la isla, me olvidaba de esa distancia helada que me alejaba de aquella realidad sospechosa desde que no podía sentir, rodeándome, los brazos de mi madre.
Llegué a alejarme cinco y hasta seis pasos del aro logrando que mi pelota de fútbol ingresara diez veces seguidas en esa boca inclinada y rota. Podía hacerlo mejor, pensaba, y la concentración era tal que según ella pasó más de diez minutos antes de que advirtiera su presencia.
Hasta que, en rigor, decidió hablarme.
Sos un tubo, flaquito, las metes a todas, me dijo, apoyada contra la pared de revoque carcomido. Yo, que estaba con la mirada fija en el tablero, sentí que esa voz era otro invento mío. Que ella era otro invento mío.
Lo que no entiendo es que juegues al básquet con una pelota de fútbol y lo otro es que hagas como que no existo, ey, flaquito acá. Era morocha, alta, como una cabeza y media por encima mío y abrazaba una pelota anaranjada muy parecida a la que tenía mi hermano. Cuando la miré a los ojos, ella se presentó. Daniela fue lo único que escuché en la confusión, porque ella hablaba pero yo no podía saber todavía qué estaba haciendo en ese lugar donde no llegaba nadie. Probá con esta, fue la frase siguiente que alcancé a comprender, menos por su voz que por el sentido: me tiró la pelota naranja y yo alcancé a agarrarla antes de que me golpeara en el pecho. Dale, a ver si la metés igual con una en serio.
Y yo que no entendía nada de lo que sucedía, no hice más que obedecer, que era lo que sabía hacer cuando no entendía nada.
Sin variaciones en su trayecto prácticamente la pelota entró en el aro 13 veces seguidas, hasta que ella me frenó. Pará, andá un poco más atrás, ¿a ver ahora? Entró ocho veces seguidas, después erré. Ella parecía asombrada, me aplaudía. Y yo sentía que me desmayaba por el ruido de sus manos al golpear, por su mirada directa a mis ojos, por la naturalidad y firmeza con la que me hablaba. Me quedé mirándola sin saber qué hacer cuando Daniela agarró el bolo y dijo: con esto ya está bien, ahora vamos a la cancha.
Ensayé una negativa e incluso sentí que involuntariamente mis brazos se volvían rígidos, que no podía mover los pies por más que lo intentara. Pero ella me abrazó o más bien me pasó el brazo por encima de los hombros y me llevó a la cancha hablándome de un jugador del club que, decía, tenía un tiro muy parecido al mío.
El tipo es un tubo, como vos, pero más grande, juega en Primera, vos seguro le imitaste el tiro al él y ni te diste cuenta, decía. Pero yo no sabía de quién ni de qué me hablaba. Lo que me salió preguntar en ese momento, lo único que se me ocurrió fue ¿y qué es ser un tubo?
Daniela se rió con ganas. Sos un marciano nene, vos ¿eh?, un marciano, me dijo. Y yo sentí que era lo más dulce que había escuchado alguna vez, o por ahí fue que me animé a mirarla a los ojos o tal vez su mano apoyada en mi hombro, casi como un abrazo.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.