Con 40° de sensación térmica, minutos antes de que empiece febrero, planchado e irreal, con espejismos de charcos que se evaporan en una ruta arruinada y sin salida a ninguna parte, leo las últimas elucubraciones de Arthur y decido hacer algo que no tiene sentido: voy a escribir. Llevo semanas de un silencio casi estricto en este asunto y no digo que estoy de acuerdo con eso, pero qué más da, igual no hay remedio.
Acá vamos, de nuevo, con el adolescente de los 90´ que buscaba una energía liberadora en libros, canciones y ensayos de escritura con la fuerza de un guante vacío. Todo eso, que cabía en una mochila, más una mirada parpadeante de desilusión ante lo que ya estaba perdido de antemano. Ufff. Estábamos cansados antes de empezar. No íbamos a tener buenos trabajos, porque no había buenos trabajos. No íbamos a formar familias, porque las familias se partían y no se podía creer en ninguna de las ilusiones ópticas del estado de bienestar que se había ahogado en sus propios vómitos de impotencia.
Arthur tenía razón. Pero era un charlatán. Sí, un charlatán que te podías encontrar en el bar de Ferre y Urquiza o en una estación de servicio donde el porrón se vendía a un peso con veinte. Un charlatán que andaba en la mesa y cambiaba de nombre y de cuerpo. Porque había muchos Arthur, hasta que Maxi Sanguinetti visualizó un cuerpo, con una cabeza pelada y una ceja atravesada, como una grieta del vacío, descargando la desazón de esa mente febril succionada desde el abismo.
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Caminaba hasta el centro, del lado oscuro de la calle, hasta un negocio que vendía hamburguesas y papas fritas, entre el resplandor de unas luces violentas magnificadas por un espejo del tamaño de una pared. Andaba la noche sin buscar ni esperar nada, más que la observación de todo lo que se presentaba como una puesta en escena, una ilusión berreta, un fiasco.
Pero Arthur lo hacía mejor, porque estaba solo casi siempre, pero tenía una novia poeta y punk. Y podía citar autores y llamar a la línea de la persona en crisis para suicidar a los asistentes. Y burlarse de los periodistas y hundirse en su agujero de lecturas, música y depresión.
Hay un montón de definiciones, que seguramente Arthur conoce mejor, sobre el lugar que ocupan los creadores, los artistas, a la hora de dar cuenta de su tiempo, sobre todo de tiempos oscuros, a través del tamiz de su sensibilidad. Arthur permanece con la tristeza abierta y una mueca de decepción en la cara, mientras su creador lo presenta ahora compilado, en cuadritos que reunidos pasan revista a dos décadas, pero que tienen particularmente el clima y el bajón de los 90´. La mirada lateral, desde la vereda, cuando el mercado bajaba a gritos de colores por un tobogán.
Maxi Sanguinetti es el padre, el mentor o el confesor más frecuente de Arthur en sus diatribas sobre nihilismo y melancolía. Es la voz que Arthur no tiene, pero sobre todo un artista que maneja los ingredientes de lo que pasa, para transformar el bajón, en un chiste, en un piedrazo al río que salta tres o cuatro veces, con rebeldía y gracia, antes de hundirse definitivamente en la nada. Sin embargo las ondas se expanden en la superficie del agua y continúan el movimiento, aún cuando el autor se retira de la orilla y vuelve a su guarida a cranear sus criaturas.
Ahí está Arthur, 20 años después, en un libro precioso que representa a partir de un personaje, verborrágico y esquivo, una parte de esa generación que escarbó en el desánimo, riéndose de la farsa del progreso, el derrame y la corrección. Ahí está escondido, mirando desde su agujero, como se cocina la ciudad a 40° de sensación térmica, esperando el alivio de la noche para salir por las calles y concluir que el desenfreno tampoco es una salida porque no dura. Nada dura. Lo que sucede es ahora, la risa sobre nosotros, sobre nuestra caricatura, sobre el Arthur que llevamos dentro y que me invita a escribir, aunque no haya sentido, remedio, ni resultado. Solo esto y un libro de Maxi para combatir el clima de los tiempos y exorcizar, también, el desencanto.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora.