Adoro las historias. Contarlas y leerlas.
Cuando me formé como periodista, leíamos a Ariel Dorfman y su «Para leer al Pato Donald», una chica flaquísima que viajaba de Rosario a Paraná nos hacía leer a un lingüista con un apellido dificilísimo, Ferdinand de Saussure, había que estar atento a los libros de Umberto Eco, seguir con dedicación al belga Armand Mattelart y repasar extractos del filósofo Josef Pieper.
Nos formábamos en una rama de la comunicación muy volcada a una lectura crítica de los medios. Acumulábamos -yo lo hacía- los libritos que editaba el Fondo de Cultura Económica, y pensábamos -yo pensaba- que todo lo que hacían los medios de comunicación estaba mal: nos formábamos para cambiarlo todo.
Un día me puse a trabajar al mismo tiempo que estaba en la Universidad y otro día me metí a una Redacción.
Lo que se entiende que son los medios desde un aula universitaria y lo que son los medios en la realidad son mundos paralelos.
Adoro las historias. Quería contar historias.
Empecé en los medios con esa pulsión. Devoraba las contratapas de La Razón de la época de Jacobo Timmerman, y del primer Página 12.
Ahora que casi todos escriben como hablan, recuerdo una deliciosa contratapa de David Viñas en la que defendía su decisión de escribir «difícil», con palabras no corrientes, con un lenguaje elaborado, ese dominio de las palabras que solo pueden los mejores.
Leías una «contra» de Osvaldo Soriano, y después lo leías con desenfado y soltura en «Rebeldes, soñadores y fugitivos», o esa delicia que es «Triste, solitario y final», con Stan Laurel y el inspector Marlowe.
Un día descubrí a Gabriel García Márquez. Descubrí «Crónica de una muerte anunciada». Esa forma de escribir una crónica: «El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo».
Una pirámide invertida: muy invertida. En la primera línea sabías de qué venía la historia, y había que sostener la historia hasta el punto final. García Márquez sostenía al lector.
Aprendí a escribir historias. Escribí historias.
Un día viajé a Villaguay a conocer a María Laura dispeusto a escribir su historia. Una chica que, decía su familia, había sido poseída por el demonio, y que fue canción en Circo Beat, el álbum de Fito Páez: «Todas del sol, todas las noches del agua».
Otra vez, una madrugada de invierno, viajé a Concordia a escuchar a los inundados, pero antes de llegar a Concordia y escuchar a los inundados, el colectivo en el que viajaba se quedó en medio de la ruta, y la calefacción se detuvo y todos abajo, a la banquina, a suerte y verdad: esperar el siguiente colectivo.
Otro día conocí la Selva de Montiel, en Federal y sus habitantes, y busqué pulperías olvidadas en los caminos de tierra de Feliciano, y escribí una crónica que titulé «Federal, el último lugar de la locura», sobre el hospital de salud mental de la Colonia Federal.
Escribía y me editaba.
Más tarde edité a colegas, corregí textos, definí títulos, firmé columnas, hice informes, fui feliz, y después, muy después, pasé por asambleas, hice paros, conocí las miserias y a los miserables, y a los dignos y a los imprescindibles en este oficio, y al final, muy al final, fui un desempleado más.
Habité redacciones desangeladas, moribundas, inundadas de olor a cloaca, cruzadas por el frío de julio, arropadas por el infierno de enero: siempre adoré las historias, leer historias, escribir historias. El oficio nos reconvirtió: nos reconvertimos. El periodismo se monotributeó: escribir y facturar, escuchar y preguntar, seguir al día con los vencimientos y aprender de memoria el CBU así como el número del DNI.
Somos sobrevivientes de un oficio que cambió para siempre.
Ricardo Leguizamón
De la Redacción de Entre Ríos Ahora