“La gente está nerviosa”, me dice una mujer en la fila en la que esperamos entrar al cajero. “Sí”, le digo. “En realidad, es como si no escuchara”, le agrego, porque le hago notar que fui el único de todos allí que le respondió que sí, que todos los cajeros daban plata y que podía entrar conmigo al banco. En esa sucursal hay cuatro expendedores de dinero y podrían haber ingresado dos clientes guardando incluso la prudente distancia que ahora aconsejan tener socialmente por la pandemia de coronavirus. Pero la gente de más cuidadosa ingresaba de a una a la entidad financiera, aunque todos parecían apurados. Afuera, una larga fila esperaba por ingresar.
Aguardaban bajo el sol con estricta distancia de al menos un metro y medio entre sí.
En la espera de mi turno los observaba, me observaba. Una señora mayor, por ejemplo, se apartó de la línea para guarecerse un rato en la sombra de un cartel. Se sentó en un escalón y se deslizo el barbijo que tenía puesto para dejar asomar su nariz y respirar un poco mejor.
Tenía guantes de látex también, pero parecía incómoda, como si le quedaran grandes. Con el reverso del dedo índice se rascó la nariz. ¿Qué llevará a pensar que usando barbijo y guantes, por ese solo hecho, se podría estar a salvo de contagiarse algo si acaso en un mal movimiento, reflejo quizás, las mucosas nasales quedan totalmente vulnerables?
En la fila también había un sacerdote que mataba el tiempo escuchando audios de whatsapp. Alguien de la fila lo reconoció y fue a saludarlo, y en el momento que el feligrés se acercó lo suficiente para tenderle un beso, el religioso dio un tibio paso hacia atrás. El gesto fue interpretado de inmediato y el devoto se detuvo al instante, y con total normalidad reanudó la charla.
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La ferretería es uno de los negocios que más trabaja en el barrio. Es una de las actividades exentas de la auto restricción impuesta por el Ejecutivo Nacional para contener la pandemia del Covid-19. Los ferreteros de mi zona ahora atienden en la puerta del negocio. En el ingreso, tienen colocada una cinta plástica, con bandas rojas y blancas, de esas que marcan un lugar de peligro.
En un cartel, en una hoja A 4 impresa, se explica que es así para “cuidarnos todos”.
Los ferreteros usan guantes de látex negros, y la fila es tanto o más larga que la del banco. También los clientes aguardan con una juiciosa distancia y toman sus recaudos. Uno pagó con débito y cuando le devolvieron la tarjeta y el DNI los roció con un spray, 70 % alcohol, antes de colocar los plásticos en la billetera. En la ferretería se compra un tarrito de pintura y un pincel chico, para el marco de la puerta de la cocina; una soga grande, con dos grampas, para colgar una hamaca; dos rodillos y unas lijas, de las finas; unos barbijos de tipo industrial, porque se quedó sin los otros y alguien tienen que ir a lo de su madre, que vive con otras dos señoras muy entradas en años, y tiene que cuidarlas, llevarle la comida, que se las deja en la puerta de la vivienda, porque no entra.
Hay un sinnúmero de actividades que hay que aprovechar hacer en casa ahora con el confinamiento obligatorio y la ferretería es el lugar donde se encuentra eso que hace falta y los productos de protección sanitaria que en otro lado no hay. Una pareja cuchichea y se ríe de la señora que va a ver a su madre. Se burlan por lo bajo porque tiene cubre boca, guantes y un ambo, como el que usan los médicos o enfermeros. Les parece un exceso. La mujer se da cuenta y los encara para una conversación, y entonces les trata de explicar, le quiere contar su trajín, pero a ellos no les importa.
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La verdulería está abierta; el verdulero atiende detrás de las rejas, con guantes y barbijo. La panadería también está abierta, como la pollería y la casa de carne porcina. Hay pequeñas filas en las puertas de los comercios, porque hay un cupo para el ingreso. En el supermercado, lo mismo.
Los pasillos están despejados. Las góndolas también tienen pocas cosas. La escena es de serie postapocalíptica clase B, en donde cualquier podría imaginarse en ella, saliendo de los búnkeres a buscar víveres en un ciudad fantasma. La gente procura alimentos, desinfectantes, ahuyenta mosquitos y bebidas alcohólicas. En la cuarentena no puede faltar. En el amplio salón del market no seremos más de 30, incluyendo a los cajeros y el personal que atiende los puestos de productos frescos. Hay una sola cola para pagar y alguien distraído se coloca en una caja que parece vacía. Entonces una señora de atrás le grita y de mal modo que la cola está en el otro lado. El señor se disculpa de la mejor manera, pero no logra cambiarle la cara de culo a la mujer que se sitió vulnerada en lo más profundo de su ser: se le quisieron colar en la caja del supermercado.
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En la avenida ya se ve muy poca gente pasado el mediodía de la segunda jornada de cuarentena total en Paraná. Un colectivo vacío de pasajeros pasa en velocidad y al llegar a la bocacalle acelera sobre la canaleta repleta de agua. Se dispara un chorro sucio que no salpica a nadie, pero al chofer igual se le dibuja una enorme sonrisa. Un niño aprovecha para dar una vuelta en bicicleta en la vereda y un repartidor descarga unas cajas en un negocio cerrado. Lleva guantes de látex, un barbijo colgado de mala gana y un delantal improvisado. Todo de mala gana. Como si fuera el personaje de una película de mafiosos, donde el sicario disfrazado de enfermero se delata porque el ropaje no se lleva con sus modales. Y todo así. Simulando un protocolo, una rutina extraordinaria, un disciplinamiento social nunca imaginado, una espera. En la espera que esa catástrofe del virus que anuncian en la tele no llegue nunca o que llegue y se vaya pronto, aunque la peste ya está aquí.
Silvio Méndez
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.