Por Leandro Bonnin (*)

 

El ministerio sacerdotal me ha dado la oportunidad de ver el abuso sexual desde una óptica impensada durante el Seminario. Es muy fuerte y desgarrador para un curita recién ordenado que alguien te cuente que fue víctima de abuso. Muchas veces, lo hace décadas más tarde. Incluso, muchas veces me ha tocado ser la primera persona con la cual alguien, pasadas 3 o 4 décadas, lograba expresarse.

El dolor y el daño en la persona víctima de abuso sexual es de una hondura difícil de medir. Los factores que aumentan o atenúan ese dolor y ese daño varían de persona en persona, por lo que cada historia debe ser escuchada y acompañada en su singularidad. Uno de esos factores que aumentan el dolor es la experiencia de no haber sido escuchados o de que se dudara de su relato.

Al principio de mi vida sacerdotal, yo también me preguntaba ¿por qué esta persona no habló antes? o ¿por qué permitió esto durante tantos años, por qué no buscó ayuda? Poco a poco pude entender el «combo» de miedo, culpa, presión, amor a la familia, pérdida de autoestima y pudor que hacían muy difícil salir de una situación de abuso o -cuando esta cesara- denunciarlo. Aprendí pronto que jamás -ante el relato de una víctima- es justo acusarla, sospechar de ella ni menos aún dudar. Que es necesario como primera instancia -así intenté hacerlo siempre- creerle y escucharla, dándole la oportunidad de reconstruir su autoestima y reconciliarse con su dignidad. Y que el «principio de inocencia» aplicable al acusado no puede jamás revertirse en un «principio de duda sistemática» hacia el acusador.

Estoy totalmente a favor de todas las iniciativas que tengan como fin sanar a las personas que han sido abusadas, castigar a los culpables (esto suele ser necesario para la sanación), sacar a la luz abusos que hoy estén ocurriendo y prevenir que esto no suceda de ahora en adelante.

Estoy, por otro lado, completamente en desacuerdo con unir el rechazo al abuso sexual con el reclamo del aborto legal. Por eso, me parece contradictoria la actuación del colectivo de actrices argentinas que así se han manifestado.

El aborto -legal o ilegal, y en cualquier etapa de la gestación- es, además de la muerte de un inocente, una experiencia traumática para las mujeres tanto o más desgarradora y con secuelas tan profundas como el abuso sexual. Esto lo demuestran las mismas estadísticas de países con aborto legal -con estudios serios sobre el síndrome post-aborto – , y lo corroboramos también quienes tenemos como misión escuchar a las personas y acompañarlas en su sanación psicológica o espiritual.

En el caso de una menor que ha sido violada y queda embarazada, los datos estadísticos demuestran, por un lado, que quienes más padecen del «síndrome post-aborto» son, en primer lugar, las adolescentes, y en segundo lugar, mujeres con alguna experiencia traumática previa. Está totalmente comprobado que dar continuidad a un embarazo no deseado es mucho más sano psicológicamente que abortarlo.

Por otro lado, y siempre sólo desde el ámbito de la Salud Mental, muchas mujeres que han sido violadas fueron luego presionadas u obligadas por su entorno a abortar. Los testimonios indican que para muchas de ellas el aborto significó una experiencia de «re-violación», una nueva irrupción violenta en su intimidad.

«La verdad, la diga quien la diga, procede del Espíritu Santo», enseña Tomás de Aquino. Por lo tanto, no me interesa en primer lugar hacer referencia a la vida privada o a la «autoridad moral» de las actrices argentinas. Si lo que dicen es verdadero, si lo que sostienen y proponen es bueno, celebro la iniciativa. Si la rechazo -en relación al aborto- es porque es una opción falaz y contradictoria, añadiendo, por otro lado, que en el «aborto legal» más de la mitad de las víctimas son bebés mujeres.

Tres elementos más me gustaría añadir. El primero es que espero que este movimiento -si realmente quiere erradicar el abuso y toda forma de violencia de la mujer- promueva una eficaz purificación de la televisión argentina y otros medios. Dudo de que esto suceda, teniendo en cuenta que los más poderosos representantes de los medios en Argentina siguen quedando siempre al margen de las acusaciones y denuncias. Mientras no se llegue a esos poderosos -vinculados, por otra parte, con el mundo de la política- me voy a permitir dudar de las verdaderas intenciones del colectivo.

El segundo es que la situación nos invita a un replanteo sobre el lugar que damos a las «estrellas» de la «farándula» en la vida cotidiana. Sin darnos cuenta, quizá hemos considerado como «ídolos» -en el sentido fuerte de la expresión- a personas comunes y corrientes, algunas veces carentes de formación, como si fueran referentes morales. Los hemos escuchado hablar y opinar de todos los temas, y hemos llegado a naturalizar sus excesos, inmoralidades y superficialidad, al punto de que en Argentina han existido y existen revistas dedicadas pura y exclusivamente a contar las intimidades de los «famosos». Un «famoso» -varón o mujer- carece en sí mismo de autoridad para hablar de temas que exceden su competencia, aunque sus opiniones estén amplificadas por los medios de comunicación.

Los «famosos», por otro lado, son, a mi juicio, y sin entrar a analizar su responsabilidad personal, un factor de corrupción de la juventud, porque han llevado a naturalizar conductas inmorales, presentándolas con una apariencia de belleza y bondad a las nuevas generaciones. El bajísimo nivel moral de la televisión argentina, especialmente a través de la promoción de la lujuria de la promiscuidad, constituye -a mi entender- un poderoso factor que favorece aún más la existencia de acoso y abuso hacia la mujer. El abuso sexual y la violación es la expresión más grave de la Lujuria. Para decirlo de otro modo: lujuria y violencia son hermanas. Promoviendo la lujuria y burlándose de la castidad y el autodominio de manera habitual, se debilitan las reservas morales que pueden detener en alguien el intento de violentar a otra persona para satisfacer sus deseos. La lujuria nubla también la inteligencia y desordena la libertad.

Quiera Dios que todos estos debates nos ayuden a todos a convertirnos. Quiera Dios que podamos debatir y discutir con altura, sin agredirnos. Y que no nos dejemos vencer por el imperio mediático y financiero, abortista y enemigo de la familia. Que podamos resistir, viviendo la caridad en la verdad.

 

Foto: Gentileza La Lucha en la Calle

(*) Sacerdote. Actualmente reside en Santa Elena.