Juan Carlos Maturana Figueroa mira la cúpula de una construcción antigua en Alameda y Santa Fe. “Yo tendría que tener mi atelier allí, qué hermosura, eso sí, regalaría el techo y lo cubriría con vidrio. No sé por qué la gente se esconde del sol”, dice.

Tiene 61 años, es de Santiago de Chile y está de pasada en Paraná, en una especia de paréntesis, con idea y vuelta a Porto Alegre.

Es un señor de cabello entre cano y gris, con bigotes llovidos. Habla a ráfagas arremolinadas y la historia se va tejiendo debajo, en caminos que se alejan y se acercan, sin que se puedan advertir todos los cruces y los sentidos. Pero ahí están, en pleno viaje, buscando respuesta a la pregunta de siempre: ¿Qué cosa veníamos a hacer por aquí?

Es zapatero artesano itinerante. Así lo define. Y su especialidad son las chalupas. Y las chalupas son tan específicas, tan a medida, tan especiales, que tienen que calzar perfecto para que desde esa comodidad y ese asombro, se produzca el comienzo de lo que vendrá en un escenario o en una esquina: es como una tierra lujosa para las raíces de la magia.

Juan Carlos Maturana Figueroa hace zapatos para payasos: chalupas. Esos calzados con puntas redondeadas o larguísimas, con colores o motivos, con una visibilidad y una presencia que no tienen ningún otro zapato en el mundo. Sólo las chalupas que calzan los payasos. Donde comienza el encanto, con una expresión gigante.

“El ser humano, en general, no se da cuenta que por 80 años pisa sobre los mismos pies, no le da importancia, en los cuadros antiguos casi no se veían los zapatos. Pero es un artículo de primera necesidad”. El trabajo que realiza, piensa él, apunta a lograr que el artista proyecte su obra en plenitud y que la gente lo vea en toda su dimensión. Maturana se empeña en su tarea pensando en el payaso, pero especialmente en los niños que verán al payaso.
Le gustaría montar una casa rodante y viajar con los circos haciendo los zapatos que los payasos necesitan. Le gustaría filmar la experiencia. Pero por ahora va y viene. Trabaja en soledad, se cruza con artistas, se entera de lo que quieren. Cuando Juan Carlos llega a algún lugar, los payasos aprovechan la ocasión para otro estreno y así lucir zapatos nuevos.

Ha trabajado para muchos circos en ese trajín trashumante. Hace poco nomás renovaba unos 12 pares en uno de los grandes de la actividad circense, el Tihany, en Porto Alegre, y antes lo había hecho con unos nueve pares para el circo Portugal.

“No tengo competencia”, dice sin arrogarse exclusividad, sino más bien porque es estrictamente así. “Sé dé un señor en Brasil que hace chalupas y otro en Buenos Aires, pero en el medio hay mucho espacio, ¿no?”, se ríe. Habla de precios también: “Yo vendo casi al costo, porque en los viajes consigo a buen precio los materiales”. Refiere a cuero, goma, costuras, detalles. En un día, con los artículos necesarios, Juan Carlos hace un par de chalupas.

Se ve y define artesano, pero en función del hecho artístico. “Participar en eso te hace bien, haces algo que está mejorando la salud de la gente”, dice y refiere a la risa. A formar parte, también, de la sutil organización de sentidos que se ofrece al encuentro con el niño, con su asombro, con su risa, con el viaje a un recuerdo feliz que también lo constituya.

Juan Carlos nació en Santiago de Chile. Creció en el barrio de Ñuñoa, “uno de los más bonitos que hay en Santiago, más cerca de la cordillera”. Su padre era empleado público, su madre fue y es ama de casa. “Siempre me gustó la música, la danza y las artes, increíblemente llegue al escenario con los zapatos”, se ríe.

A través del empleo en el taller de un amigo comenzó a aprender el oficio. Justamente en el taller le encomendaban piezas y tareas para el teatro municipal en Santiago. Juan Carlos comenzó a hacer zapatos para ópera y ballet. Descubrir la transformación de los actores y participar de ese sortilegio le cambió la vida. También trabajó para teleseries y publicidad, pero se deslumbró con el circo y con la posibilidad de viajar y hacer esas chalupas que se construyen para que los artistas sean realmente distintos ante los ojos de los niños.

Se fue de Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet, trabajó en la vendimia en Mendoza. Volvió y partió otra vez. Hizo, dice, el clásico recorrido que va de Chile a Perú, de allí a Bolivia y finalmente a Brasil.

Hace unos tres años se quedó unos días en Paraná, en parte, porque escuchó una frase que le pareció encantadora. “Me dijeron que es el pueblo que no quiso ser ciudad”. Le gustan las calles y las casas. Le gusta que se respete la pausa de la siesta y le gusta la gente que ha conocido aquí, como Chena, Rulo, Musa, Cleto, algunos de sus payasos amigos.

Maturana es creyente y cree que hay un camino a Dios a través de la sonrisa de un niño. Y cree en el arte, además. Lo imagina como un paraguas que te protege y te acompaña, porque piensa que después de tantas cosas y tanta urgencia, al final, lo que no se ve es que la gente se pregunte, a caso, qué cosa hacemos aquí.

¿Y usted, tiene una hipótesis al respecto?, le pregunto.

“No aún –dice el artesano–, pero Dios va a tener la belleza de enseñarme y eso va a ser muy interesante”.

 

 

Julián Stoppello

De la Redacción de Entre Ríos Ahora