Estoy seguro de que nunca le reprochamos al Pájaro Heredia su torpeza para jugar al fútbol. No lo hicimos ni siquiera cuando teníamos toda la razón del mundo, por ejemplo, después de su segundo gol en contra durante aquel partido contra el equipo del Polaco Lenti y Oscarcito Amaya. Sí, bien digo, su segundo gol en contra: el primero con el pie y el otro de cabeza. Una verdadera bestia.

Pero nosotros sabíamos cuales eran los peligros de tenerlo en cancha y le buscábamos la vuelta para ubicarlo en el sector donde molestara menos. Eso estaba relacionado directamente con las características del rival y sus puntos débiles, pero en general lo dejábamos defendiendo el lateral menos utilizado por el adversario y punto.

Ahí quedaba el Pájaro.

Además de su falta total de talento y velocidad, tenía lo que Martín Altuna llamaba una atroz incomunicación entre la mente y las piernas, lo que daba como resultado un accionar carente de lógica y coordinación. A eso se le sumaba su escasa actitud para pelear la pelota y su detestable despreocupación por el resultado del partido.

Más allá de sus limitaciones, el Pájaro Heredia disfrutaba del fútbol, lo hacía como jugador, simple admirador del talento ajeno y, sobre todo, organizador de las reuniones posteriores al encuentro. Por esa razón, hasta que los sueños empezaron a repetirse como desgracias, nunca le habíamos escuchado un lamento por su incapacidad para jugar a la pelota o algo por el estilo.

Fue un sábado antes de un picado que lo vimos llegar arruinado, con los ojos quebrados por gruesas líneas rojas que hacían de su mirada el anuncio de un mal, de un dolor, de un ocaso. Pensamos, en primer lugar, en una resaca rebelde e incluso se lo recriminamos sin demasiada energía y el Pájaro no desmintió nada. Sin embargo al rato se me arrimó y me dijo bajito: “Tuve un sueño horrible Sergio, pero feo en serio”. No me contó más porque ya empezaba el partido y se fue a su puesto de marcador lateral izquierdo. Ganamos dos a cero esa tarde y el Pájaro ni si quiera organizó los festejos, desapareció como una sombra apurada por la oscuridad a penas terminó el fútbol. No supe nada de él, ni tampoco me hice mucho problema, hasta que Martín Altuna pasó por casa para contarme el drama que se desataba en los sueños del Pájaro Heredia.

Habían empezado, como suele ocurrir con las pesadillas, un domingo, después de Fútbol de Primera. En el sueño, Heredia tenía la pelota dominada en mitad de una cancha desconocida, levantaba la cabeza para mirar el campo y veía todo con la claridad y la simpleza de la tabla del uno. De repente poseía el don, únicamente concedido a los genios, de percibir la jugada un segundo antes y movido por ese instinto inexplicable, su pierna derecha sacaba un disparo muy alto y preciso que dejaba inmóvil al arquero y mudo al estadio. La pelota cortaba el viento y quemaba la red como una piedra filosa. ¡Golazo!

Los sueños eran nítidos, perfectos y se repetían cada noche, mejorados. En cada uno de ellos el Pájaro podía sentir en la piel el latido orgulloso de la pelota, esconderla de los rivales y hacerla aparecer como un mago experto, inefable.

En esas noches, Heredia inventaba jugadas extraordinarias con mejores finales y superaba rivales como si fueran estatuas de yeso. Pero cuando el estadio se oscurecía y se dormía el sueño, amanecía con una tristeza profunda y desolada que le perforaba el pecho.

El Pájaro gastaba entonces todas las horas de sus días de angustia probando la pelota, intentando recordar cómo lo hacía en esa cancha desconocida. Pasaba las tardes tratando de dominar el bolo, que nunca regresaba dócil al pie y rebotaba sin sentido como una burla.

Después de semanas de mal dormir, entre los sobresaltos de las jugadas increíbles, que traían goles de corner y de chilena, tacos sutiles y pases perfectos, Heredia pasó dos noches de vigilia para impedir que el sueño insista una vez más con mostrarle todo lo que él nunca iba a poder hacer en su vida.

La falta de descanso lleva a la locura, leyó en algún lado Martín Altuna y frente a ese peligro se le ocurrieron un par de alternativas: la primera fue una visita a Consuelo, una fulana, que según decían en el barrio, podía soldar lastimaduras profundas y aniquilar las pesadillas más oscuras en una sola noche. Pero el Pájaro no quiso saber nada con Consuelo y también rechazó una generosa invitación de nuestra parte para emborrachar o por lo menos dormir a sus fantasmas. Ni que hablar que le escapaba al fútbol como a una peste. No encontrábamos una oferta tentadora para sacarlo de ese estado de confusión y tristeza que le provocaba el sueño o la vigilia, la comparación odiosa con la realidad o la tortuosa espera de una aparición de talento milagrosa.

Las cosas cambiaron, por decirlo así, un sábado rojizo y húmedo mientras jugábamos el picado de rigor y el cielo se rompió como una fuente de vidrio.

El Pájaro Heredia merodeaba por ahí como un sonámbulo cuando se largó el chaparrón. No quería jugar, pero miraba, miraba y sufría. En medio del escándalo de la lluvia Martín Altuna le pegó el grito y el Pájaro se arrimó desconfiado.

La cancha era un gran charco indescifrable y la pelota no hacía otra cosa que escupir barro. No lo vi entrar y recién lo alcancé a reconocer cuando en el enredo de mitad de cancha salió solito con el bolo rumbo al arco rival. Llevaba la pelota con la torpeza de siempre, pero en el desorden del barro nadie logró alcanzarlo. Cuando el arquero salió, el Pájaro cerró los ojos, no se si para ver la imagen que aparecía en el sueño o para juntar fuerza, pero le pegó con la punta de la zapatilla y el bolo se disparó alto y se hizo lugar entre el palo derecho y el travesaño. El Pájaro Heredia salió corriendo y desapareció en la esquina. Yo no alcancé a oír si gritó el gol o se le quedó trabado en la garganta.

Un par de días después me contó que se fue a caminar al centro hasta que paró la lluvia. Me dijo que esa noche tampoco quería irse a dormir porque tenía miedo de que todo, el fútbol, ese gol y los amigos, hayan sido parte de otra trampa de sus sueños.

 

Julián Stoppello