Andar de un día cualquiera
Por Fernanda Alvarez
Ilustración: Lorena Cabello. INSTAGRAN
Andar despacio, sin apuro, bajo el lindo sol esférico y peludo. Y llegar después de saltar un rato sobre los adoquines. Es lindo porque el asiento de mi bicicleta tiene una buena amortiguación y además estaba estrenando neumáticos. Lo que puede decirse así: era toda una alegría, una vez más, atravesar tercos tramos de la ciudad sobre los inclaudicables fierros azules.
En el camino, algún que otro sobresalto: una moto que me pasó tajante, algún taxista distraído, peatones que no saben por dónde caminar, palomas suicidas. De todo un poco, pero nada grave, salvo al llegar a una esquina, sobre la Avenida Independencia, habiendo pasado Jujuy. Un grupo de adolescentes gritando y gesticulando con vehemencia hacia unos policías. No entendí bien qué pasaba, la policía corría, ellos corrían y gritaban, se aglomeraban, se dispersaban, planeaban estrategias. Desde dónde estaba yo, los hombres de uniforme parecían pocos. Cuando el semáforo dio verde los autos quisieron arrancar y la calle estaba llena de chicos. Yo quise ir con los autos, pero de repente la muchachada entró a correr en dirección contraria, como si por delante, viniesen unos robots gigantes lanzando llamas o bombas. Eso no lo dudo. Bajé de la bici y caminé hasta la esquina, esperé el nuevo semáforo y agarré por la perpendicular a Independencia. Así es que llegué. Até la bicicleta al poste de siempre y toqué timbre.
Abren la puerta, luego de gritar preguntando quién es, contesto y entro. Allí están dos hombres con sus computadoras, al verme aparecer me esquivan bajando sus miradas. Yo lanzó un hola qué tal. No responden. El que me atendió, un hombre flaco y desgarbado, me hace esperar ahí parada, yo empiezo a percibir mi olor fuerte de haber andado rato bajo el sol con algo de velocidad y también miedo, el miedo práctico que hace que me cuide de no ser pisada, creo. Y huelo también mi olor a otras cosas. Estoy incómoda. Observo a los “jefes”, uno de ellos habla por teléfono y su voz suena tan fuerte y dura que me raspa. Finalmente el flaco que abrió la puerta me da el cheque que fui a buscar. Es el cobro de un trabajo que hice hace unas semanas para ellos, o para alguien. Cierto es que no supe hacerlo correctamente y eso es lo me estaba pesando. Contrariada les agradezco y saludo. El de siempre se hace cargo y me despide. Me despido. Cruzo la calle, desato el fierrerío, camino unos pasos hasta encontrar a un hombre sentado bajo el sol, somnoliento, su ropa está llena de grasa y aceite, parece trabajar en un taller mecánico o algo parecido. Lo interrumpo de sus pensamientos preguntándole cómo hago para llegar a Santa Fe y agarrar Cabildo. Uh! dice, es lejos, y me explica más o menos como llegar.
Creo estar decidida a cobrar ese papel y voy en busca de la sucursal bancaria. Tal vez en el andar anduve haciendo algunas conexiones: “…Buenos Aires… Atravesamientos. Gas metálico. Puntas cuadradas. Redondos agujeros de escape. Cansancio al llegar. Repulsión en los ojos dormidos. Quiero que todos nos vayamos un poco a la mierda. Aprendamos a deslizarnos y resbalar, caer y volver a andar sobre la tierra con los pies descalzos. No estoy delirando cuando digo que hace falta andar oliéndonos como monos, caminando como monos, observando. La ciudad va poblada de seudorobots, o máquinas que funcionan torpemente. Ahora vamos a escuchar las tripas, nuestros estómagos, los latidos, la respiración, los gases que salen y entran equilibrando, quiero escuchar los sonidos del aire y animales. Los movimientos del cuerpo cuando goza o aprende. Tal vez podríamos gritar cantando…”
Y me pongo a cantar a grito pelado mientras pedaleo. En eso me doy cuenta que me perdí un poco, entonces pregunto a un quiosquero. Ahí dentro de ese cubículo, lleno de golosinas y otras drogas, está junto con el hombre, que es joven y pelado, otro más con ojos de un celeste aterrador, casi sus ojos son lisos, sin betas ni pliegues, una claridad estática y fuerte. Tiene un casco puesto en la cabeza como vincha y una linga al cuello. Entonces ambos no pueden ponerse de acuerdo en cuál es el camino mejor que yo puedo tomar para ir hasta Santa Fe para agarrar Cabildo. Los escucho con paciencia y un poco mareada. El motoquero de ojos de vidrio me dice que mejor la ato y me lleva, me río nerviosa, voy a decir que la idea no me pareció nada mala, subir a otro tipo de velocidad… Pero bueno, parece que siempre tengo que estar atenta porque en cualquier momento algo me tira para atrás, así que contesto no, gracias. Y me voy. Más luego de andar otro poco paseando, si es que puede decirse así, por las calles de Palermo, dónde hace un par de años viví en calle Borges, entre Paraguay y Guatemala. El edificio que tan viejo parecía entonces, ahora está pintado de blanco y rosa. Al barrio le dicen Palermo Hollywood, yo lo conocí cuando todavía era Palermo Viejo, fue el primer lugar a dónde caímos, cuando nos vinimos desde una ciudad de una provincia ubicada entre dos ríos, a vivir a la capital, nosotras decíamos que a estudiar, si lo hicimos o no, o cómo lo hicimos, es parte de otro viaje.
Avanzando me encuentro con enormes embotellamientos. No sé porqué, tampoco sé si así es siempre, los autos tocan y te tocan sus bocinas, en vano, se insultan se apoyan, se amagan, quieren sangre, quieren vidrios rotos, quieren dientes esparcidos por el cemento, no sé bien qué quieren, pero pujan y pujan hasta el límite. Como por ejemplo, unas tres cuadras más adelante, veo, dos tipos -uno más viejo y el otro más joven- se lanzan manotazos. El segundo quiere arrancarle de las manos al primero algo que este había extirpado de su camioneta. Es como una placa, una parte del auto, y el viejo no quiere dárselo, y medio que se enroscan, forcejean sus cuerpos. Hay una mujer que se mueve asustada adentro del auto del viejo. El otro venía en una camioneta kangoo blanca, atrás de este viejo, así que yo pienso que tal vez, harto de que el otro le tocara la bocina, el viejo se bajó y le arrancó algo de adentro para que se dejara de romper… Pero no sé, esas son ideas mías. La cosa es que la gente ya aglomerada se aglomera más aún para ver el show y una señora con anteojos negros y grandes capaz de maquillaje llama a un poli, poli que andaba por ahí. El poli viene y el joven quiere testigos de que el viejo le había sacado eso que no sé. Anteriormente, cómo último manotazo de violencia, el jovenzuelo le arrancó al otro los anteojos de la cara, como venganza tal vez…
Me bajo de la bicicleta y voy por las veredas caminando. Empiezo a sentir cierta languidez. Hay mucha gente atropellada, sin cesar, la Avenida Santa Fe es un continuo de murmullo y de gas. Casi trastabillando llego al banco, sin dejar de observar algo de todo lo que se cruza: mujeres con niños, embarazadas, ancianas, vendedores de todo tipo, muchos con telefonitos, tomando gaseosas bajo el sol.
Al llegar al banco ato mi bicicleta nuevamente e ingreso al establecimiento. Pregunto a un empleado como hago para endosar el cheque. Ahí un par de complicaciones como que el papel está a nombre de alguien (que no soy yo), que también tendría que poner su firma. Idas y venidas. Hago la firma de la persona, luego la mía, ambas con algo de confusión. Así que me acerco a la caja, primero la cola, después el cajero de camisa verde agua, anteojos cuadraditos y la cara escamada. Mientras mira mi cheque, su computadora, mi documento, mi cara y todo lo que tiene que mirar, yo pienso en preguntarle si es feliz con su trabajo o, al menos, si está contento con eso que hace. Últimamente ando mucho pensando en la cuestión de los oficios y labores que uno elige o no para generar dinero: mientras observo a los cajeros me da vuelta esa duda.
Pero se ve que algo me indica que mejor no hablar mucho con él. Justo ahí me dice que no me lo puede pagar, que yo no soy la persona a quien está dirigido el cheque. A partir de ese momento, creo, entro y salgo del banco unas cinco veces, pesada y re podrida, salgo, lloro, tomo agua, pienso, voy hasta la esquina, vuelvo a entrar.
Al final no cobré el cheque y tuve con el cajero una serie de conversaciones, sobre legalidad y esas cosas. Lo miraba tratando de explicarle algo de todo, pero fue imposible. Al salir, por quinta y última vez del banco, veo que a un hombre bajito, viejo e inmigrante que estaba ahí haciendo no sé que, se le caen del bolso un montón de cosas, lo ayudo a juntarlas, le cuesta un montón agacharse.
Emprendo la vuelta. Temblequeante, con una extraña energía, convulsionada. El sol sigue estando. La estrella más próxima a la tierra. Volviendo, pasando por las vías del tren, se me cae la botellita que llevaba en el canasto, como estaba vacía y era de plástico el movimiento brusco la hizo rodar sobre el asfalto. Me bajo y me pongo contra el cordón, queriendo recuperarla, pero se hace difícil por la cantidad de autos que vienen por detrás, miro a un hombre bien redondo y petiso, con varios años de vida, que viene caminando y también vio el asunto de la botellita. Se para junto a mí y con una sonrisa me dice, ya va a llegar, ya va a llegar. Pasan los autos cerca y con el viento la empujan, hasta que uno le muerde la punta de la tapa y la botella salta más cerca. El viejo está re contento, «viste, yo te dije hay que esperar que siempre llega». Entusiasmada le pido que sostenga la bici, responde «como no» y voy a rescatar la botella. Así pues, lo saludo y continúo el rumbo un poco más contenta.
Un par de cuadras después olvidé la botella en una cabina de teléfono. Cuando me dí cuenta realmente no me importó. Ya no me importaba nada, estaba volviendo y eso era todo.
Nací en Rosario en 1981. Fui y vine entre esta ciudad, Paraná y Buenos Aires. En octubre del 2007 llegué a Bajada Grande. Cuando tenía más o menos 7 años aprendí a andar en bici, a escribir, a bailar y a tejer. Deambulé meta desventuras, amores y porrazos. Hasta que a los 30 fui mamá. Y empiezo otra vez: nací en Bajada Grande…