(Este texto fue publicado exactamente dos años atrás, y tiene vigencia porque aquellos revulsivos días de diciembre de 2001 se empeñan en quedarse amarrados a la memoria de todos. Vale la pena recorrer esta crónica que cuenta de aquellos días)
Todavía tenía algún contacto con la facultad y los trabajos, me acuerdo, giraban todos en el sentido de las asambleas populares y los clubes del truque. El regreso del intercambio de bienes de consumo pronosticaba, para algún análisis, la clausura de una era de individualismo sofocante.
En la verdulería, cuando uno pagaba con los coloridos federales que hacían bulto en el sobre marrón del sueldo y que según el empleador valían exactamente lo mismo que el peso, el verdulero torcía la boca con desdén y daba, entonces otro precio: 50% y 50%, mita y mita, el tomate subía ya un porcentaje importante y 100% en federales la cifra se multiplicaba. Y se multiplicaba también el desprecio, del asalariado maltratado y del verdulero que especulaba para no fundirse.
Nosotros, que no teníamos ahorros secuestrados en el banco y andábamos con federales en el bolsillo, negociando para que los propietarios acepten los bonos de sus inquilinos, fuimos esa noche a la casa de un amigo que se estaba conociendo con una amiga, conociendo en el contacto y la conversación. Bueno, fuimos a la casa de este amigo, que andaba con esta amiga y no se porqué, pero salió la idea de subir a la terraza del edificio. Debe haber sido porque el calor era agobiante y el departamento muy chico para ellos, nosotros y otro amigo más y su novia, ya novia mas o menos formal.
Yo venía de cerrar la edición del suplemento deportivo de EL DIARIO, que no había podido zafar del agite de esos días: pusimos cuatro fotos de saqueos, disturbios y una nenita que miraba la cámara confundida, en medio de una nube de gases. El título era Lo de menos: se habían suspendido todas las actividades deportivas. Eso era lo de menos, además de una canción de Silvio Rodríguez.
Estábamos en la terraza, medio recostados, adormilados, tomando una cerveza a dos cuadras de Casa de Gobierno, donde se habían reunidos, por un rato, media docena de caceroleros. En pleno estado de sitio, un helicóptero patrullaba el cielo de la ciudad callada a la medianoche y nosotros mirábamos las luces del helicóptero en una oscuridad casi absoluta, apenas interrumpida por los neones de la calle y la llamita de los encendedores que se prendían a cada rato, iluminando unas caras ojerosas, de cansancio, de sueño.
No estábamos desesperados, ni particularmente tristes. Mi amigo abrazaba a su amiga abajo del helicóptero y alguien contaba ese chiste sobre una mujer que va al médico y le explica que es virgen aunque tuvo tres novios: uno radical, otro comunista y otro peronista. Nos reímos del chiste.
Se escuchaban sirenas y pensábamos que a lo mejor si todo se iba definitivamente al carajo…Nada.
De momento lo que había era eso: un rincón oscuro para esconderse en un país que se desintegraba, un rincón oscuro para tomar una cerveza, fumar un cigarrillo y oír voces amables, afuera de la desesperación y el bullicio de una implosión tremenda.
Nos fuimos a dormir algún rato después. Y no volvimos nunca más a esa terraza. Mi amigo tampoco se vio más con esa chica o esa chica no siguió con él. No se. Creo que no eran buenos días, tampoco, para el amor.
Julián Stoppello
De la Redacción de Entre Ríos Ahora