Ahora está en Timbúes, un pueblo ubicado a 135 kilómetros de Santa Fe capital, en el departamento San Lorenzo, y en Timbúes hay una mujer, y esa mujer tiene en la mano un diagnóstico médico con la peor noticia: una ceguera irreversible que avanza. Y la mujer que le dice sin vueltas, impóngame las manos, padre, en los ojos, padre, que me estoy quedando ciega, padre.
–Y yo me negué. Le dije que eso lo hacía el padre Ignacio, y le dije eso: –Vaya donde el padre Ignacio, y pídale que le imponga las manos. No me hizo caso. Entonces, ella misma me agarró las manos y se las puso en los ojos. Ahí, yo, de prepo, dije un Padrenuestro, y más nada. Y a los quince días, volvió diciendo que yo la había sanando, usted me ha sanado, dijo. Ahí ya vi yo el signo de que el Señor quería que yo empezara a hacer bendiciones. Eso pasó ahí en Timbúes. En los tres años que estuve ahí, lo empecé a descubrir. Aunque yo, en mi oración incipiente, le pedía al Señor ser instrumento de sanación, un instrumento de Dios para ayudar a las personas que están en problemas.
Eso ocurrió aquel primer día, y en aquel primer día el padre Juan Diego Escobar Gaviria, nacido el 13 de mayo de 1958 en Medellín, Colombia, sumado a la Cruzada del Espíritu Santo, una congregación que en Argentina tiene a su cabeza máxima, el padre Ignacio Peries, el cura sanador por antonomasia, párroco de la Parroquia Natividad del Señor, en Rosario, en aquel primer día entonces supo que eso era lo que quería hacer el resto de sus días.
–Cuando llegué a Argentina, adonde me trajo el padre Ignacio, empecé a ver lo que él hacía. Y yo le pedí a él hacer lo mismo, le dije que yo quería aprender lo que él estaba haciendo. Pero él me decía: –Mira, esto no te lo puedo enseñar yo, si vos queres aprenderlo, arrodíllate mucho ante el Santísimo Sacramento, y el Señor te va a ir indicando, y él te va indicar el momento preciso en que vos tenés que empezar. Y así fue: a los tres meses de estar en Argentina, empecé con las misas de bendiciones.
Ahora, el padre Juan Diego ha conseguido alcanzar un lugar destacado en la Iglesia con sus misas de sanación, encuentros multitudinarios, extensísimos, con una puesta que se parece una a otra, y ha logrado eclipsar la fama que aquí tiene su mentor, el padre Ignacio.
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En 2006, el arzobispo Mario Maulión dispuso la incardinación –en lenguaje eclesiástico, la decisión de vincular de manera permanente a un sacerdote en una diócesis determinada— de todos los integrantes de la Asociación Clerical Cruzada del Espíritu Santo. Desde entonces, Maulión comenzó a ejercer la función de “obispo benévolo” o “patrocinante” de ese movimiento religioso que todavía no consigue el permiso del Vaticano para desenvolverse como congregación.
Pero aun con un lazo jurídico clerical que lo unía a la Diócesis de Paraná, el padre Ignacio no se movió de su territorio, Rosario, donde sigue siendo fuerte, aunque sí envío a un grupo de misioneros que se instalaron en distintos puntos de Entre Ríos a partir de 2004 en adelante. Luego, lentamente fueron yéndose por distintos motivos, y hoy sólo se mantienen el padre Henry Wilson Echavarría, que atiende pastoralmente la capilla del Instituto Cristo Redentor, aunque con residencia en Rosario, y el padre Juan Diego Escobar Gaviria, designado por Maulión al frente de la Parroquia San Lucas Evangelista, de Lucas González, en el departamento Nogoyá.
De los dos, el más carismático es Juan Diego: cada ocho días, siempre un miércoles, preside en Lucas González las denominadas misas de bendición, que suelen congregar a cientos de fieles. La última del año la celebró el miércoles 9 del actual, y consiguió reunir a más de 2.000 almas. Ese día, las puertas del templo se abrieron a las 8 de la noche, y no se cerraron hasta la 1 del jueves 10.
–Siempre me preguntan: –Padre, a qué hora termina la misa. Y yo les respondo: –No me pregunte. No me pregunte a qué hora termina, porque yo sé a qué hora empiezo, pero no sé a qué hora termino.
–Cuatro o cinco horas al frente de una misa debe ser extenuante. ¿No lo agota?
–No siempre. De vez en cuando, sí. A veces, sí. Yo tengo la convicción de que a Dios hay que darle todo el tiempo posible. Yo creo que eso es lo importante.
–¿No lo abruma tanta demanda de la gente?
–Estoy convencido de que la gente está necesitando de Dios. Entonces, no me causa extrañeza que haya tanta gente. La gente lo busca a Dios, y eso es lo importante. Eso es algo muy lindo. Máxime en un tiempo en el que la gente está indiferente, no descreída, más bien indiferente a las cosas de la religión. Pero tal vez por lo que está pasando, porque no ve un buen futuro, o el futuro es más bien incierto. La gente viene buscando paz, busca bienestar, busca salud, busca estar bien en su interior. Yo creo que cuando la persona está bien en su interior, se ven los problemas de otro punto de vista, con más paciencia, con más aguante, con más esperanza.
–¿Usted es un cura sanador? ¿Cura? ¿La gente se sana?
–Mira, primero salgamos un poquitito de ese rol de cura sanador. Todos los curas somos sanadores. Incluso, mira, la palabra cura viene de ahí: es alguien que cura el alma. Y está comprobado científicamente que muchas enfermedades vienen del alma. Muchas enfermedades físicas vienen del alma. Y con el acercamiento a Dios, a Jesús, puede sanar esa parte física. Ha habido muchas sanaciones físicas, pero no porque yo las sane, sino porque las sana Cristo. Eso es lo primordial, lo que hay que tener bien en cuenta: es Cristo el que está sanando. De pronto queremos endiosar al cura, y no es ahí. Pero ante todo hay que dejar a Jesús que sea el que aparezca, y uno menguar.
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Ahora es un jueves por la noche, con el cielo a punto de estallar. La Parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, en La Floresta, no logra dar cabida a tantos hombres y mujeres que llegan arrastrando los pasos, en silencio, con botellitas en la mano, con fotos en bolsitas de nylon, con rosarios, con una imagen de la Virgen, con cruces y medallitas. El padre Juan Diego dará misa a las 8 de la noche, y ya desde antes las naves están repletas de fieles.
–Viva la fe, viva la esperanza, viva el amor –canta la gente, en medio de un clima que por momentos es festivo, por momentos de recogimiento, y por momentos de alabanzas, de brazos en alto.
La misa empieza puntual. Un coro acompaña la celebración, y en los alrededores del altar, cuatro monaguillos se tropiezan con el rito, aunque nadie les presta atención. Todos miran al padre Juan Diego: en un rato, cuando llegue el momento del sermón, se colgará un micrófono inalámbrico al cuello, y empezará a recorrer el templo, y a hablarles de tú a tú.
–La pequeñez del hombre puede hacer que Dios actúe en su favor. El hombre lo tiene a su disposición, en cualquier momento y circunstancia. Por eso, si en lugar de angustiarnos, de enojarnos, le hiciéramos caso a Dios, viviríamos mejor. Nos iría mejor –les dice.
Después, sigue. Insiste.
–Si en lugar de enojarnos, tuviéramos más fe, tuviéramos más confianza en Dios, qué distinta sería nuestra vida–pontifica.
Como en una estudiada puesta en escena, después del sermón viene el silencio, y ese silencio es tapado después por una música conocida: una canción de Gloria Stefan, Más Allá, en versión coro de parroquia, pregrabada, comienza a sonar.
Dice: “Más allá del rencor / de las lágrimas y el dolor / brilla la luz del amor / dentro de cada corazón. / Ilusión, Navidad / pon tus sueños a volar / siembra paz / brinda amor / que el mundo entero pide más”.
Cuando concluye la misa, el padre Juan Diego advierte:
–La misa ha terminado. Los que no se quieren quedar a la bendición, pueden irse.
Claro, todos permanecen. Un hombre cuarentón se ha hincado en el piso en una posición llamativa, como de ruego o de abatimiento.
Todos esperan la bendición, el padre Juan Diego bendice a todos, pasando el Santísimo entre las hileras de bancos, y entonces la gente levanta fotos, rosarios, vírgenes, cruces, un contrato de empleo en el Estado, más fotos, muchas fotos.
Es la quintaesencia de las misas de sanación: bendecir, bendecir a todos y cada uno.
Cuatro personas miran toda esa escena desde un pasillo, a un costado del templo, y el padre Juan Diego va hacia ellos, y los bendice.
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–Usted cuenta que en algún momento le pidió al padre Ignacio que le enseñara cómo hacer las oraciones de sanación. ¿Qué le dijo que hiciera?
–El padre Ignacio me dijo que me arrodillara ante el Santísimo, y desde ese día empecé con una postración bastante larga, todos los días, dos o tres horas postrado ante el Santísimo, y fue algo muy lindo.
–¿Sigue postrándose, como lo hacía en Timbúes?
–Sí, lo sigo haciendo. Ahora lo hago como unas cuatro a cinco horas, en el transcurso del día. Siempre me postro, después de cada misa lo hago. Y por varias horas lo hago.
Ricardo Leguizamón
(Nota publicada en El Diario, 13 de diciembre de 2009).