Martín (su nombre real no es Martín, pero es preciso preservar su identidad) ya no vive en Lucas González.
Lucas González, un pueblo mínimo, de religiosidad enraizada, se había convertido para él en la caldera del diablo: el bisbiseo le resonaba con ardor en los oídos, las miradas ajenas le rasguñaban los hombros, el correveidile pueblerino lo había puesto bajo la atención de casi todos.
Todo empezó la vez aquella que quiso contar.
Martín hizo lo que sintió que debía hacer: hablar.
Martín fue víctima de los abusos del cura Juan Diego Escobar Gaviria. Contó, de un modo voraz, de qué modo el religioso abusó de él siendo un chico, con cuánta perversión hizo añicos su adolescencia.
Primero intentó decirlo entre los suyos; después, ante un fiscal, Federico Uriburu.
Un chico de 18 habló de su sexo, de su iniciación, de cómo fue desflorado por un hombre mayor siendo un pibe, contó detalles de todo lo que había soportado con la certeza de todo al final se encarrilaría. Lo contó ante extraños.
Antes, lo había intentado.
Una vez lo contó en ese lugar adonde había ido a trabajar, Bomberos Voluntarios: desnudó su intimidad y dijo que había sido abusado por el cura. Esa vez lo abrazó por primera vez la intemperie más atroz.
–Dejá, quedátelo para vos. No cuentes nada de eso acá porque vas a armar flor de lío. Mejor, no. Si vas a empezar a hablar de eso, acá no vengas más. Mejor déjalo así, menor, no.
Le dijeron eso: que mejor no.
Entonces no contó.
Pasó tiempo hasta que pudo volver a contarlo. Fue después de que un nene de 11 años le contara a su maestra del Colegio Castro Barros San José, de Lucas González, que el cura del pueblo había abusado de él.
Las monjas del Colegio se presentaron ante el defensor oficial Oscar Rossi, y entonces sí se empezó a descorrer el velo de todo.
Detrás de la fachada del cura sanador, del verborrágico hombre con acento caribeño, había una personalidad insondable. ¿Qué pasaba hacia el interior de la casa parroquial de San Lucas Evangelista?
Tres denuncias en la Justicia –podría sumarse una cuarta en las próximas horas—revelaron qué pasaba, cómo el cura frotaba su mano sobre la entrepierna de los monaguillos, con qué avaricia los tocaba, de qué modo les arrebataba su sexo.
La Iglesia lo separó del cargo de párroco y lo obligó a abandonar Lucas González: ya no puede oficiar misas en público y se ha vuelto un errante. Fijó domicilio en Paraná, en la Casa de la Cruzada del Espíritu Santo, y la Justicia le prohibió, antes de la Navidad, todo contacto con los tres jóvenes que lo denunciaron por abuso. Tampoco puede acercarse a Lucas González.
Pero en Lucas, un poblado de poco más de 4.000 habitantes, a más de 100 kilómetros de Paraná, en el departamento Nogoyá, muchos se convencen en pensar otra cosa del cura Escobar Gaviria: que hizo bien, mucho bien, que cura mejor, que es un santo varón, que estos pibes algo buscan, que mirá la familia que tienen, que recemos diez avemarías y veinte padrenuestros, y que tal vez un rosario, y si dios quiere todo esto se termina, y el padre vuelve con nosotros.
En Lucas han levantado la primera piedra y se la han arrojado a un chico que se animó a denunciar los abusos. Lo han escupido de un modo bíblico, lo han puteado con toda pasión, lo han arrinconado y lo han obligado a hacer las valijas.
Martín se fue de Lucas González y se afincó en un sitio adonde ahora es anónimo, muy anónimo: en Buenos Aires.
Primero le arrebataron la niñez, ahora, los afectos.
El que esté libre de culpas, que arroje la primera piedra, dicen las Escrituras al relatar la parábola de la mujer adúltera, relatada por el evangelista Juan.
En Lucas González, las culpas se expían rápido, y las manos se cargaron enseguida de piedras.

Ricardo Leguizamón
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.