«Es indiscutible que el menor víctima de abuso sexual es un sujeto especialmente vulnerable a quien el Estado le debe obligatoriamente deberes especiales, lo cual no puede ser neutralizado por un instituto de normativa interna (la prescripción) cuando tal niño, menoscabado en su dignidad, acude a la Justicia para que se brinde una respuesta a eventos que le sucedieron siendo chico y que hasta entonces no había podido poner en palabras. Y va de suyo que ninguna trascendencia tiene que aquel niño sea hoy adulto, puesto que por un lado se entiende desde lo fáctico la demora en la denuncia, y desde lo jurídico porque priorizar el interés del que habla la Convención de los Derechos del Niño es juzgar atendiendo a que lo que se decida tendrá incidencia no solo en quienes fueron niños al tiempo de los hechos -Pablo y Ernesto, individualmente- sino a todo el colectivo que forman los niños, niñas y adolescentes en general, el reconocimiento del plus de tutela se relaciona con eso, va más allá».
La cita corresponde al voto del camarista Darío Perroud, integrante de la Cámara de Casación Penal de Concordia, que este lunes 14 confirmó la condena impuesta en 2019 al cura Marcelino Ricardo Moya a 17 años de cárcel por abuso y corrupción de menores, hechos producidos cuando fue sacerdote en la parroquia Santa Rosa de Lima, de Villaguay, y docente en el Colegio La Inmaculada. El magistrado introduce un nuevo concepto: la «perspectiva de niñez». Y dice: «Es que así como se habla hoy día del juzgamiento con perspectiva de género, lo cual obviamente comparto, casos como el que nos ocupa deben juzgarse con perspectiva de niñez, esto es teniendo en cuenta especialmente la situación de vulnerabilidad en que se encontraban sumidas las víctimas, que lo fueron de abusos sexuales siendo niños y en un ámbito donde debían estar protegidos, no más expuestos».
Los abogados defensores del cura Moya, Rubén Darío Germanier y Néstor Fabián Nicolás Paulete, pidieron en Casación que se revoque el fallo dictado en 2019 por el Tribunal de Juicios y Apelaciones de Concepción del Uruguay, y que se declare extinguida la acción penal por prescripción y se absuelva de culpa y cargo al sacerdote. Y alegaron que la sentencia «quebranta el estado constitucional y convencional de derecho, ya que el Tribunal, al rechazar la prescripción de la acción penal, se apartó de las pautas jurisprudenciales que emanan tanto de la Corte Suprema de Justicia de la Nación como del Superior Tribunal de Justicia de Entre Ríos».
Pero el tribunal, con el voto de Perroud, al que adhirieron Silvina Gallo y Aníbal Lafourcade, rechazó esa vía de la prescrición.
«Es necesario que los jueces tomemos decisiones demostrando que se ha respetado y considerado el interés superior del niño, y en este sentido cabe resaltar que el término ´niño´ implica el derecho a que se atienda debidamente a su interés superior y no solo se aplique a los niños con carácter individual, sino también general o como grupo. El interés superior del niño, como principio jurídico interpretativo fundamental implica que si una disposición jurídica admite más de una interpretación, se elegirá la interpretación que satisfaga de manera más efectiva el interés superior del niño», señala el fallo de Perroud.
Luego, apunta: «Pablo (Huck) y Ernesto (Frutos) eran chicos cuando padecieron los abusos, estaba vigente una Convención que estipula que al juzgar se tenga en cuenta, primordialmente, el interés superior del niño.- Transcurrido el tiempo han comparecido en demanda de justicia, tienen derecho no sólo a que se determine la culpabilidad del autor de aquellas graves violaciones a sus derechos humanos sino que corresponde se imponga al responsable la pena, que como veremos más adelante ha sido correctamente individualizada al momento de la determinación por parte del tribunal».
Perroud cita una serie de normativas, entre ellas la Ley N° 27.206, impulsada por la exsenadora Sigrid Kunath, que modificó el instituto de la prescripción, y al respecto plantea: «Podríamos afirmar entonces que la regla es la irretroactividad de la norma penal -encontrándose la prescripción dentro de este concepto-, salvo que sea más beneficiosa para el imputado, en tanto las excepciones se dan en caso de los delitos de lesa humanidad o frente a graves violaciones de los derechos humanos.- Volviendo ahora al fallo cuestionado, vemos que destaca las especiales características del caso en examen para decidir que se está en presencia de uno de ´excepcionalísimas singularidades´ cuyas hipótesis fácticas constituyen grave atentado a los derechos humanos, afirmando que los derechos de quienes al momento de los hechos eran niños -frente al sacerdote, referente, confesor y en quien habían depositado la confianza- son los que deben primar, por cuanto aquellos -los niños- se encontraban en una especial situación de vulnerabilidad y se vieron impedidos de acudir más tempranamente a la justicia. Esos derechos son los que deben imponerse, por el interés superior que tiene tutela privilegada conforme la Convención de los Derechos del Niño y que interpretada de buena fe determina la inaplicabilidad de la regla de prescripción interna».
La vocal Silvina Gallo planteó que los abusos sexuales de los que fueron víctima Pablo Huck y Ernesto Frutos cobran mayor gravedad por cuanto fueron cometidos por un hombre de la Iglesia Católica. «Estas especiales circunstancias, en países como el nuestro con una tradición religiosa, que han transitado patrones históricos y culturales –que se mantienen en el tiempo- de una hegemonía de la Iglesia y modelos de moralidad religiosa, determina que en el caso tal como lo refiriera la vocal comandante del acuerdo se perpetrara una grave violación de los derechos humanos que habilita la excepcionalidad de la vigencia de la acción, desechando en el caso concreto el planteo de prescripción», señala.
Y apuntó: «La preeminencia institucional de la iglesia, su poder, se ha concretado de tal manera en el contexto que nos ocupa, que aun habiendo tomado conocimiento de los comportamientos desplegados por su ministro Moya, mantuvo el silencio y en definitiva -esa estructura de poder espiritual- avaló los mismos evitando pronunciarse y dar intervención a la justicia, manteniéndolos ocultos/secretos para concretar el logro de la impunidad, siendo éste un hecho relevante».
El cura Moya estuvo como vicario de la parroquia Santa Rosa de Lima y profesor en el Instituto La Inmaculada, de Villaguay, entre 1992 y 1997. En ese período se sitúan los hechos que se juzgan. La denuncia judicial fue presentada por Pablo Huck y Ernesto Frutos el 29 de junio de 2015, en Paraná.
Ese día, con reserva de su identidad, hablaron del espanto que vivieron siendo niños:
Cuatro horas después de testimoniar en la Justicia, P.H., 36 años, médico, salió con gesto resuelto del edificio del Ministerio Público Fiscal, donde estuvo cara a cara con el fisal Juan Francisco Ramírez Montrull, y dijo, enfático, sin ambages: “Yo ya estoy jugado”.
Eran cerca de las 3 de la tarde de un lunes gris y húmedo, ni de sol glorioso, ni de cielo diáfano: un día incómodo. Media hora después de salir del edificio de Tribunales, P.H. se sentó a hablar, y dijo, sin rasguños: “A los ojos de hoy, me es difícil entender las cosas. En ese momento, yo era un pibe, y a mí me hablaban de dogmas y de pecado, y el referente espiritual que yo tenía, que tenía mi familia, me practicaba sexo oral, me masturbaba. Era muy fuerte”.
Había amanecido a la vida con la certeza de que sería un chico bueno, esos chicos buenos que se sacan buenas notas en la escuela, que llevan al hombro la bandera, y todo eso fue la niñez para él. Sacó buenas notas, fue abanderado en el Colegio La Inmaculada, de Villaguay, y alguna vez le contó a sus padres su intención de ingresar al Seminario, ser cura.
No fue sacerdote, pero fue un perseverante de la vida religiosa en la parroquia Santa Rosa de Lima, donde en los primeros 90 recaló como vicario un joven cura, Marcelino Ricardo Moya. El cura fue, desde que llegó, un hombre expansivo y seductor: ganó el afecto de las familias y de los jóvenes, y cada día, la casa parroquial acogía a chicos que iban a estar con el cura como si fueran a la casa de un amigo.
P.H. habló de todo eso, su niñez, su adolescencia, el cura, sus miedos, sus angustias, sus pesares y sus sufrimientos, y habló durante casi cuatro horas en la Justicia.
“Cuando declaré ante el fiscal, intenté recordar cada detalle, pero no pude definir muy bien los tiempos. Sí soy conciente de haber formado parte de la Acción Católica antes de que llegue Moya, y estar vinculado a la Iglesia. Y cuando llega, lo conozco de la iglesia, y como profesor del Instituto La Inmaculada, donde yo era alumno. De estar en el grupo de Acción Católica a formar parte de su grupo más cercano, no tengo la secuencia, cuándo pasó, como pasó. En realidad, intenté metabolizarlo para sacármelo de la cabeza. Era un tipo con una personalidad súper seductora. Creo que a muchos les va a llamar la atención en Villaguay cuando conozcan la denuncia”, dijo.
La denuncia es por abusos contra el cura Marcelino Ricardo Moya, hoy párroco de Nuestra Señora de la Merced, de Seguí: haber abusado de adolescentes cuando fue vicario en Villaguay, adonde estuvo destinado entre 1992 y 1997.
P.H. fue una de sus víctimas, y ayer lo contó en la Justicia.
Después. P.H. terminó la secundaria en La Inmaculada, y en 1997 se instaló en Rosario, y en Rosario se recibió de médico. Entre 1999 y 2014 tuvo tres terapeutas con las que trató la situación de abuso por la que atravesó de chico, y solamente a finales del año pasado pudo contárselo a sus padres. Cuando se lo contó a su hermana María del Huerto, ésta se conectó con el actual párroco de Santa Rosa de Lima, José Dumoulin, y éste lo impulsó a hacer la denuncia judicial.
Eso hizo ayer.
–¿A qué edad ocurrieron los abusos?
–No puedo definirlo con precisión. Ocurrieron entre los 14 y los 16 años. Pero en el relato que hice en la Justicia no pude precisar bien en qué año ocurrieron. Sé que dormía en la parroquia, sé que el cura me masturbaba, sé que me practicaba sexo oral. Eso no me olvidé, y no lo olvidé incluso a pesar del trabajo que hice por no recordar. Yo pensé incluso que iba a poder olvidar todo. Pero no pude. Siento como si me pasó una aplanadora espiritual. Incluso, tuve que alejarme de mi profesión, porque caí en el desinterés, en no poder ver al otro como alguien que necesitaba ayuda, sino que sentía desprecio por todo. Estoy como en una pausa.
–Pudiste superar la situación, hacer la denuncia, ¿y ahora?
–Hoy siento que me subí a una moto de 600 centímetros cúbicos y no me quiero bajar. Estoy jugado, quiero seguir con esto en la Justicia, y que no le pase a otro pibe lo mismo que me pasó a mí. Lo que me pasó a mí fue un robo de la inocencia, me quebraron la metáfora de la vida. Sentí que, de golpe, me dijeron en la cara que los reyes magos no existían. Yo siempre hice todo lo que debía hacer, como el chico bueno que era. Pero me pasó esto, y sentí que el mundo no tenía escrúpulos.
–Debió ser un proceso duro llegar a la denuncia en la Justicia.
–A mí me mueve un principio simbólico: primero, asumirme como víctima y después poder dejar de serlo. No quiero quedar atrapado en el lugar de víctima. Para dejar de ser víctima, tengo que llamar al orden a mi psiquis. Para dejar de ser ese chico abusado, tengo que pasar a ser un adulto denunciante, sin ser hipócrita.
E.F. estaba una tarde en la casa parroquial y en un momento se quedó a solas con el cura Marcelino Moya, y no sabe cómo, ni por qué razón, ocurrió aquel zarpazo: empezó a tocarle la entrepierna.
No lo pensó demasiado ni tuvo reparo alguno: se lo sacó de encima, salió corriendo, y lo primero que hizo fue contárselo a sus amigos –que no le creyeron–, y lo segundo, ponerlo al corriente a su padre –que no quiso hacer la denuncia– de modo que ese mismo día tomó una decisión sin apelaciones: no pisaría jamás nunca una iglesia, ni estaría cerca de ningún cura, ni se sumaría a ningún grupo católico.
Ahora E.F. tiene 33 años, es estudiante avanzado de Derecho y el segundo denunciante del cura Moya.
“Yo estaba siempre en la iglesia, y de un día para el otro desaparecí”, recordó ahora. “Mi viejo decidió no denunciar nada porque el cura era muy querido, y entonces eso iba a sonar muy loco. De hecho, ninguno de mis amigos me creyó. Les dije: “El padre me manoseó”. No me creyeron. Hice dos años de terapia, y todo esto me costó mucho. No me permitió ser feliz. Lo mejor que podía hacer ahora era hablar, cortar con el silencio, y que no le vuelva a pasar esto a alguien más. Quiero advertir que estas cosas pasan, y que le ha pasado a mucha gente. Lo mejor es hablar, que se sepa”, cuenta.
–Lo pudiste hablar, pero no te creyeron.
–Hubiese sido mejor que me creyeran, porque con este silencio que hubo por tantos años no sé si no se ocultan más cosas. No sé si alguno de mis amigos no sufrió algo similar a lo que me pasó a mí.
–¿Qué recordás que te pasó después de ese abuso?
–Me perseguí mucho. A mis amigos los seguí tratando en otros ámbitos, pero nunca más volví a la Iglesia. Yo andaba por la calle, veía cierta gente, y me alejaba. No quería cruzarme al padre en ningún lugar. Vivir así era muy complicado, y eso te pasa factura. Te volvés desconfiado y eso te va en contra, y te erosiona las relaciones con los demás. En la facultad, prácticamente me volví un solitario. Ahora me estoy abriendo un poco. Pero esto me traumó.
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.