• Por Leonardo Schonfeld (*)

Hace algunos años, cuando cambiamos del proceso mixto al acusatorio, se instaló en el Código Procesal Penal de Entre Ríos algo que en los más elevados claustros académicos era unánime: no basta la posibilidad –prognosis- o expectativa de pena de cumplimiento efectivo para que proceda la prisión preventiva.

Esa práctica de algunos fiscales de pedir prisiones preventivas sólo por el cómputo abstracto de la probable pena a imponer es contraria al propio texto del Código y de lo que unánimemente dice la doctrina y la jurisprudencia.

Fustigar a un fiscal por ser custodio de la legalidad es un verdadero sinsentido. Todo fiscal, como cualquier funcionario público, debe velar ante todo por el respeto a la Constitución, las instituciones republicanas de gobierno y la legalidad.

No fue un fiscal ni un juez quien decidió cuáles serían los requisitos para que proceda una prisión preventiva. Fue un legislador, un representante de la voluntad general. Una voluntad general, que como los juicios por jurados, está inspirada en principios democráticos y quiso que sólo hubiera prisión preventiva si concurrían alguno de estos elementos: peligro de fuga o de entorpecimiento de la investigación.

Ninguna de estas causales se dio en el caso del prófugo del primer juicio por jurados. Estuvo a derecho todo el proceso, usó responsablemente durante todo el proceso el beneficio constitucional de la presunción de inocencia, la que sólo se destruiría mediante una sentencia firme –que no la hay aún-.

Por lo demás, el celebrado juicio por jurados fue un éxito para el fiscal. Obtuvo la sentencia condenatoria por el delito de homicidio agravado por el uso de arma de fuego.

El éxito político de la democracia moderna hubiera alcanzado su zenit si el reo hubiese concurrido en libertad a la audiencia a oír la determinación de la pena. Era lo que se esperaba.

Y lo esperaban todos: desde los más altos cargos del Poder Judicial hasta los legisladores y todos los promotores del juicio por jurados. Si querían juicio acusatorio y querían jurados, ahí lo tienen. Tal cosa exige que el reo esté en libertad mientras no haya sentencia firme. Hubiera sido un fracaso institucional, y una contradicción con sus fundamentos, que el primer juicio por jurados en la provincia termine con la lectura de la sentencia de una persona que ya se encontraba privada de su libertad.

 El estado de Derecho supone que los funcionarios se deben a la ley antes que a su voluntad personal. Y resulta llamativo, cuando no una insoportable hipocresía, que quienes se rasgan las vestiduras por las ilegalidades de un Estado policíaco que ponía personas a disposición del PEN en la década del 70, hoy sean quienes piden prisión contra legem.

 ¿Implica esto defender al delincuente? Para nada. El reo de homicidio irá a prisión. Lo que aquí se defiende es una cultura jurídica que intenta evitar excesos por parte del aparato punitivo: lo que se defiende es el derecho que tiene el lector de ser considerado inocente hasta que se demuestre lo contrario con una sentencia firme. Lo que aquí se defiende es la racionalidad frente al clamor popular jacobino, el mismo que hace dos mil años clamaba democráticamente por la sangre de un Justo y al que le hubiera correspondido un respeto por el debido proceso, como lo demuestran los hermanos Lehmann en su opúsculo sobre el tema.

 Si algo ha quedado claro en la pandemia es el descontento popular ante un gobierno que hace leyes pero que no está sometido a ellas, como lo exige el ya citado estado de Derecho. Pues bien, todavía quedan funcionarios que se apegan a la legalidad. No todo está perdido. Y hay algo que queda muy claro también: mal que nos pese, si la ley es expresión de la voluntad general, ella también se equivoca algunas veces.

(*) Abogado. Profesor de Filosofía del Derecho e investigador en la Universidad Católica Argentina (UCA).