Por Pablo Alejandro Álvarez Miorelli (*)

 

La educación y su relación de dependencia casi marital de la cultura es, a esta altura, una discusión dirimida. Sin embargo, la escuela, que es hija de esa relación de maridaje, aún se encuentra en la disyuntiva. ¿Para qué está la escuela? ¿Para transformar acervo cultural por medio de la educación, o para afianzar procesos de socialización, considerados válidos culturalmente? Y en esta trama triádica, (Cultura – Educación – Escuela) son varios los actores que encarnan la complejidad de forma diversa, de estos interrogantes, donde el acto político de educar se confronta quizás, con el acto político de la negación a ser educado, siendo la disyuntiva de guerra, ya planteada en siglos pasados, civilización – barbarie, cuestión que, el devenir histórico mostró ni tan “civilizados”, ni tan “bárbaros”.

Digo esto a propósito de leer en algunos medios que un joven de 22 años mata a otro en una balacera, y desde el lugar de ser actor del andar de escuela, no me pasa de lejos la noticia. El joven  acusado de asesinato cursó hace años, alguna de mis clases, tuvo un hermano que murió, en un aparente siniestro vial, después de dejar reiteradas veces el sistema educativo, una hermana transitó un breve tiempo las mismas aulas, entre las lágrimas y la casi marcada imposibilidad, que como axioma invisible, un pacto tácito, la escuela no haría escuela, ni en ella, ni en los que como ella.

Factores culturales que casi como determinismo, de la sobrevivencia barrial, hacen del ámbito de lo escolar un territorio de conflictos; los sentidos de pertinencias a una conocida “barra brava” de un popular club, que en alguna que otra elección terminó siendo punta de lanza, donde nadie entraba a pegar un afiche de campaña, allí entraban la “barra”  a como dé lugar, y las sonrisas gobernantes, que se registraban en poses de candidatos, así estos jóvenes nutrieron campañas de mano de obra para las castas políticas, mientras algunos actores escolares titulados docentes, intentando construir algún tipo de aceptación de la entidad escuela, al menos esa escuela que desde su paradigma de pretendida socialización, es considerada válida, las reglas, la cultura escolar, los saberes fijados por los diseños curriculares, los hábitos, y el eterno campo de batalla, entre los instituidos y los instituyentes escolares, que sacudían además, o detonaban otras luchas intestinas en el cuerpo del profesorado. No obstante, hoy tres generaciones donde la escuela no hizo escuela, un padre preso, un tío, conocido por sus vínculos con el poder político y el narcotráfico, “caído en desgracia” y hoy preso, un muerto, un joven preso, y sin dudas un dolor que atraviesa a una familia, que nada quitará.

Cuando la muerte de uno de los jóvenes, la escuela hizo silencio, “ya no es alumno nuestro” dijo alguien en el pasillo, mientras tomaba su cartera y marchaba al aula, la negación, en una especie de postulado, de que lo que está “afuera”, no pertenece adentro, o quizás, no aceptar que los actores que están adentro de la escuela, pertenecen afuera, y que la escuela no define, aún, donde ella misma pertenece; puertas abiertas, o escuela cerrada, mientras en el barrio emergieron murales con la imagen del joven muerto, en la cancha una bandera y homenaje, la escuela hizo silencio, en alguna clase se habilitó el espacio para las lágrimas, que se cortaron al cambio de módulo, heridas que se discuten, conductas e inconductas, un campo de batalla de narrativas y cargas discursivas, que tampoco encuentra tregua, y mientras tanto los jóvenes mueren, y la sangre hace trazos.

El dolor de una madre, dolor que quizás, y sólo quizás, no estaría, si hubiera aceptado las reglas de la escuela, o si la escuela reconociese otras miradas, otras formas de relacionarse, otros códigos de lenguajes, otros vínculos.

Una escuela que en ninguna de estas vidas, hizo escuela, no transformó cultura, no hubo educación, si se entiende que ésta es, en tanto otro aprende; no hubo escuela, o quizás sí, quizás es ése el resultado que quienes definen la función de la escuela, han pensado para sectores que por sus condiciones materiales de existencia, no tendrán jamás la oportunidad de una escuela de puertas abiertas, de una escuela que comprenda de una vez por todas, que los tiempos cambian, que los silencios a veces son gritos, que cada tanto, se hacen oír con unos cuantos balazos en la madrugada ¿Para qué sirve la escuela?

¿Para preguntarnos mañana, a quién mataron, quién está preso? ¿O para torcer destinos, aunque éstos lleven por marca el peso de las balas? ¿Para qué sirve la escuela? Para dar las batallas que por lo menos pongan voz a los silencios y acallen los estallidos de las balas.

 

 

(*) Docente en la Escuela del Bicentenario, del barrio Paraná XIV.