Es el sexto día de la primavera, pero recién ahora el aire se pone dulce nimbado por los colores que fulguran en el Parque. Hay un viento de aroma fresco y la tarde se va morosa, como una belleza de conciente plenitud que espera llevarse, todavía, un alma más alelada por su encanto.
Los que corren deberían detenerse. Los que besan deberían besar el aire, los que pasean a sus perros deberían perderlos de vista.
Y deberían mirar.
En lo posible mirar con la espalda pegada al césped en la costanera media y la cabeza suavemente levantada por un buzo aboyado como una pelota de papel. Eso es de utilidad para quedar boca arriba y ver contrapicado el juego de la luz sobre las flores rozadas de los lapachos. Antes de sentir el cosquilleo empalagoso en el paladar, hay que dedicarse a las copas verdes, a las tonalidades que difieren y compiten en la hora dorada.
Con gurises alrededor es mucho mejor la contemplación. Parece un contrasentido, porque uno se imagina ruido, pedidos urgentes, llantos, caídas, raspones y cardos en las piernas. Pero le aseguro que no es un contrasentido. Ellos intervienen en el paisaje como usted ya no lo hará, porque la verdad, ahora que pienso, no lo veo trepando a la barranca para tirarse después arrastrándose de espaldas por los caminos de tierra.
Ellos van a subir al árbol gigante que guarda en sombra añeja los recuerdos de su infancia. Ellos van a completar la armonía y de a ratos la van a quebrar, necesariamente, para que en la contemplación usted no se cuelgue en el pasado más que lo justo. Porque cuando el pasado se desprende y lo deja, cuando usted lo puede mirar como si fuese otro, ya tendría que dudar de esa distancia, aunque sea cierto, aunque sea otro. Los gurises juntan cuando se disgrega. Y son bellos y nuevos y alegres y mejores.
Pero decía, al principio, que es el sexto día de la primavera y el Parque a las seis de la tarde, en la costanera media, aún con el río casi oculto, pero casi al lado, es de una maravilla incandescente. Aunque un policía en la garita no se quite las gafas oscuras, aunque un hombre de buzo negro –¿porqué de negro justo hoy?- mire a su hijo con las manos en los bolsillos, aunque un pibe de chomba amarilla no sepa como hacer para quedarse en la memoria de la chica de rulos que parece quererlo un poco y olvidarlo otro poco casi al mismo tiempo.
Esta ciudad tiene estos días que abruman. Nada más hay que mirar y en lo posible callarse. Y si los recuerdos de la costanera media se le vienen encima, le digo: yo también me acuerdo de mi viejo estacionando un doge celeste debajo del árbol gigante, quejándose por los gustos musicales de mis hermanos que le ponían, una tras otra, todas las canciones de protesta editadas entre el final de la dictadura y los primeros años de democracia.
Y me acuerdo también que de chico me imaginé paseando por ahí con todas las chicas que me gustaron y que en mis primeros cuentos los personajes pasaban necesariamente por estos lares.
Pero eso, le digo la verdad, no es lo más importante. En el sexto día de la primavera, en la costanera media, a las seis de la tarde, si usted lo permite, la mirada se eleva hasta fundirse en el cielo con todos sus sentidos y uno termina por integrarse a la poesía del viento.
Esa poesía que alguien está escribiendo ahora mismo, majestuosamente, con el ritmo moroso y silbante de una belleza que se va sin ganas, pero inexorablemente. Más allá de esa melancolía, si usted mira, si mira en serio y suelta todo en la mirada, si se deja ir en la frescura del aire, será también, a las seis de la tarde, parte de esa música. Y esa música será suya.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora