La Iglesia perdió otra oportunidad de hablar de los causas penales por abuso sexual y corrupción de menores que involucran a tres de sus miembros, condenados con altísimas condenas a prisión, y prefirió plagiarse a sí misma para repetir un discurso que ya era conocido.

El arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari, utilizó su sermón de la misa por el Miércoles de Ceniza, en la Iglesia Catedral, para repetir las mismas palabras a las que ya había echado mano a comienzos de marzo último, en el inicio de la Cuaresma, y dijo: «Esta celebración está enmarcada en este tiempo en donde la Iglesia en todo el mundo -también en nuestra Arquidiócesis- está sufriendo un largo y doloroso proceso de purificación, marcado por el dolor y el escándalo causado por graves pecados y delitos de algunos de sus miembros».

Pero enseguida habló del perdón. «Queridos hermanos -dijo-, les pido que siguiendo el deseo del Papa, mejor aún el de Jesús, aprovechemos estos días para reparar por nuestros pecados y los de nuestro tiempo, con nuestra oración, sacrificios y entrega, especialmente con nuestra disponibilidad para abrir las puertas de la misericordia a nuestros hermanos en el sacramento de la reconciliación».

En la Misa Crismal de este Miércoles Santo, Puiggari citó palabras del papa Francisco, cuando le decía a los jóvenes, «en medio de este drama que duele el alma. ´Jesús Nuestro Señor que nunca abandona a su Iglesia, le da fuerza y los instrumentos para un nuevo camino´. Así, este momento oscuro…puede ser una oportunidad para una reforma de carácter histórico, para abrirse a un nuevo Pentecostés y empezar una etapa de purificación …que otorgue a la Iglesia una renovada juventud”.

 

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Esta es la homilía que pronunció Puiggari en el Miércoles Santo en la Iglesia Catedral de Paraná:

Querido Señor Cardenal

Queridos hermanos en el sacerdocio;

Queridos Diáconos, queridos Consagrados y consagradas, queridos seminaristas

Queridos hermanos en el Señor: 

La Santa Misa, que estamos celebrando, en el hoy de la liturgia, nos hace sentirnos contemporáneos a ese jueves grande, que llamamos con emoción el día de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial, y también recordamos con gratitud aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración consacratoria, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo.

 

Iluminados por el evangelio que acabamos de escuchar, volvemos nuestra mirada atenta y creyente a la sinagoga de Nazaret, Jesús se apropia la profecía de Isaías y se presenta a sus contemporáneos, como lleno del Espíritu, él tiene clara consciencia de su identidad y de la misión recibida.  dos aspectos de una misma realidad: Él es el Hijo amado del Padre que, por la unción del Espíritu se reconoce enviado a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

 

Todos los bautizados nos reconocemos, hijos amados del Padre y enviados por el poder del Espíritu a una misión.

 

En esta noche, nosotros los sacerdotes queremos actualizar nuestra vocación de haber sido ungidos y enviados a anunciar la Buena Noticia a los pobres y a proclamar un año de gracia. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido”. Estas palabras de Isaías que Jesús se aplica a sí mismo en la Sinagoga de Nazaret debe tocar profundamente nuestros corazones sacerdotales en esta noche; es una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano, desde su bautismo; pero es una unción que marca para siempre especialmente la persona y vida de los presbíteros, para llevar un gesto de consuelo al pobre, anunciar la liberación a cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes , para restituir la vista a los que no pueden ver por tantas nuevas formas de ceguera.

 

Así se manifiesta que nuestra vocación requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una renuncia de nosotros mismos, a la tan invocada autorreferencialidad, como nos insiste el Papa Francisco… Se nos pide que no reclamemos la vida para nosotros mismos, que no la retaceemos, sino que la pongamos a disposición de Cristo.

 

Esta celebración está enmarcada en este tiempo en donde la Iglesia en todo el mundo _ también en nuestra Arquidiócesis _está sufriendo un largo y doloroso proceso de purificación, marcado por el dolor y el escandalo causado por graves pecados y delitos de algunos de sus miembros.

 

Hace un tiempo recordaba el Papa el  Vía Crucis del entonces Cardenal Ratzinger, que en una meditación de una de las estaciones decía: “¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia…  ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra!… ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!…  También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos…  es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf Mt 8,25).

 

Ante esta situación, Francisco nos pide un compromiso de conversión, de oración y de santidad. Y nos advierte sobre la tentación del espíritu de cansancios que nos lleva a una manera insatisfecha de vivir: el espíritu de insatisfacción. Todo no nos gusta, todo está mal. Algunos cristianos, nos dice el Papa, viven día a día una vida de plañideras fracasada…quejándose, criticando, murmurando, viven en la insatisfacción… Apuestas al fracaso, no creen en la Pascua

 

El amor a Jesús, a la Iglesia y a nuestros hermanos, nos tiene que hacer reaccionar y ponernos de rodillas para pedir al Esposo que purifique a Su Esposa. Esposa manchada por nuestros pecados. No es una tarea nuestra, es del Señor

 

A menudo me preguntan: ¿Qué debemos hacer?  El Cardenal Sarah, Prefecto de la Sagrada congregación de liturgia nos dice:” La unidad de la Iglesia tiene su fuente en el corazón de Jesucristo. Debemos mantenernos cerca de él. Ese corazón que ha sido abierto por la lanza para que podamos refugiarnos en él, será nuestra casa. La unidad de la Iglesia reposa sobre cuatro columnas. La oración, la doctrina católica, el amor a Pedro y la caridad mutua deben convertirse en las prioridades de nuestra alma y de todas nuestras actividades.

 

Francisco no invitaba también a la reparación. Me gustaría, mis hermanos, pedirles que meditemos especialmente este año, Getsemaní.

 

 Cuando Jesucristo entró al mundo, los testigos fueron su padre adoptivo, su Madre y unos poquitos pastores. Cuando va a salir del mundo, por el sacrificio de la Cruz, los testigos últimos son los pobres pescadores convertidos en Apóstoles, pero todavía ignorantes, rudos, pequeños, débiles, malcriados… Y sin embargo los eligió.

Eran sus primeros sacerdotes y nos estaban abriendo a todos los sacerdotes el privilegio y la obligación de acompañarlo en Getsemaní y en su pasión.

 

Cuando fue al Huerto con estos apóstoles, Él nos tenía perfectamente presentes a cada uno de nosotros… los que estamos aquí y ahora … Y nos eligió

Mi alma está triste hasta morir. Quédense aquí y vigilen conmigo”, quédense aquí…  recen” … Jesús quiere unirnos especialmente al momento más duro de su vida, más que la Cruz.

 

Él, el SANTO, en ese momento ve a través del tiempo y del espacio, a cada uno de los hombres bien singularmente, así, de un modo bien particular, nos veía a cada uno de nosotros. Vio nuestros pecados, los de toda la humanidad de todos los tiempos…cuánto le habrá pesado nuestro tiempo. El Señor se hizo pecado para salvarnos.

 

Queridos hermanos, les pido que siguiendo el deseo del Papa, mejor aún el de Jesús, aprovechemos estos días para reparar por nuestros pecados y los de nuestro tiempo, con nuestra oración, sacrificios y entrega, especialmente con nuestra disponibilidad para abrir las puertas de la misericordia a nuestros hermanos en el sacramento de la Reconciliación.

 

Francisco les decía a los jóvenes, en medio de este drama que duele el alma. “Jesús Nuestro Señor que nunca abandona a su Iglesia, le da fuerza y los instrumentos para un nuevo camino”. Así este momento oscuro…puede ser una oportunidad para una reforma de carácter histórico, para abrirse a un nuevo Pentecostés y empezar una etapa de purificación …que otorgue a la Iglesia una renovada juventud”

 

Santidad- oración- humildad- caridad pastoral- unidad y amor a la Iglesia son las actitudes que debemos pedir siguiendo su deseo.

 

Pero también se nos exige un nuevo modo de acercarnos a nuestro pueblo, el sacerdote es un hombre de misericordia y de compasión, cerca de su gente y servidor de todos. Este es un criterio pastoral fundamental, la cercanía, la proximidad. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia. Tenemos que hacer un gran esfuerzo en acoger a cada hermano, especialmente los pobres, enfermos, a los que sufren en el cuerpo y en el alma, a los pecadores.

 

Recordemos lo que nos dice Francisco en su Exhortación Apostólica: “ Evangelii  Gaudium” quiero invitarlos a una nueva etapa evangelizadora, marcada por la alegría del Evangelio, que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús… Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG n.1)” La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar” (EG n.84)

 

El Espíritu Santo nos apremia a “vivir alegres en la esperanza” y nuestros hermanos y el mundo exigen de nosotros un claro testimonio de ella, testigos y profetas de esa esperanza que no defrauda, la cual supone la fe y en ella se apoya.

 

El siervo de Dios, el Cardenal Eduardo Pironio, decía a los sacerdotes: “el mundo nos ha contagiado un poco su desilusión y su amargura. Demasiado entregados a la acción… terminamos por agotarnos física y espiritualmente…” Hay un cierto desaliento que se origina en una impaciencia humana, existe una gran tentación de desesperar, sin embargo “estamos en la hora providencial de la esperanza, quizá porque estamos en la hora de la angustia”.

 

“No se dejen robar el entusiasmo misionero, la alegría evangelizadora, la esperanza” nos pide Francisco

 

Esperanza no quiere decir insensibilidad, indiferencia, irrealismo o falta de compromiso. Es la certeza de la presencia de Dios en el mundo que nos dice “No tengan miedo, Yo estoy con ustedes y he vencido al mundo”. La certeza de que el Reino de Dios ya está entre nosotros y marcha inexorablemente hacia su plenitud.

 

En este contexto histórico, el sacerdote debe vivir la esperanza teologal intensamente, debe ser hombre de Dios, hombre de esperanza, para comunicarla a los demás. Debe esperar por sí y por los otros. “Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí”. Nadie se salva sólo… El sacerdote debe marchar seguro y alegre, con el pueblo confiado, hacia el encuentro con Dios, con la certeza de que ÉL ha salido primero a su encuentro.

 

Somos un pueblo sacerdotal en marcha hacia la eternidad. Todo lo que hacemos con generosidad y amor nunca fracasa en el misterio del Cuerpo Místico. Podemos fracasar en apariencia, pueden fracasar nuestros proyectos personales, pero nunca fracasa el plan de Dios y la construcción progresiva de Su Reino. La esperanza, como virtud teologal, es la tensión profunda del hombre hacia el Dios.

 

La esperanza debe ser perfeccionada y purificada. Las dos ocurren gracias a la Cruz. “El triunfo cristiano- Francisco- es siempre una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal” (EG n. 85)

 

Es una ley evangélica que el sarmiento que da frutos debe ser podado para darlos más abundantemente y mejores. La prueba crucial es la ausencia de Dios. Son las noches oscuras que conocemos por los místicos. El alma debe esperar contra toda esperanza. Pero hay otras pruebas en los sacerdotes: las críticas, los fracasos, el abandono, el aparente triunfo del mal. Dios está oculto, parece que calla, pero está. “No tengan miedo… Yo estoy” he orado por ustedes para que no desfallezcan. Confirmen a sus hermanos.

 

Vamos a continuar con la Eucaristía, pero antes de la bendición de los óleos, los sacerdotes vamos a renovar las promesas sacerdotales que hicimos por primera vez en nuestra ordenación sacerdotal. Hoy, en vísperas del jueves Santo, día sacerdotal por excelencia, renovamos estos compromisos. Es un signo y pedido de fidelidad, como una exigencia gozosa por parte del mismo sacerdote, pero también como un derecho de los fieles que buscan en él — consciente o inconscientemente — al hombre de Dios, al consejero, al mediador, al amigo fiel y prudente, al padre y guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza.

 

Queridos hermanos, les pido que acompañen a los sacerdotes, los apoyen con su oración. Recen por ellos, acompáñenlos verdaderamente como hermanos, quiéranlos como el pastor de la comunidad. Díganles lo que les tienen que decir con caridad y de frente… nunca por detrás, y, sobre todo, ayúdennos, porque uno va apreciando y madurando la propia vocación sacerdotal en la medida que el pueblo de Dios también colabora para hacérnosla apreciar.

 

Recemos también con perseverancia por los seminaristas, por su fidelidad al llamado y por el aumento de las vocaciones sacerdotales y consagradas.

 

Un recuerdo en nuestras oraciones, por nuestros obispos eméritos, por los sacerdotes enfermos y por aquellos que están fuera de la Arquidiócesis prestando servicio a otras Diócesis o estudiando en Roma.

 

Y a ustedes, queridos sacerdotes, soy conscientes del trabajo arduo que están haciendo, muchas veces en medio de incomprensiones. Que Dios se los pague y los fortalezca como sólo Él sabe hacerlo hasta que escuchen la palabra que más esperamos: “Siervo bueno fiel entra en el gozo de tu Señor”.(Mt.25,33)

 

Santísima Virgen del Rosario, Madre y Reina de los sacerdotes, ayúdanos a corresponder a este tiempo de gracia y   de dolor y que sintamos el gozo de vivir y trabajar en la Iglesia de Jesucristo, con la convicción que el camino es la santidad, el bien y la verdad.

 

A Jesucristo, nuestro Maestro y Redentor, que ahora se inmola y sacrifica por nosotros en esta Misa Crismal, la gloria y el poder por los siglos de los siglos (. Ap 1, 6). Amén.

 

Mons. Juan Alberto Puiggari

 

Arzobispo de Paraná

 

El mismo tono, las mismas palabras, utilizó Puiggari para referirse a los casos de abuso en la carta pastoral que dirigió a los católicos a inicios de marzo último con motivo de la Cuaresma:

 

Un camino de renovación

 

A pocos días de iniciar la Cuaresma, quisiera reflexionar con ustedes sobre la gran oportunidad de renovación e impulso que la Iglesia propone a sus fieles en este tiempo tan particular. En cada Cuaresma, el Señor recorre el camino de preparación para su Pasión, muerte y Resurrección, con las cuales concretará la Redención de la humanidad. Camino difícil, duro, inquietante, pero que va adquiriendo cada vez más sentido a medida que se va acercando a la meta. Camino que también prefigura el arduo peregrinar del hombre ya redimido, hacia la vida plena que ganó para él el Redentor. Por eso, el tiempo de Cuaresma es siempre propicio para reflexionar sobre el sentido de nuestra peregrinación y sobre la certeza de nuestra esperanza final.

 

Hoy la Iglesia en todo el mundo -también en nuestra Arquidiócesis- está sufriendo un largo y doloroso proceso de purificación, marcado por el dolor y el escándalo causados por graves pecados y delitos de algunos de sus miembros. Hemos condenado repetidamente esas situaciones, y seguiremos haciéndolo, poniendo los medios que estén en nuestras posibilidades para evitar que estos hechos se repitan y para acompañar a quienes más han sufrido en la Iglesia.

 

Si bien de un modo u otro todos experimentamos las consecuencias de este proceso, íntimamente sabemos que la voluntad del Padre es que nos revistamos de humildad y fortaleza para atravesar el momento, confiados en el triunfo final de la Resurrección, del que ya podemos ver muchos adelantos si, enfrentando el miedo y la confusión, abrimos los ojos a las realidades espirituales de la Fe, la Esperanza y la Caridad.

 

Vemos entonces, con enorme gratitud, que la obra que el Espíritu Santo sigue perseverantemente realizando a través de la Iglesia nos supera, nos trasciende, nos asombra, nos conmueve. ¿Cómo no conmoverse frente a los cientos de fieles que ofrecen su tiempo en tantas capillas de adoración perpetua que hay en nuestra Arquidiócesis? ¿O con el entusiasmo imparable de los jóvenes que regalan sus vacaciones para llevar el mensaje de esperanza a tantos hermanos alejados, niños en situación de vulnerabilidad, en movimientos, instituciones? ¿Cómo no dar gracias con todo el corazón por la obra de Caritas y tantas instituciones eclesiales que ponen enorme empeño en acudir con su asistencia y contención allí donde hay más necesidad, extrema pobreza, desempleo, catástrofes climáticas? ¿Cómo no asombrarnos por todo el bien que la Iglesia es capaz de hacer a través de la entrega de quienes, con esfuerzo y alegría, se hacen eficazmente cercanos a los hermanos que intentan salir de la esclavitud de las adicciones, visibilizado en centros, casas y lugares de conversión? ¿O tantos laicos que se juegan para defender y promover la vida -toda vida- desde el primer momento, o voluntarios que se acercan a las mujeres en conflicto con su embarazo para apoyarlas, sostenerlas, facilitarles el camino hacia una maternidad plenificante? ¿Cómo no admirarnos ante tantas familias que luchan día a día, en medio de dificultades de todo tipo, para poder mantener un testimonio cristiano que sea luz para otras familias y que muestre que todavía es posible educar a los hijos en la fe, el respeto y el compromiso con los valores más nobles? ¿Cómo no reconocer con agradecimiento la labor de tantos profesionales que juegan sus trabajos y su comodidad por no ceder a presiones indebidas y poder conservar la libertad para manifestar la verdad y lo correcto sin importar las consecuencias? Me viene a la mente aquí la imagen de tantos educadores que, en un clima adverso, no pierden el entusiasmo que les da su vocación gozosa al servicio de los más jóvenes. ¿Y qué decir del testimonio y la entrega de tantos sacerdotes y consagrados que, en el silencio y la entrega a veces martirial de cada día, dejan su vida, su salud, sus preferencias humanas, por servir a los demás? Y así podría señalarles comunidades, escuelas, grupos y personas que emocionan con su trabajo desinteresado por el otro en bien de la Iglesia.

 

Mi primera reacción ante todo esto es de conmovido reconocimiento y gratitud por estos dones del Señor a nuestra Iglesia arquidiocesana, la que desearía fuese también experimentada por todos ustedes como parte del camino cuaresmal.

 

Por eso quisiera hacer un llamado concreto a todos los fieles para a seguir caminando juntos y profundizar en esta Cuaresma nuestro Bautismo y así poder seguir dando abundantes frutos. Porque el Señor nos sigue asegurando su presencia en la barca de la Iglesia y nos sigue pidiendo incansablemente que no dejemos de navegar mar adentro y de echar las redes: que no nos instalemos en la comodidad, que no aflojemos en el desánimo, que no perdamos el rumbo en la confusión. Los invito a que mantengamos los ojos fijos en Él: que nada, absolutamente nada, sea capaz de apartar la mirada de Su rostro tranquilizador.

 

Los vaivenes y zarandeos de la barca muchas veces son violentos y amenazan tirarnos por la borda; pero adquieren profundo sentido en los insondables designios de la misericordia de Dios. Con la mirada fija en Él, sabemos que siempre saldremos adelante y que estaremos unidos en la verdad y el amor fraterno. Eso nos dará las fuerzas para seguir sembrando la semilla del Evangelio en cada rincón de nuestra Iglesia arquidiocesana. Y recibiremos también a todos aquellos que corran el peligro de naufragar en medio de las tempestades de este mundo y quieran subir a nuestra barca, pequeña y pobre, pero alegre y confiada porque sabe que lleva al Señor a bordo. Y Él no abandona nunca su barca.

 

Quiero invitarlos con fuerza a que dediquemos siempre un tiempo a rezar intensamente unos por otros: ¡Que bien nos hace el sabernos sostenidos por los hermanos! Corrijámonos fraternalmente cuando haga falta; y también alentémonos. Y, sobre todo, salgamos cada vez más hacia el otro: ¡hay tanto sufrimiento en el que está lejos de Cristo en su vida! Nosotros sabemos que esa distancia es el origen de todo dolor, de todo daño, de todo pecado y sinsentido en la vida del hombre.

 

La Iglesia en la Arquidiócesis de Paraná quiere en esta Cuaresma renovar su compromiso de seguir al Señor, ser testigos de la verdad y apoyo para todos los que sufren y han sufrido. Las puertas están abiertas para todos; con humildad y sabiendo que, a pesar de todo, el Señor nos sigue llamando a purificarnos y a renovar nuestro compromiso por el hermano que sufre y por el más pequeño y vulnerable.

 

A todos, sin distinción, quiero pedirles que acompañen con su compromiso y oración este proceso de purificación, desde la verdad y la misericordia.

 

A los que incansablemente trabajan por la Iglesia y llevan adelante todo tipo de iniciativas por sus hermanos les quiero dar las gracias especialmente. Constituyen, ciertamente, una gran luz de esperanza para nuestra Iglesia.

 

A las familias y a los jóvenes, que insisten alegremente en hacer de sus vidas y sus comunidades testimonios vivos del amor del Señor y de respuesta generosa y desinteresada a su llamado, quisiera alentarlos a seguir al Señor mar adentro y a marcar un rumbo para tantos jóvenes y familias desorientados y abatidos.

 

A aquéllos que se sienten abandonados y desilusionados por la Iglesia, o que han sido víctimas de las miserias de sus miembros, quisiera decirles que los comprendemos y nos duele su situación. Los invito a descubrir que el Señor sigue valiendo la pena y nos trae su Vida en plenitud; que es el único capaz de curar todas las heridas y hacer nuevas todas las cosas, incluidas nuestras vidas. Ustedes son nuestros hermanos y queremos ofrecerles todo lo que la cercanía fraterna es capaz de dar en una familia.

 

Y a tantos sacerdotes, consagrados y diáconos de la Arquidiócesis, que entregan sus vidas con alegría, muchas veces en medio de la incomprensión y de una crítica y sospecha martirizantes capaces de causar un enorme cansancio y de minar el entusiasmo propio del amor a Dios, quisiera decirles que camino al lado de ustedes y que sufro cada dolor que los aflige como un padre se siente dolido por todo lo que agobia a sus hijos. Los sigo invitando hoy más que nunca a tener la mirada levantada hacia el Señor, de tal modo que Él sea quien nos mantiene irresistiblemente unidos en el amor, y quien hace que todas las incomprensiones y las contrariedades de la vida sean poco al lado de la firmeza con la que somos fijados junto a su corazón.

 

En cuando a mí, Dios me puso en este momento al frente de la Iglesia arquidiocesana de Paraná, con todas mis limitaciones humanas, que intento superar día a día. Acepto las tensiones de este tiempo, en el que trato de poner todos los medios posibles para llegar a la verdad y la justicia. Sepan que doy gracias a Dios por todos ustedes y los llevo cada día en mi oración: estoy a su servicio y que cuentan con todo mi amor de padre y pastor. Les pido que recen por mí y que sepan perdonar mis errores, porque no se trata de mí sino de que Él brille y actúe con su poder.

 

Que durante la Cuaresma, junto a María, Nuestra Señora del Rosario, podamos reflexionar sobre todo esto y renovar una vez más la acción de gracias, la alegría y el entusiasmo por las promesas y los dones del Señor en nuestras vidas y en la de nuestra querida Iglesia arquidiocesana.

 

 

 

Mons. Juan Alberto Puiggari

 

Arzobispo de Paraná

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En los tribunales


La Iglesia de Paraná tiene tres curas condenados por abuso y corrupción de menores.

Juan Diego Escobar Gaviria, colombiano, referenciado en la Cruzada del Espíritu Santo, la orden religiosa que, aunque no creó, sí dio el impulso suficiente como para convertirla en germinadora de esos nuevos predicadores de tiempo, los curas sanadores, el sacerdote Ignacio Peries, de Rosario, fue el primero de la lista. Escobar Gaviria fue el primer miembro del clero de Entre Ríos condenado por la Justicia por abuso y corrupción de menores, delitos sobre los que la Iglesia Católica sale con frecuencia a golpearse el pecho en público pero sobre los que no pide perdón a la sociedad.

El cura fue condenado el 6 de septiembre por haber abusado a cuatro menores. En tres casos se lo acusó de promoción de la corrupción de menores reiterada, agravada por su condición de guardador; y en uno por abuso sexual simple agravado por ser cometido por ministro de culto. Los hechos por los que fue condenado ocurrieron en la parroquia San Lucas Evangelista, de Lucas González, en el departamento Nogoyá, donde estuvo destinado desde 2005 hasta 2016.

El fallo, de 304 páginas, incluyó la primera condena de envergadura para un miembro de la Iglesia Católica: 25 años de prisión efectiva. Desde hace dos años, Escobar Gaviria, además, está con prisión preventiva en la Unidad Penal de Victoria.  “Las conductas reprochadas fueron realizadas personal y directamente por el acusado , como así también las mismas se perfeccionaron con el pleno conocimiento y la voluntad de realización de actos de contenido sexual que contaban con las características exigidas por los tipos. Escobar Gaviria actuó, en todos los casos,  con  intención y voluntad, en todos los casos, quiso lo que hizo e hizo lo que quiso”, dice el fallo.

El 21 de mayo de 2018 se conoció la condena a 25 años de prisión para el cura Justo José Ilarraz, quien espera la confirmación de esa sentencia con arresto domiciliario en un departamento de calle Corrientes al 300, en Paraná, con tobillera electrónica. El 1° de junio se conocieron los fundamentos del fallo unánime firmado por los jueces Alicia Vivian, Carolina Castagno y Gustavo Pimentel.  Los jueces valoraron los testimonios de las siete víctimas que denunciaron -“la declaración de la víctima, aún cuando sea el único testigo de los hechos, tendrá entidad para ser considerada prueba válida de cargo, y, por ende, virtualidad procesal para enervar el principio de inocencia del acusado, cuando no se adviertan en ella razones objetivas que invaliden las afirmaciones que realiza”, dijeron- y reprocharon el silenciamiento de la cúpula e la Iglesia.

Así, el tribunal dijo, en un fallo de 375 páginas, que  “coadyuvó como elemento facilitador del plan de Ilarraz, la posición asumida por sus superiores y pares actuantes al tiempo de los hechos; ya que sin su omisión el acusado no hubiera podido cumplir sus designios delictivos con la libertad e impunidad con que lo hizo”.

El último miembro del clero condenado fue Marcelino Ricardo Moya, el viernes 5 de abril último, cuyos fundamentos se darán a conocer el 15 de este mes por el Tribunal de Juicio y Apelaciones de Concepción del Uruguay. Moya fue condenado a 17 años de prisión por abuso sexual y corrupción de menores.

A principios de marzo pasado, el arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari,dio a conocer una carta pastoral por el inicio de la Cuaresma -previo a la Semana Santa- y se refirió a los casos de pederastia dentro de su rebaño. Dijo: “Hemos condenado repetidamente esas situaciones, y seguiremos haciéndolo, poniendo los medios que estén en nuestras posibilidades para evitar que estos hechos se repitan y para acompañar a quienes más han sufrido en la Iglesia”.

 

 

 

De la Redacción de Entre Ríos Ahora.