Por Francisco Albarenque Rausch (*)

Es claro que la Iglesia Católica hace agua en temas relacionados con perspectiva de género, como son la homofobia y la misoginia, dos formas de machismo muy presentes en la religión con más influencia en nuestra sociedad. La primera vez que escuché hablar sobre “perspectiva de género” fue en el Seminario Menor de Paraná, donde yo era alumno interno (seminarista). Era el año 2000 y un sacerdote una vez nos dio una charla sobre la perversidad que hay detrás de la categoría “género”, por ser éste un término que daba lugar no solo a lo masculino y lo femenino, sino también a numerosos intermedios. Según él, no se prestaba a confusión el término “sexo”, que son dos. “Hombre y mujer los creó”, dice la Biblia.

Esta charla caló tan profundamente en mí que un día decidí hacer un acto heroico. Sucedió que un día, ya al final del quinto año, el último de la secundaria en ese entonces, fue una funcionaria del Consejo de Educación a darnos un examen que se daba en todos los colegios secundarios del país en el cual teníamos que completar, en el encabezado, cuál era nuestro “nombre” y “género”. Antes de entregar el examen, tomé un corrector, borré la palabra “género” y escribí “sexo”.

Fui el primero en entregar el examen y, antes de retirarme del aula, pude ver cómo la cara de la examinadora se transformó al ver lo que había hecho, y me preguntaba horrorizada por qué había hecho eso, y agregaba que no debería haberlo hecho. No recuerdo qué contesté, pero ese hecho llegó a oídos del sacerdote que nos había dado la charla, y me felicitó.

Este mismo sacerdote, un tiempo después, en otra charla, comentaba que el lugar de la mujer era el de ama de casa, “o a lo sumo el de maestra o profesora”. Y fundamentaba su comentario aludiendo a que las santas que la Iglesia canoniza son monjas, amas de casa o docentes. Es imposible contar con una lista exhaustiva de los santos canonizados por la Iglesia, por lo que tomaré como muestra a aquellos que se encuentran en el “Calendario Romano General”, que es la lista de santos cuyas memorias se conmemoran en las celebraciones litúrgicas en todo el mundo y que pretende incluir santos representativos de distintas épocas y países.

Cada santo tiene su “categoría”. Por ejemplo, están aquellos que son “doctores de la Iglesia”, cuya doctrina es propuesta de modo especial por su originalidad y actualidad a lo largo de los tiempos. Como dato, de una treintena de doctores, solo cuatro son mujeres (monjas las cuatro). Del resto de los santos, a groso modo, tenemos aquellos que son varones (un 65% del santoral), misioneros, abades, apóstoles, fundadores y papas; y mujeres (un 35% del santoral) que en su mayoría tienen el título de “virgen”. No solo monjas, no solo célibes, sino que son vírgenes. Esta categoría no existe en los santos varones, como si fuese algo más esperable de las mujeres, que no ejerzan su sexualidad. Esta es la selección representativa que la Iglesia propone como intercesores ante Dios y modelos a seguir por los cristianos: varones activos, mujeres pasivas.

El rechazo a la mujer y a su emancipación no solo se refleja en el “Santoral Romano” sino también en varias citas de la Biblia. “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción, porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión”, dice San Pablo (1 Timoteo 2,11-14). Es solo uno de tantos ejemplos en los que se ve una actitud misógina. Es importante mencionar que el conjunto de libros que conocemos como “Sagradas Escrituras” es atribuido a escritores varones: profetas, patriarcas, reyes, evangelistas y apóstoles. Los personajes principales son varones, y son contadas las mujeres que cumplen un papel importante.

A lo largo de la historia de la Iglesia se ha visto cómo esta misoginia bíblica a la que hice referencia se va traduciendo en conductas. El caso paradigmático lo vemos en el hecho de que sean hombres los que ejercen el “poder ejecutivo” dentro de la Iglesia. Más allá de la imposibilidad que el dogma pone para la ordenación de sacerdotisas, me pregunto por qué necesariamente tienen que ser sacerdotes los que ejerzan el poder ejecutivo, o que sean solo varones (los cardenales) los que eligen un Papa. ¿Qué impediría que haya electoras mujeres en un cónclave? La única respuesta que se me ocurre es: misoginia. La mujer fue engañada en el Edén. Las mujeres no saben elegir.

En la historia de la Iglesia, muchas mujeres buscaron emanciparse en los monasterios, único lugar en el cual escapar del mandato de ser madres y esposas y respirar algo de autonomía. Incluso, a veces, se accedía a la posibilidad de estudiar, y hasta rebelarse, como vemos en Sor Juana Inés de la Cruz, autora del célebre “Hombres necios que acusáis”. Y en la misma Santa Teresa de Ávila, que consideró su entrada al Carmelo como “un matrimonio por conveniencia”.

En cuanto a la homosexualidad, ésta se condena en Levítico 20,13 con estas palabras: “Si alguien se acuesta con otro hombre como quien se acuesta con una mujer, comete un acto abominable y los dos serán condenados a muerte”.

Con las líneas de este texto no intento cuestionar la inspiración divina de estos libros. Pero quien crea que la Biblia es Palabra de Dios recuerde que es un libro de religión. Y porque es de religión y no de historia puede tolerarse que relate la creación del mundo en siete días. Como es de religión y no de astronomía, puede tolerarse que diga que el Sol gira alrededor de la Tierra. Como es de religión y no de medicina, puede tolerarse que prescriba la expulsión de los leprosos de las ciudades. Es de religión, no de psicología, podría llegar a tolerarse que diga que la homosexualidad no es aceptable. De la misma forma que es inadmisible apoyarse en la Biblia para criticar la teoría de la evolución o defender el geocentrismo, la venta de esclavos o el apedreo a mujeres prostitutas, así tampoco nos podemos apoyar en la Biblia para patologizar la homosexualidad o sostener actitudes discriminatorias hacia los homosexuales.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice que “[los homosexuales] deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta” (2358). Leyendo esto me pregunto,  ¿no es discriminación injusta decirle a un gay o lesbiana que ni siquiera teniendo una relación estable puede acercarse a comulgar porque viven “en pecado”?  ¿No es discriminación injusta decirle a un gay que decide vivir en celibato que no puede pensar en ser sacerdote por ser un potencial escándalo?  ¿No alimenta la autodiscriminación la mirada patologizante que tiene la Iglesia con respecto a la homosexualidad? El mismo Catecismo dice que la homosexualidad es una inclinación “objetivamente desordenada” que constituye “para la mayoría” de los homosexuales “una auténtica prueba”, como si fuese algo equiparable a tener una discapacidad o una enfermedad incurable o terminal. La homosexualidad, a los ojos del grupo de eclesiásticos que escribieron el Catecismo (entre los que se encuentra el cardenal Estanislao Esteban Karlik), puede ser una prueba personal, pero esto no los habilitaba a legislar en 1992 en contra de aquellos gays y lesbianas que con responsabilidad y cuidando del otro deciden disfrutar del cuerpo que Dios les regaló.

Francisco Albarenque Rausch.

Para terminar, quisiera compartir una carta que en 2016 le escribí al Papa Francisco respecto a este tema, carta que nunca le envié pero que no descarto enviársela algún día.

Su Santidad Francisco:

Soy consciente de que esta carta tal vez no le llegue pero igual la escribo porque, en una carta, no solo se beneficia el que la lee sino también el que la escribe. Le escribo para hacerme eco del dolor de muchas gays y lesbianas a los cuales hacen sufrir a causa de su orientación. Ellos muchas veces no son aceptados en su escuela, en la sociedad, o lo que es peor, no son aceptados por ellos mismos. Me hago eco del sufrimiento de aquellos chicos y chicas que deciden vivir su vida sexual de forma clandestina para no ser juzgados por la sociedad o la Iglesia, haciendo que muchas veces estos gays o lesbianas lleven una vida promiscua, con el peligro que eso acarrea. Me hago eco del sufrimiento inútil de aquellos gays o lesbianas que recurren a psicólogos que se autodenominan “cristianos” o “católicos” para revertir lo que ven como una enfermedad (yendo en contra de lo que la OMS dice al respecto, y esto es muy importante porque se opone “fe y razón”, “fe y ciencia”). Me hago eco de las madres o padres que se hacen “mala sangre” y se enredan en dilemas morales porque su hijo o hija decidió vivir una vida activamente homosexual. Le transmito el dolor de aquellas parejas homosexuales que domingo a domingo van a la Iglesia y al momento de la comunión no se les permite pasar a comulgar por vivir “en pecado”. Antes la inquisición quemaba a los gays, hoy se utiliza el no-acceso a la comunión como una medida punitiva. Pongo ante Ud. el dolor de aquellas chicas que descubren que su novio es gay, y que fue utilizada para dar la apariencia de hétero. Y peor, el de aquellas esposas que descubren que sus maridos tenían doble vida. Por último, pongo ante su mirada el dolor de aquellos homosexuales que deciden terminar con su vida por no poder ganarle a su atracción a personas del mismo sexo.

Para escapar de dilemas morales, algunos homosexuales optan por la vida de pareja con una mujer mientras que otros entran a un seminario o un monasterio para vivir como seres asexuados. ¡Quién sabe cuántos de estos religiosos, que entran a la vida religiosa con cuestiones irresueltas, no terminan siendo pedófilos!

Sé que Ud. ha tomado una postura al respecto con su famosa frase “Si alguien es gay y busca a Dios, ¿quién soy yo para juzgar?”. Lo invito a plasmar esas palabras en el magisterio escrito, en el catecismo, y en sus sermones. Sino, una vez que Ud. pase, también van a caer en el olvido estas palabras. Es cierto que “ningún lobby es bueno” (lo dijo Ud en referencia al lobby gay), por eso sería lo correcto luchar contra el lobby homofóbico que desde hace dos mil años existe en la Iglesia.

Usted tiene el poder para mejorar la calidad de vida de muchas personas. No se si Dios lo va a juzgar por esto en otra vida, pero la sociedad lo mira. Renueve la fe de la Iglesia. Haga historia.

 

 

(*) Francisco Albarenque Rausch fue seminarista, y actualmente es docente en María Grande. Se define como «un hijo de la Iglesia».