Hace un millón de años, durante la pandemia de coronavirus -esa peste que convertiría a la sociedad en un dulce montón de personas buenísimas y solidarias, pero que no, que nada de todo eso, todo lo contrario- el chiste era fisgonear al otro: ver qué hacía, qué no hacía, si salía a la calle, si rompía el encierro, si se cruzaba al kiosco sin permiso y sin barbijo, y denunciar.

Ahora no hay peste, pero hay cierto encono, un ruido a malestar, mucho enojo, poquísima paciencia, nada de empatía.

El otro hace rato que dejó de ser la patria: hay un individualismo que abruma.

La vida solidaria dejó lugar a la vida instagrameable: se scrollea para ver paisajes bonitos, gente luminosa, casas de decoración, cocinas impolutas, baños ídem, se compite para ver quién la tiene más grande.

Hay una tendencia a ensimismarse con el celular en la mano. No se levanta la vista, no se mira a los costados, no se pispea al otro: no hay un otro.

El otro no es la patria. El otro es un paria.

Y no está en Instagram.

Peor para él.

Algo de eso sucede con las personas en situación de calle, que cada vez son más en Paraná. Están ahí, en ese zaguán, en la cochera de ese edificio, en las escalinatas del palacio episcopal, en el cajero del banco, acostados en un banco de plaza, guarecidos en los ingresos a las torres del centro.

No tienen un lugar. Su lugar es la ciudad.

Se han mimetizado con el banco de hormigón de la plaza, con el piso duro de las veredas de calle 25 de Mayo, pero sus ranchadas ad hoc están invisibilizadas: la gente tuerce el rumbo y cruza por la otra vereda, rodea la manzana, se tapa la nariz, cierra los ojos.

No se ven, no están. Acá, no.

Son feos, sucios, malos.

Hay una mujer que asea su espacio cerca de la Catedral. Pero no importa: son feos, son sucios, son malos.

Tienen vidas estragadas, aprendieron bien temprano de qué va el abandono, conviven malamente con consumos diversos, y hacen lo que pueden, pueden poco, y su rutina empieza y termina en ocupar lugares.

Pero que ocupen el lugar ajeno. No aquí.

Que se hagan cargo, que se los lleven, que los bañen, que los encierren.

Acá, en esta vereda, no: esta vereda es mía.

En un edificio de calle Corrientes han puesto unas estrucuras triangulares de hierro, una al lado de la otra, a modo de defensa, o línea de exclusión, o de muro, o de línea de frontera: esos triángulos están ubicados así para excluir: en ese lugar dormían personas en situación de calle.

Ahora no.

La pandemia del individualismo, la vida instagrameable es así, es esto: en ningún reel cabe alguien feo, sucio, malo.

Se jodió el frente de mármol del edificio, diseñado por un arquitecto con gusto amarrete, pero ya no está esa gente fea, sucia, mala.

 

Ricardo Leguizamón

De la Redación de Entre Ríos Ahora