Por Pablo Álvarez Miorelli (*)

 

 

El acto educativo, como forma de producción y transmisión de conocimientos, encuentra en la escuela el modo de constituirse. Digamos que está en la escuela la intencionalidad de educar, de transformar, de conservar, de generar algo en un otro en situación de cierto “tutelaje”, mediante determinados aprendizajes, que se suponen son validados por la sociedad, como mandato cultural, como necesidad que la escuela debe cumplir, y en esta idea es que el Estado se erige como mandante y garante de esa condición social del acto educativo.

Dicho así, se resume que la escuela es en definitiva la institución que regula la educación de los pueblos, y por la tanto el alcance de su función es inconmensurable. Sin embargo, se está instalando la idea de que la escuela tiene límites, los fijados por las puertas y bordes edilicios. Por caso, hace unos pocos días, en un establecimiento educativo de la ciudad de Paraná, se da una situación de violencia donde un estudiante resulta herido. Ante esto, circula por las notas periodísticas en voz de sus autoridades el señalamiento de que el problema es ajeno a la escuela. “Este conflicto que se dio afuera, fue trasladado a nuestra institución educativa”, lo que en cierto modo es verdad.

La escuela termina siendo el ámbito donde estallan las violencias, así como ocurre en otros ámbitos. No hay violencia escolar, hay violencias en la escuela que no es lo mismo. No obstante, la escuela no puede dejar de lado los motivos que originan estas violencias, sabiendo la vulnerabilidad a la que se somete o expone a niños, niñas y adolescentes. Es obvio lo que ocurre, falta de empleo, familias poco referenciales, narcotráfico, vacío existencial, instituciones que marcan límites a los conflictos, “pasó afuera”, y asumirlo así, como verdad plena y como hechos exógenos a la escuela, es negar el rol de la educación, es negar el acto esencialmente ontológico y político que da sentido a la escuela y a la educación, en función de que se educa para un futuro, para una lejanía que se hace presente, y que por lo tanto no tiene límites.

El estudiante que está en el establecimiento, siente, piensa, sufre, se emociona, padece, y eso en vinculo con otros espacios, con otros tiempos, que como parte de un sistema también tienen responsabilidad en la formación, a los que la escuela debería atender desde lo pedagógico, y poniendo en evidencia que ese estudiante es un sujeto de derechos, un otro que se torna ya no proyecto, sino actor fundamental de la escuela, y que en la violencia tiene intrínsecamente sus porqués. Esta interpelación anula la expulsión como forma pedagógica y nos desafía o por lo menos interpela a la escuela a revisar sus prácticas: nadie es violento porque sí.

Escuchaba con estupor y profunda amargura a una funcionaria educativa decir “tengo que cuidar la integridad de todos los alumnos y no se volverá a recibir al agresor en el establecimiento educativo”

¿El “agresor”, entonces, quedará afuera, y qué hacemos los adultos, las instituciones, desde qué lugar nos ponemos en figura de selectores de los que quedan dentro y los que no volverán? ¿Qué lugar pensamos para quien no será recibido en nombre del “yo tengo que cuidar”?

Cuando si hilamos fino, también es violento que no se atiendan las trayectorias reales de los estudiantes, de que la vida no es sólo el sedentarismo escolar, casi como una especie de robotizante homogeneidad de la quietud, donde el que incomoda, el que sacude, el que transgrede queda afuera, y no estoy justificando la agresión, que al decir de Mario Benedetti “la agresión porque si duele mucho”, y es ese dolor el que rompe lo esencialmente humano: los vínculos, la cercanía con el otro, ante el dolor la escuela decide echar, no volver a recibir.

¿Alguna vez lo recibió, o solo fue una estadía formal, en este hacer como si, en que se está transformando la escuela? Es realmente atemorizante ver en los comentarios, en los medios que publicaron la noticia del hecho, pidiendo mano dura, castigo, muerte, segregación, y otras tantas con sed de sangre, en tono con el discurso de la funcionaria que dirige la escuela, que expresa que el agresor no volverá a ser recibido, ¿entonces para qué está la escuela, si no es para reconstituir los vínculos, fortalecer lo colectivo, yendo más allá del aula?, la escuela que transforma en potencial las debilidades, la que se replantea sus prácticas y desafía al mundo real, aquel que tiene en su vorágine de violencias a niños, niñas  y adolescentes que nos están diciendo a gritos que así las cosas no funcionan. Creo profundamente en los jóvenes, creo profundamente en la escuela que transforma, en la escuela que tuerce destinos.

Otra escuela


En estos días de entrega de libretas de calificaciones, me tocó en un trabajo colectivo, poner el cuerpo a esto de ser docente, transitando otra escuela, una escuela donde hubo encuentro cara a cara con familias y estudiantes en la escuela con sus docentes en  distintas funciones, directora, asesoras pedagógicas, profesores y profesoras de las diferentes cátedras, coordinadores de áreas, encuentros para fijar metas, de acordar, de exigir, de hacer visibles las problemáticas que atraviesan nuestros niños y jóvenes, y como un axioma, sostener que mientras estén esos docentes no se dejará a ningún estudiante afuera, la contracara de pensar la escuela y los actos educativos, entre la escuela inclusiva y la escuela que excluye.

¿Cuál es el límite de la escuela?

La utopía es el límite, la utopía de construir un mundo más justo, y como diría Eduardo Galeano, para qué sirven las utopías, si la utopía es como el horizonte, si camino diez pasos y el horizonte, la utopía, se corre diez pasos más allá, entonces para qué sirven las utopías, para avanzar para eso sirven. Aunque parezca una utopía, la escuela no tiene límites, al menos la escuela inclusiva, la que asume las problemáticas del mundo, las transforma, las debate, o por lo menos hace el intento. La escuela que entiende, En palabras de Benedetti, que las heridas se cierran. Que las puertas no deben cerrarse. Que la mayor puerta es el afecto. Que los afectos nos definen, creo profundamente en los jóvenes, y en la escuela que incluye ¿Cuál es el límite de la escuela? La utopía.

 

 

 

 

(*) Docente.