Un cable atado de forma tosca cruza de lado a lado la puerta. Es un adminículo que está inutilizado -¿funcionó alguna vez?-. Tiene el mecanismo preparado para que por ahí, por esa estructura que ahora es una inutilidad, ascienda o descienda alguien que se desplaza en sillas de ruedas. No funciona, claro.

Tampoco funciona esta ventanilla que, tozuda, se niega a deslizarse. Tiene una suciedad pegajosa y restos de papeles, chicles y escupitajos. La chica que va adelante está sentada en un sillón cuyo respaldo ha sido intervenido por un grafitero muy dedicado. Y no: la ventanilla de adelante no se desliza. Es sábado de mañana y hay pocos pasajeros. Todo lo demás es como en cualquier día de semana.

Viajar en colectivo en Paraná tiene sus bemoles: se viaja mal y peor. En fin de semana, no hay ley. Ninguna.

El colectivo avanza con marcha sosegada. El sistema se salteó un horario y la espera duró casi una hora. Nadie se queja. Nadie –los pocos que suben- dice algo. ¿Qué decir?

En horarios urgentes, el andar se vuelve histérico y los badenes son un punto de quiebre en donde siempre el coche está a punto de partirse en dos. No se parte en dos. Hay quejidos de la carrocería. Pero nadie se queja.

La suciedad se ha vuelto cotidiana.

En los 80, cuando el colectivero cortaba boleto, cobraba, daba vuelto y utilizaba esos monederos que accionaba con el dedo pulgar, había coches Mercedes Benz impecables, con cortinas en las ventanillas y olor a acaroína. En la prehistoria de todo el sistema, los colectivos tenían solo puerta delantera, así que los que subían y los que bajaban se confundían en las paradas. Un poco más acá en el tiempo aparecieron los coches Ford con timbre y puerta trasera.

«Descienda por atrás».

Este coche de 2022 tiene puerta delantera, puerta trasera y puerta en el medio. Solo sirven dos; la del medio, para personas que se desplazan en sillas de rueda, está bloqueada.

Las crisis sucesivas, los ajustes de temporada y el desinterés de muchos hicieron que ahora se pague un servicio premium  para una prestación que es siempre básica tirando a menos.

El tapizado de los asientos está destruido, la carrocería parece conseguida de segunda selección, la limpieza es un asunto siempre pendiente arriba del colectivo y en este momento el chofer hace malabares con los cambios: algo falla.

En los finales de los 70, cuando la tele era blanco y negro, y el país atravesaba una oscuridad profunda, una telenovela, “Un mundo de veinte asientos”, paralizaba al país. La protagonizaban Claudio Levrino y Gabriela Gili, la historia de amor de un chofer de colectivo y una chica de familia acomodada.

Dos años después del estreno de la novela, muere el protagonista, Claudio Levrino, el chofer de colectivo, mientras hacía temporada en Mar del Plata, un luto que fue nacional. Nadie volvió a pensar en un héroe chofer de colectivo para las novelas, porque las novelas de la tele se fueron acomodando a los nuevos tiempos, y los héroes dieron lugar a las heroínas, y los asientos de ese mundo de veinte asientos empezaron a desgastarse, y los choferes, en vez de enamorar señoritas de clases altas –por qué no a caballeros-, tuvieron otras urgencias, como esperar, con ardor, a que les depositen el sueldo en tiempo.

Los pasajeros, mientras tanto, viajan sin lugar en ese mundo de veinte asientos –todos ocupados-, y relojean el celular y escuchan audios de whatsapp, y preguntan, con fastidio, qué pasó con el coche anterior que nos dejó a pata.

 

De la Redacción de Entre Ríos Ahora