Sergio Decuyper, 42 años, está en estado de expectación. Muy lejos de acá, de Paraná, la ciudad donde nació: está en el País Vasco, en España, y allá espera novedades vía whatsapp.
En los últimos días su teléfono ha sonado de forma insistente: denunció a su tío, el cura José Francisco Decuyper, por haberlo abusado cuando era un niño, en la casa de campo de sus abuelos, en Puiggari, y ha dicho que el Papa Francisco, a quien acudió por ayuda y contención, lo despidió de modo indolente y le pidió lo que nunca esperó: que se calle, que no denuncie, que eche todo al olvido.
No hizo lo que el Papa Bergoglio le pidió. No se guardó más Sergio Decuyper todo lo que le pasó en su infancia, en la casa de campo de sus abuelos, en Puiggari. Habló del abuso, denunció a su tío cura en la Justicia de Paraná, ventiló comunicaciones con Bergoglio, mostró notas presentadas y contó que Francisco dice en privado lo que en público no.
El sábado 19 de septiembre, Sergio Decuyper hizo la denuncia penal, vía Skype, desde Vitoria-Gasteiz, País Vasco, ante los fiscales Fernanda Ruffatti y Leandro Dato, de la Unidad Fiscal de Violencia de Género y Abuso Sexual del Poder Judicial.
«Ya está. Me liberé», dirá después, en un gesto que dice mucho: logró romper el silencio que se había impuesto. Y que le quisieron imponer.
Sergio Decuyper viajó al Vaticano el viernes 11 de septiembre con una decisión firme: presentar una denuncia contra su tío cura ante la Congregación para la Doctrina de la Fe. Lo hizo después de haberse entrevistado, en la Casa Santa Marta, con el papa Francisco, quien le había aconsejado que no denuncie: que su tío está viejo, 85 años, y enfermo, tiene Alzheimer.
No oyó esa recomendación ni la que le hizo, con iguales argumentos, el arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari.
Sergio Decuyper, en casa de sus abuelos, en Puiggari, antes de los años de horror.
Ahora, hay una causa penal abierta en la Justicia entrerriana, que señala otra vez a un hombre del clero paranaense como responsable de un delito contra la integridad sexual de un menor.
Pero Sergio Decuyper sigue pendiente del teléfono, en estado de oexpectación. ¿Qué pasa con todo ese horror que se sacó de encima y lo expuso a la luz pública? ¿Cómo sigue la causa? ¿Por qué no responde el fiscal? ¿Avanzará la causa?
Sergio Decuyper escribió una carta con los dedos en carne viva: le dijo a sus padres que no fueron culpables de lo que hizo «el tío José». Que se equivocó, quizá, en haberlo perdonado, porque frente a un delito lo primero que hay que hacer es denunciarlo, no silenciarlo. Que el perdón es un asunto del confesionario. Que un niño abusado sexualmente no tiene que perdonar a nadie: es un espanto oscuro que a lo mejor no tiene perdón, pero que merece justicia.
«Denuncio a mi abusador que está viejo y enfermo. Mi primer gran error fue pensar que al perdonarlo de corazón debía callar. Ese fue mi primer gran error. Mi segundo gran error fue acudir al Papa Francisco dándole ese poder sobrenatural que pensamos que él tiene y darme cuenta ahora que es como yo, una persona limitada y que comete errores», dice la carta que escribió a sus padres.
Ahora Sergio Decuyper sigue su vida en el País Vasco: se divorció, salió del closet, está en pareja con un hombre y se está mudando de casa. La vida sigue.
Ya hizo lo que sintió que debía hacer: quizá resta que la Iglesia, un obispo, un cura, un burócrata del clero, levante un teléfono y lo llame.
Sergio Decuyper siempre está al pendiente de su celular. A lo mejor no está de más un pedido de perdón, una excusa a destiempo, cómo estás, no sabíamos nada, ojalá estés bien.
El arzobispo Juan Alberto Puiggari ya hizo su propio juego: lo telefoneó y le repitió lo mismo que escuchó de Francisco: que el tío está viejo, enfermo, para qué.
En Las hamacas voladoras, Miguel Briante cuenta la historia de un chico huérfano que zafa de las golpizas policiales y es arropado por un viejo, que sigue con lo mismo: castigándolo, humillándolo.
Sergio Decuyper cree haber roto ese círculo en el que quedó atrapado alguna vez, cuando su tío lo abusó en el baño de la casa de los abuelos.
Abrió la puerta del horror: dejó que entre luz.
Ojalá no le suelten la mano y pueda subirse a las hamacas voladoras para ver el mundo desde arriba y no para escapar.
Ricardo Leguizamón
De la Redacción de Entre Ríos Ahora