Vásquez vive en una calle que se llama Universidad de Salamanca, perpendicular a Avenida Almafuerte, con acceso por Santo Domínguez. Tiene 37 años, un bisabuelo con calle propia que fue intendente y otro abuelo, además, también ilustre y con calle, que se dedicó al periodismo y la literatura: Sebastián y Aníbal Vásquez, respectivamente.
Pero Fran Vásquez, nada que ver.
En rigor es Francisco Vásquez: delgado, al punto que podría decirse esmirriado, los hombros hacia adelante, la mirada intercedida por los anteojos, de palabras elegidas cuidadosamente, dichas a su vez en tono bajo, casi como un secreto.

Fran Vásquez, nada que ver, porque no muestra deliberadamente interés alguno en la historia de sus antepasados ilustres. Y porque es artista plástico, además. Un artista plástico inusual. Vásquez lleva encima una gama de contrastes que lo distinguen: entre un recorrido rústico y emperrado a una mirada profunda y sensible, que provoca, entre otras cosas, una exposición que lleva por título El juego de las nubes y el viento.
La casa de Vásquez tiene el ritmo de lo provisorio y en construcción, pero con detalles. La puerta del fondo da al patio de dos fondos más, también de apellido Vásquez: su hermano y sus padres. Se encuentran por la espalda. O están, como se dice en una riña callejera, espalda con espalda. Vásquez ha salido del nucleo muchas veces, pero ha vuelto. Hay algo, que llamará en algún momento “la ideología del barrio”, que lo atraviesa y lo construye, como él construye esa casa que a su vez lo cuenta de algún modo.
Hacia el este, en ese barrio, de esta calle para allá, hace 30 años, solo había descampado, cañaveral y caminos entre los yuyos, que creaban los gurises del barrio, para emerger en Zanni por sorpresa, como guachos del monte. Vásquez pasó buena parte de la infancia descalzo, por elección, en el misterio de los yuyos, trepado a un ombú que fue casa del árbol y jugando en una cancha de fútbol inclinada, como esas calles con pendiente que hay por miles en la ciudad. La escuela estaba a cinco cuadras y el club San Martín, más o menos, a la misma distancia. El mundo estallaba adentro de los límites de un barrio que crecía por cuenta de sus habitantes.
“Había muchos albañiles, gente que laburaba y se construía sus casas, así se fueron haciendo las casas de por acá”, dice. La ideología del barrio viene de ahí y en su familia funcionaba de la misma manera, más allá de que sus padres no eran albañiles. No se contrataba pintor: se dividía el trabajo entre los cuatro hermanos y adelante. Antes de los 15 años, con un amigo, Fran pasaba casa por casa con la bordeadora y ejercitaba en jardinería.

TÉCNICO.
Buena parte de los oficios que desarrolló luego y algunas de las técnicas que usó en su empeño artístico, los aprendió en el mismo lugar: la escuela de la Base Aérea, donde realizó la secundaria y se recibió de técnico aeronáutico. “Mis amigos me decían, ´Fran por qué vas a esa escuela´”. No debe tener la Base mucha historia como cuna de artistas, pero acá tiene uno, incluso las horas más aburridas de la secundaria aportaron lo suyo: Vásquez se la pasaba dibujando en clase y no precisamente aviones.
Había empezado antes, calcula que a los 12 años, imitando los dibujos del Nippur, Asterix y algo de Mafalda, también. El tedio de la secundaria alimentó una práctica sin demasiado eco, más lo que podían opinar algunos amigos. El paso siguiente, de lo más lógico para un estudiante de la Base, fue inscribirse en ingeniería electromecánica en Santa Fe. Duró medio año. “Mi hermano, que estudiaba diseño gráfico y sabía que yo dibujaba, me dijo que podía empezar en la escuela de arte de Santa Fe o de Paraná, arranqué acá a mitad de año, en ese tiempo no se inscribía casi nadie al profesorado, yo creo que no me di cuenta qué estaba haciendo hasta segundo año de cursado”.
No hubo, dice Fran, roce alguno con el mundo del arte previo al inicio de los estudios. “No tenia representación de nada, yo venía de otra parte, me acuerdo que en una clase de la Base me hicieron meter a un cuadradito de un Camberra con otro loco y una llave para que sacáramos como mil bulones. Yo venía de hacer esas cosas”.
Le resultó fácil, por decirlo así.
“Me di cuenta de que quería dibujar, estaba entrando en conciencia de lo que era un museo, antes no había entrado o si había entrado no me acordaba. Y no fue que me voló la cabeza, pero sí me daba cuenta que ahí encontraba formas en que la gente se asociaba para hacer cosas. También encontré gente que trabajaba a la par de la escuela, por su cuenta. Eso me dio algunas ideas, no siempre es necesario seguir el camino de lo que te impone un sistema. Había cosas que me enseñaban en las que no estaba de acuerdo, pero podías generar tus iniciativas por otro lado. En la carrera, por ejemplo, no te enseñan a hacer una muestra, lo aprendí haciéndolo, en paralelo”.
El encuentro con otros artistas, en plena búsqueda estética y de sentido, hizo el resto: comenzaron a conocer nuevos circuitos, posibilidades a través de becas, seminarios y la visualización de que además de hacer una obra, había que gestionar para que se vea y circule. En eso se metió Vásquez, al mismo tiempo que fue el curador, obrero y productor de ese recordado espacio cultural que se llamó Casa Cueva, en Laurencena casi Güemes. Fran vivió casi un año y medio en una habitación del bar, mientras sostenía y organizaba todo lo que pasaba ahí.
Después, hizo de todo en sus múltiples oficios: trabajó casi diez años por cuenta propia como albañil, pintor, impermeabilizador y carpintero. Se cansó, probó con otros rubros: playero en una estación de servicio en 9 de julio y Racedo, empleado en una cancha de fútbol cinco, también en un cyber, en el Círculo del Libro.
“En ese época no produje tanto, pero vivía en una casa que transitaba gente del arte, así que el vinculo nunca lo perdí. Ahora, estos últimos años, estoy produciendo más”.
Vázquez es uno de los fundadores de Parientes del Mar, un grupo de artistas que en 2006 comenzaron a producir en conjunto y, entre otras cosas, llevaron adelante un stand en ArteBa, hicieron muestras aquí y allá, e incluso en el Centro Cultural Borges. Siguen haciendo cosas en Parientes, suman artistas de otras ciudades, organizan muestras colectivas, seminarios, talleres. Se mueven, contagian, hacen.

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Vásquez se especializó en escultura en la Escuela de Arte, pero su obra sin embargo se dedica al dibujo y la pintura, sin distinción entre una cosa y la otra.
“Cuando miro un cuadro no me pregunto si es pintura o si es dibujo, lo que me permite un amplio campo de trabajo. No me condiciono a una especificidad, para mí está bueno permitirse recorrer varios caminos y no quedarse en uno. La mayoría de mis obras son de carácter de interacción con el público”, dice Fran.
Este sábado 17 y domingo 18, sin ir más lejos, presenta El juego de las nubes y el viento, en el marco de la Feria Costa Costurín, en la Casa de la Cultura. Se trata de 30 cielos diferentes, planteados de modo apaisado, intercambiables, para que el público observador pueda intervenir en la obra y crear su propio firmamento. “Su interpretación del cielo””, dice Vásquez. El tiene la suya y es múltiple.
“Me gusta entender que el arte es un motivo de asociación para generar cosas nuevas. La obra en sí, como un cuadro magnífico o esa interpretación social que hay y lo hace un elemento único, no me parece trascendental. Lo trascendental es cuando a través del arte se pueden generar asociaciones, vínculos, trabajos”, dice Fran, en voz baja.

Retrato: Julián Villarraza

Julián Stoppello

De la Redacción de Entre Ríos Ahora