Por Luján Pintos (*)

El catolicismo es un Estado, y ha construido su poder por la fuerza, en su alianza con otros Estados. El evangelismo, paciente y minucioso, lo ha construido mediante un trabajo territorial sutil pero incisivo.

En el primer caso, vemos cada vez menos soldados pero aún con mucho poder institucional. En el segundo, el poder principal reside en haber reclutado miles de soldados dispuestos a empuñar la espada por Cristo. Y lo han hecho ahí donde nuestra política clásica solo va a tirar migajas para sembrar su campo electoral.

Estos cultos no se están metiendo en política ahora: siempre hicieron política. Y les permitimos hacerla cada vez que nuestro partido progre y popular negoció con ellos para posicionarse en las masas. Cada vez que elegimos aceptar un bolsón de comida de la Iglesia para tapar una urgencia funcional que nunca termina, sin enseñar a producir el propio alimento en autonomía comunitaria. Ninguno de los pactos con el poder religioso ha sido gratuito.

Por eso es urgente que empecemos a pensar el laicismo mucho más allá de lo institucional. Necesitamos una cultura laica.

Es urgente que el laicismo sea un eje en nuestras prácticas individuales cotidianas.

No importa qué tanto creamos haber abortado los dogmas religiosos que rechazamos. Tenemos que entender que la religión existe como estrategia política desde siempre, que es mucho más que un puño de ideas místicas a desterrar o a mantener en el ámbito privado. La religión es una forma de pensar, una forma de analizar las cosas, es una configuración muy específica de nuestro razonamiento.

Existe para preparar el terreno, para disponer las condiciones necesarias que los sistemas que repudiamos necesitan para instalarse y ser sostenidos masivamente, incluso por quienes se consideran en contra de esos sistemas.

La religión construye identidades sumisas, subjetividades inhibidas que se resignan a su contexto por culpa o por meritocracia. La religión ha instalado una cosmovisión donde el poder y el conocimiento es jerárquico y está centralizado, donde hay un líder que crea nuestra realidad y al mismo tiempo nos puede salvar de ella, por lo que sólo a través de la obediencia, la petición y la gratitud a la autoridad podemos obtener lo que necesitamos o deseamos.

Dios es un dirigente político, la voz válida, el conocimiento, las decisiones y nuestros destinos le pertenecen, y esta forma de ver el mundo, se reproduce en todas partes, sobre todo en la forma de practicar la política y de pensar la organización de la sociedad.

Es urgente que podamos destruir esta forma de pensamiento, que la política comience a ser, aunque sea desde lo micro, una búsqueda de la horizontalidad, una forma de potenciar la autonomía, donde cada voz, cada subjetividad, pueda desarrollar sus potencias, construir sus propias herramientas y sumar a la creación colectiva de la realidad. Cuando reemplazamos a un líder por otro no estamos cambiando nada. Cuando pensamos la política como una coyuntura y no cuestionamos la estructura, no estamos cambiando nada.

El sistema de pensamiento religioso ha logrado inhibir nuestras capacidades y la validez de nuestras voces. Somos responsables de darnos la importancia política que tenemos individualmente, para que eso que llamamos colectivo realmente lo sea. Tenemos la responsabilidad de hacer preguntas ahí donde nunca las hicimos, de socializar la información donde nunca la llevamos, de generar espacios de encuentro donde quienes siempre han obedecido en silencio comiencen a hablar.

Tenemos la responsabilidad de abortar la centralización y jerarquización del poder, que nos vende la salvación a costa de todas nuestras potencias. Tenemos la responsabilidad de abortarlo de raíz y para siempre en cada una de nuestras acciones políticas.

Hagamos autocrítica. La religión es política. Y si hoy participa sin necesitar máscaras con tanta impunidad es porque nuestra política siempre fue y sigue siendo religiosa.

 

 

(*) Integrante de Apostasía Colectiva Entre Ríos.