Por Julián Stoppello
En lo de Geuna todo era lento y en penumbras. Evitaba prender la luz hasta que oscureciera para ahorrar energía y uno ni siquiera podía adivinar qué había en los escaparates detrás del almacenero. Casi siempre estaba acompañado de un parroquiano que tomaba vino, sentado sobre unos cajones con botellas vacías. El lugar era chico y se empequeñecía aún más por la acumulación de cajas de galletitas a los lados.
A veces, cuando Geuna se iba al baño, había que esperar en presencia de su hermana, una mujer que estaba en regreso a la tierra transformándose antes en semilla, con una barbilla llena de pelos como pequeñas raíces y unos ojos oscuros y malditos. Ella vigilaba mientras Geuna hacía lo suyo. Había otra hermana en la familia, pero estaba confinada al balcón, desde donde saludaba como una princesa, amable y despreocupada, con un rodete en la cabeza y un ramito de flores en la mano.
Difícilmente uno podía cruzarse con la familia Geuna en las calles del barrio, como si solo existieran detrás de esas paredes viejas. El contacto directo y cenital con la luz los desvestía de realidad, los borraba del mapa.
Raquel si andaba por el barrio, con unos jeans apretados y camisas estampadas con flores de colores vivos, más que vivos chillones. El pelo negro y espeso caía sobre sus hombros y su espalda, enmarcando una boca de labios agresivamente redondeados, dientes muy blancos y los ojos más extraños que se hayan visto en la calle de los plátanos. No sabría decir de qué color tenía los ojos Raquel, pero su mirada era lila.
Cuando ella atravesaba la puerta vaivén del almacén de Geuna, el aire con olor a fiambre y café del interior, se replegaba hasta el olvido, derrotado por el perfume dulce de Raquel: hasta la penumbra se disolvía ante las flores refulgentes de sus camisas y su boca terriblemente roja.
Su poder era interrumpir el tiempo en el almacén, detenerlo y echarlo a andar cuando por fin se decidiera a decir palabra. Al ingreso de Raquel, Geuna dejaba de envolver los huevos en papel de diario o de anotar en alguna de las libretas. Lo que fuera que estuviera haciendo quedaba en suspenso, como si un latigazo helado en la espalda lo paralizara.
“Hola Geuna, buen día”, decía finalmente Raquel y todo volvía a andar más o menos como antes, pero solo más o menos, porque Geuna comenzaba a transpirar y sus manos siempre tan precisas perdían la memoria y se volvían torpes y peligrosas hasta propiciar el corte de un dedo en la fiambrera.
Raquel era enfermera en pleno ejercicio y conocía todos los traseros del barrio. Ella aplicaba las inyecciones prescriptas por los médicos y algunas no prescriptas también siempre que sirvieran para aliviar algún dolor. Estaba dispuesta full time para ofrecer su trabajo, incluso sin cobrar un centavo. Yo recordaba haberla visto en casa y ella me dijo que había sido muy amiga de mi madre, que la había cuidado e inyectado decenas de calmantes cuando se doblaba del dolor en su cama, sin que nadie descubriera el origen del sufrimiento. Raquel la había acompañado noches enteras y cuando la sedación hacía efecto la había entretenido narrando en detalles las historias de sus relaciones ocultas, más o menos ocultas o esas que se comentaban con detalles por el barrio.
Con Geuna nada había sido sencillo.
El hombre estaba directamente enloquecido por Raquel, pero no lo suficiente para vencer el odio mayúsculo que le dispensaba su hermana, la Semilla, a esa mujer.
Un odio nacido en el rechazo a la figura refulgente de Raquel, a su modo de caminar, a sus camisas de talle justo, con un botón desprendido a presión por lo pechos altivos, donde se deslizaban todas las miradas, hasta que ella pasara, con esos jean ajustados que le marcaban perfectamente el siguiente foco de atención en su andar.
El almacenero bajaba las persianas metálicas del boliche, se daba un baño rápido en el departamento donde convivía con sus dos hermanas, en el segundo piso de la casona donde funcionaba el negocio y con la excusa de pasar por el club a tomar un vermut y hacer algunas partidas de dominó, paraba hasta las nueve y media de la noche en lo de Raquel.
Las visitas frecuentes de Geuna perduraron hasta que la Semilla se dio por enterada. Entonces sus palabras sonaron a sentencia: “Vos te vas hoy con esa puta y no volvés nunca más a entrar a esta casa”. Geuna supo en ese momento que todo lo que podía hacer resultaría inútil y las palabras se le durmieron en la lengua: no podía negarlo, no tenía sentido defender nada ante ella y sabía, perfectamente, que su hermana podía dejarlo en la calle sin más.
Pensó en matarla, me dijo Raquel, mostrándome las anotaciones temblorosas de Geuna en una libreta del almacén. “Mi amor, la única que me queda es matar a esta vieja maldita y creo que ya se como. No dejes de venir a verme. Tuyo”. Decía el escrito.
Raquel no se alarmó por las notas al pie en las compras a Geuna. No lo creía capaz y su desilusión era semejante a una mancha de humedad que arde en las sábanas del candor, primero de modo casi imperceptible, luego ferozmente hasta inutilizarlas. Ya había tenido suficiente, eso sentía y en vez de enlutarse en la espera o la amargura, experimentaba un cierto rencor que devolvía con tenue sensación de revancha en cuotas, visitándolo a diario para hacer las compras, espléndida en sus camisas floreadas, como si nada hubiera pasado. Nada de nada.
Lo que siguió fue la escritura diaria y nerviosa por parte de Geuna, de sus planes de liberación, en una letra apurada y casi ilegible.
“Ya se como: voy a dejar en corto el toma corriente y voy a pedirle que enchufe la heladera”. Otra más: “Si por accidente, se rompe uno de los pies de madera que sostiene la fiambrera, le quiebra la nuca al caer”. Otra: “Cada vez más cajas de cartón de galletitas reemplazan las antiguas de metal creo que el fuego se encenderá pronto!”
Geuna, pensó Raquel, estaba rematadamente loco de odio y entonces sí sintió miedo y sencillamente dejó de ir.
El incendio del almacén sucedió unos años después y conmocionó el barrio. Fue producto de un cortocircuito en una red eléctrica vetusta y humedecida luego de una tormenta de verano, en una casa llena de filtraciones. Geuna falleció intentando salvar a su hermana menor, la gentil mujer del rodete y el ramito de flores; la otra hermana, ya había salido por sus propios medios del desastre, ilesa e inmortal.