Una semana antes del concierto, lo entrevisté en la radio en que trabajaba entonces. La razón de la nota, justamente, era el lanzamiento de su disco nada menos que en la Ballena Azul del Centro Cultural Kirchner. Carlos Aguirre iba a subir solo al escenario, apenas vestido con las luces imaginadas por Sergio Fabri y un piano.
En uno de los espacios culturales más relevantes del país, Aguirre presentaría, una a una, las canciones de su disco La música del agua: versiones propias de un cancionero folclórico, del amplio litoral y más allá también, alumbrado especialmente por la energía creativa de tres nombres: Chacho Muller, Aníbal Sampayo y Ramón Ayala.
Soy periodista, me gusta la música, de una manera bastante ecléctica, pero de ningún modo tengo las herramientas para cronicar un concierto desde los conocimientos específicos y pertinentes. Lo que quería hacer, y eso le dije a Carlos, era contar la escena. Lo que sucedía en el CCK con Aguirre tocando, solo con su piano, un puñado de canciones preciosas, que dicho sea de paso yo había estado escuchando, hipnotizado por el clima del disco, por la suavidad de su interpretación. Por ese modo de viaje claro entre los paisajes del agua.
Con sobrada amabilidad, Carlos me ofreció un espacio en el auto que viajaba el mismo día del concierto y que conducía su sonidista: Edu Villar. En el coche también estaban Luciana Isfrán, Gonzalo Díaz y Belén Irigoyen. Los tres iban a subir a escena para acompañar a Carlos en el epílogo del concierto, en una suerte de apoyo musical y moral: la compañía necesaria para habitar la ballena en una resonancia más cálida.
Salimos a las 6 de la mañana. Entre otras cosas que descubrí más allá de los 40 acerca de la incertidumbre, es que el cuerpo duele más fácil, por dormir mal, por comer mal, por soñar mal, por trabajar enroscado en la computadora en metamorfosis gradual de humanoide a bicho bolita. No llevaba 20 minutos en el auto y un dolor que crecía a un lado del omóplato izquierdo y avanzaba con descargas de tipo eléctricas hacia el cuello e incluso al antebrazo, me llenó la cabeza de ruidos. Ni siquiera de preguntas, solo ruidos provenientes del dolor vibrante instalado como una cuerda de espinitas venenosas frotándose ahí adentro.
No podía bajarme del auto entre los campos de frutillas crecidas y roseadas de agrotóxicos, en esos pueblos polvorientos de Santa Fe. “Bueno, hasta acá llegué, ahora me bajo, les dejo besos y abrazos y me llevo el cuerpo a un colectivo para seguir sufriendo pero de regreso”.
No era solución. Fui masajeándome el brazo, estirando el cuello, cambiando mínimamente la posición solo para modificar, apenas, los sentidos del dolor, sus orientaciones. En algún momento llegamos a Buenos Aires y en algún momento estacionamos en el CCK. No se calmaba ni estirando, aflojando, tomando un ibuprofeno de 6000 gramos. Pero caminar por el centro porteño era menos padeciente que viajar en coche. Fui a un café, en esas calles de sombras absolutas por la altura de las obstrucciones: edificios públicos, edificios privados, bancos, más bancos.
Volví al CCK media hora después. Ya tenía mi credencial como parte de la comitiva Aguirre y podía manejarme con libertad hacia el interior del gigante. En la entrada anunciaban los conciertos venideros: Patty Smith, Pedro Aznar, Carlos Aguirre. Tomé foto de eso. En un piso superior había una muestra de Julio Le Parc. La recorrí con una mano frotando las cervicales. El dolor no me permitía una observación detenida, ni atenta. Me había abandonado el deseo y la intensión, pero la obra de Le Parc, igual, te viene a buscar, te espabila: provoca una travesía de sensaciones. Tampoco soy entendido en artes visuales, así que hice mi recorrido y bajé a la Ballena Azul.
Carlos se había cortado el pelo al ras. Probaba en el piano. El sonido calzaba como un guante perfecto: cómodo, abrigado, especial. También ensayaron la participación de los músicos que viajaron con Vilar. La sala estaba en penumbras, las voces eran murmullos. Fabri orientaba las luces, Vilar constataba el sonido desde las últimas butacas.
Carlos seguía en el piano. Yo quería detectar los detalles mínimos, esos gestos o acciones que una vez capturados y volcados al texto pueden revelar, en su simpleza, los sentidos de un modo de hacer. En ese caso el modo Aguirre. Pero con una nube en la cabeza, integrada por las onomatopeyas del dolor, tipo uy, ay, puf, ahhh, más las puteadas correspondientes, lo que finalmente podía atender era poco. Tampoco anoté nada.
Recorrí los camarines y los pasillos. Salí de corresponsal para la radio en la que trabajaba un instante antes del concierto y a la hora señalada me ubiqué en segunda fila. Cuando dieron sala me fijé en el público. Lo vi a Juan Quintero. Lo vi a Ramón Ayala. Atrás mío se ubicaron Tincho Martínez y su esposa. Habían viajado en cole desde Paraná exclusivamente para ver el recital y volverían desde Retiro en el micro de las 12.
Carlos salió a escena. La sala estaba colmada y el primer aplauso fue concluyente. Es decir, no era un aplauso de expectativa o salutación de bienvenida, sino una ovación entregada. El músico caminó despacito, hizo un gesto mínimo, una inclinación tímida y se sentó al piano. Oí su respiración desde la segunda fila, algunos movimientos, los zapatos raspando en la madera, antes de que finalmente acometiera el piano y comenzara a plasmarse en el sonido de la ballena la magia que lleva Aguirre.
Empezó y siguió en orden al disco. Cuando finalizó “Juancito en la siesta”, el tema que abre La música del agua, se confirmó la primera percepción: esa gente sabía lo que había ido a escuchar y recibía agradecida la música del piano zen del litoral, como título alguna vez un diario porteño.
***
Hace pocos días, Carlos subió el concierto editado por Pablo Blejer a sus redes sociales. Tiene una introducción de 24 minutos en la que cuenta el proceso del disco, que es mucho más que la enunciación del orden de su tarea, sino que incluye la vida que transcurre en un impreciso período de tiempo –más o menos calcula 5 años- en el que hubo duelos, viajes, angustias, encuentros. Todo entre canción y canción. Y esos elementos, inaprensibles y envolventes, como el sonido de Carlos en la Ballena Azul, se encuentran adentro mismo de las canciones, en la interpretación, en el clima de viaje. Algo de eso que decía al principio.
Yo viajé a hacer la crónica del concierto de Carlos. Ya se están por cumplir 2 años de esa noche. Fue, exactamente, el 19 de septiembre de 2019. Seis meses antes de la pandemia. No me llevé casi ninguna anotación y si escribí algo, seguramente, se perdió en alguna mudanza. Lo que recuerdo, además del encanto de la escucha y el silencio absoluto de la platea, como conteniendo la respiración, es a Carlos cantando al final junto al público. También la admiración de esa gente, el respeto por la obra y el talento de Aguirre, como una repetida inclinación agradecida después de transitar el camino, sereno y vital, por los paisajes de su música y su voz.
En el camarín venían a saludarlo. Carlos sonreía, ahora tranquilo, satisfecho, pero siempre más o menos en un ritmo parecido, desalojado de algo similar a la euforia. Abrazos largos, palabras afectuosas, cariño explícito. Todo eso estaba ahí y un trazo de eso que nombramos felicidad ¿no? La plenitud de concluir algo así como un círculo perfecto: Carlos fue al CCK con sus amigos e hizo un concierto que erizó la piel de la asistencia porteña con el arte sutil de sus creaciones.
Salí con Sergio Fabri en un taxi hasta Retiro. El CCK y la terminal de Buenos Aires resultan un contraste fulminante. Pensé en tomar una cerveza y creo que lo hice, además de un sanguche espantoso, con un tomate pasado. El dolor volvió, más feroz que antes y durante más de un mes estuve inhabilitado para sentarme a la computadora a escribir el texto que imaginaba. Entonces vivía en un departamento minúsculo de calle Andrés Pazos. Ya se venía la primavera y veía un lapacho florecido del otro lado de la calle. Los días eran claros, como ahora, y yo trataba de enderezar el cuerpo, para transitar la metamorfosis y volver a escribir.
Julián Stoppello
Especial para Entre Ríos Ahora