A la vera de la Ruta Provincial 20, allá donde la selva montielera comienza a abrirse en claros y el horizonte se tiñe de verde espeso y cielo limpio, se alza Casa Benítez: un almacén de campo que no solo es punto de encuentro de los pobladores, sino que guarda en sus paredes de ladrillo visto, techos bajos y mostradores curtidos por el tiempo historias y anécdotas de una zona entrerriana donde las siestas son tan sagradas como las alpargatas, los paisanos de a caballos y el mate amargo. Ubicado en el distrito Chañar del departamento Federal, este boliche rural es mucho más que un lugar para comprar: es una parada casi obligada donde la charla fluye en torno a las noticias propias del terruño, ayudada por la poca o nula señal para activar los celulares, obligados al descanso silencioso en esta comarca que parece detenida en el tiempo.

Casa Benítez abrió sus puertas en 1971 y lleva el nombre de su fundador, un inmigrante descendiente de familias sirio-libanesas que, como tantos otros, eligieron los caminos de tierra y la generosidad del norte entrerriano para levantar su hogar y su sustento. En aquellos años, la Ruta 20 era apenas una huella de tierra arcillosa que en verano levantaba polvareda y en invierno se volvía un interminable pantanal de barro. Sin embargo, desde sus primeros días, el almacén se transformó en una referencia ineludible para los paisanos de la zona. A caballo, en sulky o camioneta, todos sabían que allí había lo que hacía falta: yerba, fideos, galletitas sueltas, ginebra y conversación.

Hoy, más de cincuenta años después, es José Antonio Benítez —hijo del fundador, nacido en 1987— quien atiende el mostrador con la misma calidez y temple que heredó de su padre. Con gesto sereno y mirada franca, recibe a los clientes que llegan no solo a comprar, sino a compartir un momento, una charla, una noticia. En el interior, el almacén conserva su estética original. Las paredes de ladrillo pintadas de blanco, las estanterías de madera pobladas de productos clásicos, las viejas latas de galletitas Terrabusi, los vasos alineados y la tradicional balanza roja, hablan de respeto por lo hecho a lo largo de los años, en el que cada objeto tiene su razón de estar.

Retazos de la selva montielera

La geografía que rodea a Casa Benítez es parte del alma del lugar. Esta zona del noreste entrerriano, bordeada por esteros, cuchillas bajas y pajonales, fue en su momento parte de la legendaria Selva de Montiel: ese mosaico de espinillos, algarrobos, ñandubayes y talas que aún sobrevive, aunque más arrinconado, por la expansión de la frontera agrícola. La sombra de los grandes árboles se ha ido despejando, pero en los campos vecinos todavía se escuchan los silbidos de las calandrias, el grito agudo del carancho y, si se tiene suerte, se divisa el majestuoso paso firme de algún ñandú.

En los márgenes del camino se levantan talas viejos, algunos con nidos de hornero aferrados a sus ramas. El perfume del pasto húmedo, tras la lluvia, se mezcla con el de los eucaliptos que rodean la entrada del boliche. No hay apuro aquí. La siesta impone su reinado de silencio entre las dos y las cinco, y Casa Benítez también lo respeta. La ruralidad tiene sus relojes propios, marcados por la luz, el canto de los teros y el calor intenso del verano que se cuela bajo los aleros.

Un punto de encuentro

Casa Benítez no es solo un almacén. Es una escena viva de la cultura rural. En su interior se cruzan generaciones. Está el gaucho ya veterano que viene por una ginebra, el peón que busca cigarrillos sueltos, la familia que carga víveres para el fin de semana largo, el jubilado que aprovecha para hacer un trámite de Anses con la ayuda de José Antonio, que se transforma también en gestor, consejero para estos trámites.

Los fines de semana, el almacén se convierte en una suerte de club social improvisado. A la sombra de los árboles del patio, sobre un carrete de madera devenido en mesa, corren las partidas de truco, copas y el acontecer informativo que no trasmite ningún programa de chimentos. Es allí donde se cuentan los efectos de las últimas lluvias o de la seca, los precios del ganado, la multiplicación de ciervos axis o de algún suceso tranqueras adentro en campos vecinos.

Dentro del boliche, los retratos de caballos criollos y escenas de campo colgados sobre la estantería refuerzan la estética telúrica. Las bebidas conviven con paquetes de galletitas, legumbres, remedios caseros, y hasta algunos productos de librería. Nada falta, y si falta, se improvisa. Así es el almacén de campo: un ecosistema donde lo necesario se reinventa, donde lo esencial tiene forma de afecto y confianza.

La memoria como resistencia

En tiempos donde la inmediatez y lo digital se imponen, Casa Benítez resiste con su lógica analógica. Aquí no hay apuro ni algoritmos. Cada gesto es manual, cada trato es directo. Las cuentas se anotan en un cuaderno, las compras se pesan en balanza, y la conversación es parte indispensable de la experiencia.

José Antonio recuerda cómo en su infancia el almacén era visitado por familias enteras que llegaban en sulky desde parajes vecinos. Los chicos corrían por el patio, se sentaban en el mostrador, tomaban gaseosas de botella de vidrio. Hoy, muchas de esas familias ya no están. Algunos se fueron a Villaguay o a la cercana Federal buscando oportunidades que el campo comenzó a retacear, y otros partieron a otro plano. Pero cada vez que alguien vuelve y cruza la tranquera blanca, el tiempo se pliega y todo vuelve a empezar.

“Este lugar tiene alma”, dice José, y tiene razón. Casa Benítez es un alto en la huella en la inmensidad de los caminos rurales. Es un rincón donde la memoria se vuelve presente, y donde el paisaje, con sus aromas, sus sonidos y su geografía, se vuelve narrador silencioso de una vida que merece ser contada.

Final abierto

En los alrededores del boliche, los caminos de tierra se extienden hacia estancias que observamos lejanas y medio perdidas desde la ruta 20, cascos semiabandonados, pequeños criaderos. Los teros alcahuetes vigilan desde los charcos mientras alguna liebre se cruza en un perfecto zigzagueo hasta desaparecer en el monte bajo, aún presente, un refugio que comparte con vizcachas y chimangos.

La presencia de árboles autóctonos como el espinillo y el chañar —que da nombre al distrito— recuerda la riqueza original del ecosistema, y la fragilidad con que convive ante el avance de las maquinarias. Aun así, hay resistencia. La flora y la fauna se abren paso entre potreros y tranqueras, y el boliche, con su aljibe y su alero, se funde en esa naturaleza extendida, de esa forma de vida que se niega a desaparecer.

Quizás algún día la Ruta 20 se ensanche, quizás alguna vez el asfalto se termine, y quizás vengan nuevas generaciones que elijan otras formas de vivir, lejos de este pago. Pero mientras tanto, Casa Benítez sigue ahí, con su letrero firme, su tranquera abierta y su mostrador dispuesto. Como un corazón que late al ritmo del campo, como un libro abierto al que siempre se le puede sumar una página más.

 

Texto: Guido Emilio Ruberto

Fuente: Descubrí Entre Ríos