El Ballet del Teatro Colón lleva a escena nuevamente –y es un muy feliz acontecimiento– la producción de Onegin, de John Cranko, una de las obras neoclásicas más bellas del siglo XX. El estreno original se produjo en 1965 en el Ballet de Stuttgart, que Cranko dirigía, y desde entonces la obra ha ingresado en el repertorio de muchas de las grandes compañías de ballet del mundo.

John Cranko (1927-1973) se había inspirado en la trama de la novela en verso Eugenio Onegin, del escritor y poeta ruso Alexander Pushkin. Su argumento es el siguiente: la joven Tatiana –introspectiva, sensible y amante de los libros– pertenece a una familia acomodada de provincias a cuya casa llega el enigmático Onegin, un dandy petesburgués que acompaña a su amigo el poeta Lensky; la hermana de Tatiana, Olga, es la novia de Lensky y quien desencadena involuntariamente un vuelco dramático en esta historia.

Tatiana se enamora de Onegin, pero es rechazada por él fríamente. Cuando se reencuentran de manera casual años más tarde, Tatiana está ya casada con el príncipe Gremin. Onegin, ahora sí enamorado, le ruega que huya con él pero es demasiado tarde.

Ciro Mansilla, bailarín argentino que integra el Ballet de Stuttgart desde 2018, hará en este estreno, por segunda vez en su vida, el rol de Onegin. Desde su primera formación en la Escuela de Danza, Teatro y Música de Paraná, ciudad en la que nació, su destino lo llevó a Buenos Aires, luego a Montevideo y finalmente a Stuttgart, donde vive desde hace ocho años.

Cuenta: “En 2010, vivía en Paraná y recibí una beca para un curso de verano en Buenos Aires por parte de la Asociación Arte y Cultura. Un año después, ingresé al Instituto del Colón, pero ya estaba trabajando en el Ballet Metropolitano de Leonardo Reale; hacíamos muchas funciones y giras, así que abandoné el Colón luego de dos años. El Ballet Metropolitano me dio mucha experiencia escénica gracias a la cantidad de presentaciones que teníamos. El hecho de estar permanentemente en el escenario te permite resolver ese tipo de cosas imprevistas que pueden aparecer en cualquier función».

–¿Y luego?

–Cuando cumplí 19 años entré al Ballet del Sodre de Montevideo; era la época en que lo dirigía Julio Bocca. Me fui al mismo tiempo que Julio dejaba la dirección, aunque yo no pensaba abandonar la compañía. Pero en aquel momento Marcia Haydée [enorme artista de la danza y también musa de Cranko] sugirió –un poco imperativamente– que se me eligiera para el papel de Onegin en el estreno del Ballet del Sodre. Con esto rompí dos récords: soy el bailarín más joven que haya interpretado el rol y el único artista argentino, según el Libro de Oro de Onegin, en haber asumido ese personaje.

–¿Cómo llegaste al Ballet de Stuttgart?

–Estábamos de gira por España y decidí quedarme unos días más en Europa. Me había hecho fanático de Cranko y quería viajar a Stuttgart para tomar tres días de clases junto con la compañía, conocer la ciudad y volverme. El primer día me saludó el nuevo director del Ballet: aparentemente Marcia le había hablado de mí. Al día siguiente fue a una clase a verme trabajar y al terminar me presentó un contrato ya preparado para mí: “Tenés algo que aún no sabemos qué es pero nos encanta y lo queremos aquí”. Eso fue en noviembre de 2018. Entré como cuerpo de baile y un mes después me ascendieron a la categoría de bailarín solista. Llevo ya ocho años en la compañía.

 

Recorrido artístico

–¿La danza fue en vos una vocación temprana?

–Sí y no. Mi madre es maestra de danzas tribales, árabes y balcánicas, desde que tenía 15 años. Es más, bailó hasta el día anterior a que yo naciera y la partera, viendo que yo salía con mi brazo cruzado sobre la frente, dijo: «Este nene viene bailando».

–¿Tu mamá te condujo hacia la danza?

–Fuimos una familia pobre y ella, cuando no tenía con quién dejarnos, nos llevaba a sus clases; era divertido, nos movíamos entre los alumnos, jugábamos. Hasta que me cansé y empecé a hacer otras cosas: artes marciales, fútbol, coro, básquet, gimnasia artística. Después de seis meses, me aburría y dejaba.

–¿Hasta que llegaste al ballet?

–Sí, gracias a un amigo de mi mamá. Ella tenía una particularidad: en cada nueva disciplina que yo emprendía, me veía como un triunfador; en fútbol, el futuro Maradona; en básquet, Ginobili; en canto, Pavarotti. En todo, salvo en ballet: “En pocos meses, abandona”.

–Y no fue así.

 

–Al terminar mi primera clase no sentí que había encontrado un lugar propio, sino que había vuelto a mi casa.

–¿Cómo te encuentra hoy este Onegin, un personaje con tantas facetas, si lo comparás con el de casi diez años atrás?

–Me gusta mucho, como bailarín, narrar historias. En Cranko encontré la unión de mis dos pasiones: bailar –y su danza es preciosa– y contar una historia. La primera vez sentía mucho miedo y leía la novela de Pushkin una y otra vez: pero el desafío me encantó. Ahora tengo una experiencia de vida que puedo volcar en el rol y mucha más técnica que hace diez años. Se trabaja duramente en el Ballet de Stuttgart: los alemanes, por suerte, no tienen paciencia ni piedad. Bueno, paciencia sí, piedad no.

–¿Cómo elaborás un personaje que atraviesa tantas instancias diferentes? No es lo mismo que un actor, que se expresa con palabras.

–Onegin tiene una dinámica en sus movimientos que lo hace muy distinto de otros personajes masculinos del ballet. Es un tipo adinerado, refinado, elegante, mundano y al que la vida le pesa; tiene todo pero nada lo estimula ni lo emociona. Rechaza a Tatiana porque no entiende cómo es ella.

–¿Y vos?

–Lo opuesto. No soy un seductor, no me gusta estar rodeado de gente, prefiero quedarme en mi casa leyendo. Soy mucho más parecido a Tatiana que a Onegin. Pero intento rastrear en mi vida situaciones, fracciones de momentos en los que aparecieron sentimientos por los que atraviesa este personaje. Y cuando lo siento en mi cuerpo, puedo interpretarlo.

–Hablás con cariño de tu pertenencia al Ballet de Stuttgart. ¿Es la compañía a la que querés seguir perteneciendo?

–Es mi compañía favorita y nunca imaginé que llegaría a entrar en ella cuando simplemente fui a conocerla. Es como si alguien que es sólo hincha del Barcelona de repente lo contratan para jugar ahí. Ahora tengo mi vida armada en esa ciudad, que me encanta, aunque creo que soy la única persona que conozco que le gusta vivir en Stuttgart. Tiene vida nocturna, grandes teatros, grandes museos, pero es una ciudad pequeña, sin esa locura que podés encontrar en Berlín, París o Buenos Aires. Justo para mí.

 

 

Fuente: Clarín