Por Julián Stoppello (*)

 

 

Por la puerta ventana del pasillo de mi casa -dice una imagen que repito y mi madre que yo decía de chico- vi el recorte de la figura de los reyes estampados sobre una luna plateada. Pero no era, todavía, tiempo de reyes. Habrán sido las ganas.

Diciembre traía lo bueno, siempre: vacaciones, pileta, promesas de regalos, comidas dulces, helados. Ya ver el árbol instalado en el descanso de la escalera del living, algo descalabrado, con la estrella ladeada por el peso; ya ver el árbol ahí, con el pesebre todavía sin niño, provocaba una alegría resbalosa que andaba trastabillando todo el tiempo con la ansiedad.

La ansiedad por la carta escrita a puño y letra, por el envío y el buen destino de ese papel que tenía que hacer semejante viaje para que Jesús, ahí sí, sentado en una nube, frente a una ciudad de juguetes en el fondo, decida si efectivamente iba a conceder la bicicleta o haría caso omiso a los pedidos, probablemente por un pecado de desobediencia, y habría que conformarse con una pelota. Con otra pelota.

Me lo dijo Mariano en el patio de mi casa cuando tenía siete años y esto, juro, no es una imagen que repito, ni me lo contó mi madre. Me lo dijo así de fácil y yo le contesté, le rebatí, le argumenté y no le di la razón. Jamás le hubiera dado la razón. Pero apenas Mariano se fue, mi madre le dio toda la razón a él mientras lavaba los platos. Y me rompió el corazón.

El corazón roto por primera vez.

No dejó de gustarme la fecha por saber los secretos que a una cierta edad parece que hay que saber. Todo se veía mejor en las fiestas. Y a la hora del brindis, mejor aún a final de año, me abrazaba con los que yo quería sin explicar nada, ni dar cuenta de las ganas de abrazarlos. Capaz que mi padre decía feliz año, hijo y capaz que decía también, feliz año hijo, te quiero. Y yo lo abrazaba como no lo abrazaba en todo el año, abandonado al amor y la seguridad que me dieron siempre los brazos de mi padre.

No dejó de gustarme diciembre, ni la navidad, ni el año nuevo cuando ya tenía algún plan para después de las 12, a pesar de que muchas veces, demasiadas, era difícil remontar el silencio de mi viejo, que arrastraba esa amargura suya y también heredada. Pero arrancaba, por ahí arrancaba.

No dejó de gustarme ni siquiera cuando mis hermanos se fueron a otras mesas y me quedé sólo entre silencios y alguna película como esas películas que pasan el 24 a la noche.

Tanto me gustó siempre diciembre y las fiestas que el primer puntazo de la melancolía yo lo comencé a sentir mientras mi madre desarmaba el árbol, a las apuradas creo yo, para que no veamos la caída. El final.

No me dejó de gustar diciembre cuando ya no creía en nada que me pudiera explicar la vida en el cielo y no me dejó de gustar aún cuando mi mesa se quedó sin padre. Me gusta diciembre, me gusta brindar, aunque no necesite excusas y abrace a mis hijos a cada rato; me gustan estas fechas aunque también me duela el recuerdo de mi padre que se hunde en la oscuridad de la pena, mientras el cielo se llena de luces y yo me quedo en la puerta, preguntándome por tantas cosas, tantas cosas… ya en el lugar del padre y creando un diciembre para mis hijos.

 

 

(*) Periodista y escritor.