A unos kilómetros al oeste de la ciudad entrerriana de Federal, al norte del mapa y del olvido, se encuentra la Aldea San Isidro. No hay carteles vistosos que indiquen su presencia; la anuncia el paisaje: lomadas suaves, caminos de tierra que se curvan entre estancias, eucaliptos como centinelas del silencio, y un aire limpio que huele a campo húmedo, a leña humeante, a historias bien guardadas.
Esta zona es típicamente ganadera. Las pasturas naturales hacen que las vacas pasten con la misma tranquilidad que los paisanos conversan bajo la sombra. En esta región sopla la memoria. Aquí, la “Selva de Montiel “, con sus rincones aún vírgenes, conserva una biodiversidad que se resiste al avance del tiempo: urutaúes invisibles que cantan de noche, carpinchos despreocupados cruzando alambrados y rumbeando por algún curso de agua, y espinillos floreciendo en una auténtica bandera litoraleña.

En ese cuadro de postal viva, hay un punto que no figura en muchos mapas, pero que “late con alma propia”. Es el almacén “Ave Fénix”, un rincón que supo arder literalmente, y luego resurgir, como su nombre lo anuncia, para volver a brindar su servicio y ser el punto de encuentro de la comunidad, donde se destaca la escuela agrotécnica “Divina Providencia”, formadora de cientos de chicos y chicas en esta comarca entrerriana.
De la quesería al alma del pueblo
Todo comenzó en 1992, cuando Miguel Ángel Asselborn, vecino con vocación de anfitrión, le dio nueva vida a una vieja quesería. Inspirado por los relatos de un tambero que pasaba a dejar leche todos los días, decidió levantar allí no solo un bar, sino “un lugar de reunión, un fogón con paredes “. Así nació “La Tradición”, un espacio con cancha de bochas incluida, donde cada domingo era un festival de anécdotas, risas y competencias amistosas que comenzaban temprano y se extendían hasta que el mate se lavaba solo.

El lugar creció con el paso de los años, no por sus dimensiones, sino por la intensidad con que la comunidad lo abrazó. Se sumaron mesas, bancos, estanterías de madera de eucalipto, cuadros que contaban la historia de la zona, y decenas de objetos donados por vecinos que entendían que el alma del pueblo no se guarda en vitrinas sino en lugares compartidos.
El fuego que no quemó la esperanza
La historia dio un giro inesperado cuando un descuido doméstico —limpiar telarañas con una chispa al acecho— generó un “incendio” que lo arrasó casi todo. El fuego avanzó con furia de viento norte, devorando maderas, fotos, recuerdos y hasta el banco favorito de algún parroquiano. Los vecinos lloraron como se llora a un viejo amigo: con bronca, tristeza y ese silencio espeso que siempre nos deja lo que ya no volverá.
Pero Miguel Ángel no se rindió. Entre cenizas y clavos torcidos, decidió que el sueño no podía terminar allí. Con la ayuda de manos amigas, volvió a levantar el lugar ladrillo por ladrillo, madera por madera. Y cuando reabrió las puertas, ya no se llamaba “La Tradición”, sino “Ave Fénix”: un homenaje al resurgir, a la tenacidad, a esa voluntad rural hija de las dificultades, de siempre ir hacia adelante.
El almacén y sus rincones vivos
Hoy, el Ave Fénix sigue allí, con la misma dignidad sencilla de siempre. Desde su fachada de chapa ondulada, entre bancos de madera y una maceta que florece contra el cemento, se respira “vida de campo “. Adentro, el tiempo no corre: “reposa “.
Las estanterías rebosan con productos que resuelven la semana: yerbas, azúcar, harina, aceite, fideos, vino de damajuana, galletitas criollas, latas de conserva y golosinas que siempre saben igual. En los cajones se apilan naranjas jugosas, huevos frescos, dulces caseros, queso de campo y embutidos artesanales. Nada está puesto al azar. Todo tiene el orden paciente de quien ama lo que hace.

Detrás del mostrador, una balanza antigua comparte espacio con una moderna. El fiado todavía se anota en cuadernos con tapa dura, y los saludos valen más que el vuelto. La gente entra, hace su compra, conversa y se queda un rato. Porque al “Ave Fénix” no se va solo a comprar. “Se va a volver a sentir parte de algo”, nos dice Miguel Ángel.
La cancha de bochas: patio del alma
A un costado, cruzando el patio, está la cancha de bochas. Es larga, de suelo prolijo, alumbrada con lámparas que cuelgan como estrellas bajas. Allí se juega, sí, pero también se “recuerda, se festeja, se consuela al perdedor”. Las yerras que se hacían en las estancias cercanas, las carneadas al alba, los fogones con guitarras y relatos… todo eso resuena cada vez que una bocha recorre el piso como si fuera a dar un paso de danza.
Miguel Ángel, con su gorra gastada y su andar pausado, nos cuenta anécdotas de otros tiempos, historias que casi sin quererlo mantiene viva la memoria y le dan identidad a esta colonia de gringos descendientes de italianos, españoles y alemanes del Volga, los “rusos” desterrados una y otra vez, pero que finalmente encontraron su tierra prometida en esta parte del mundo.
La bocha sigue andando por el piso firme de la cancha y el juego también, en ese ritual que resiste y casi ignora al mundo tecnológico que se concentra en un celular. Alguien pide otra copa y allá va Miguel Ángel Asselborn, hacia el mostrador para servir y brindar junto con sus clientes que son amigos, por ese encuentro sin más estridencias que el bochazo ganador que recién se ha producido. No hace falta decir mucho cuando, solo mirar esos rostros elogiosos ante la pequeña proeza en un deporte con más adeptos que lo que pueda incluir cualquier estadística.
Donde se cruzan la memoria y el porvenir
La Aldea San Isidro no es un museo rural. Es una comunidad viva, con tradiciones que no se exhiben: se practican. Los vecinos aún comparten tareas de campo, se juntan en las estancias para trabajar y celebrar, y saben —con la certeza de los que miran el horizonte desde siempre— que sin raíces no hay frutos.

En ese contexto, el “Ave Fénix” no es solo un negocio. Es la caja de resonancia de esas costumbres: una síntesis entre lo cotidiano y lo sagrado. Ahí donde se compra un paquete de yerba, también se fortalece un vínculo. Donde se vende una gaseosa, también se ofrece tiempo. Donde se juega a las bochas, también se entierra el olvido.
Y entonces, cuando cae la tarde y el sol pinta de oro los árboles de la Selva de Montiel allá a lo lejos, uno entiende que el Ave Fénix no solo volvió a volar: nunca había dejado de hacerlo.
Texto: Emilio Ruberto
Fuente: Descubriendo Entre Ríos