Por Ricardo Banega (*)
En varias escuelas, en algunas cajas o tal vez en una vitrina cerrada con llave, duermen decenas de netbooks, tal vez (tristemente) haciendo su proceso de obsolescencia programada. Sus cargadores enredados, sus pantallas en negro. Son los fantasmas de una promesa educativa que hasta no hace muchos años fue la esperanza de tantos. Pues el Estado hacía llegar la primera computadora a una casa, a una familia.
Mientras tanto, en el patio, en una banqueta, tres gurisas se agolpan alrededor de la notebook del profesor. Esta imagen, podría estar repetida en miles de escuelas argentinas, no es solo una anécdota; es el síntoma de una política educativa de abandono. Hoy, más que nunca, el acceso a la tecnología dentro de la escuela es una cuestión de justicia social, y su ausencia, una condena a la desigualdad.
Entre 2010 y 2015, el programa Conectar Igualdad no fue simplemente un reparto de computadoras. Fue un acto fundacional que declaró, de hecho y de derecho, que el acceso a la tecnología era un derecho fundamental para las nuevas generaciones. Era la materialización de una idea poderosa, donde se podría sintetizar que en el siglo XXI, no puede haber igualdad de oportunidades sin inclusión digital.
El programa, sin embargo, era mucho más que el hardware. Incluía la máquina, la herramienta personal e intransferible que borraba, por un momento, la brecha económica en el hogar. Estaban en las escuelas los referentes técnicos. Figuras clave, hoy casi míticas, que realizaban el mantenimiento, resolvían problemas y garantizaban que las máquinas estuvieran operativas. Eran el soporte vital del proyecto.
Existían programas orientados a la formación docente para ayudar a los educadores a integrar la tecnología en sus planificaciones, no como un adorno, sino como una herramienta pedagógica poderosa y que respondía a las exigencias de época.
Lo que vino después fue un proceso de vaciamiento. La desinversión no fue un recorte presupuestario más; fue una decisión política y pedagógica. Al retirar el soporte técnico, se condenó a las máquinas a una muerte lenta. Una falla en el sistema operativo, un cargador que se rompe, una pantalla que se daña… y otra computadora se suma al panteón digital de la escuela.
Este desmantelamiento silencioso envió un mensaje devastador a la comunidad educativa: «La inclusión digital ya no era una prioridad». Se le serruchó el piso a miles de docentes que habían comenzado a diseñar proyectos innovadores y se les devolvió a los estudiantes a la lógica del «sálvese quien pueda», donde solo acceden al mundo digital quienes pueden pagarlo.
El resultado de este abandono es palpable en el día a día, se siente dentro de quienes sabemos que acceder a una computadora es fundamental en los tiempos que corren. Ver a esas gurisas pidiendo jugar con un «programa básico». Es la evidencia de un hambre de tecnología que la escuela ya no puede saciar. Esa curiosidad, mal canalizada por falta de recursos, se transforma en un problema triste, cuando en la realidad actual debería ser el motor del aprendizaje.
No se trata de «poner a los chicos frente a una pantalla». Se trata de usar editores de video para crear documentales históricos, conocer las herramientas de la IA, usar hojas de cálculo para aprender matemáticas con datos reales, usar procesadores de texto colaborativos para trabajar en equipo, o programar para desarrollar el pensamiento lógico. Sin herramientas, estas puertas se cierran. Son barreras que el Estado pone a su desarrollo futuro cuando no garantiza el acceso como derecho, o sea para todos y todas.
La escuela pública, históricamente el gran igualador de la sociedad argentina, pierde esta función. El estudiante sin recursos no solo carece de la computadora en su casa, sino que tampoco la encuentra en la escuela. La brecha digital se convierte en una brecha educativa insalvable. No se trata de nostalgia. Se trata de urgencia. Reflotar un programa de inclusión digital no es un gasto, es la inversión para el futuro.
Un programa debe tener un financiamiento sostenido para el mantenimiento y la actualización del parque tecnológico. Las computadoras no pueden ser «cajas mágicas» que nadie sabe arreglar.
Tampoco es cuestión de tirar un par de computadoras en cada escuela, porque la tecnología sin pedagogía es un barco a la deriva. Se necesita financiación, tiempo, espacio y formación real para integrar estas herramientas de manera significativa. De nada sirven las computadoras si no hay una conexión a internet robusta y confiable en la escuela.
Así como en otra época el Estado garantizaba los libros de texto, hoy debe garantizar el acceso a la tecnología. Una computadora no es un lujo; es el cuaderno, el lápiz, la biblioteca y el taller de arte moderno. Es la ventana a un mundo de conocimiento y creación. La imagen de esas alumnas mirando con anhelo una computadora me llamó la atención y me movilizó hasta la bronca de saber que existe en nuestro país un ministerio de desregulación estatal.
Más allá de todo el amor, empeño y esfuerzo que le ponemos los maestros día a día a la escuela ¿Qué educación estamos ofreciendo? ¿Una que los prepara para el mundo que les tocará vivir, o una que los ancla en un pasado que casi no existe?
Recuperar un programa como Conectar Igualdad sería recuperar el futuro de nuestros gurises. Estamos en tiempo que el silencio de esas pantallas en negro sea reemplazado por el ruido de teclados y mentes trabajando y creando. Pero sobre todo, todos tenemos que pelear para que la escuela brinde igualdad de condiciones para todos y todas quienes deseen habitar el suelo Argentino, sobre todo para la posteridad.

(*) Profesor de educación primaria, alberdino, profesor de educación tecnológica. Es docente en las escuelas N° 188 Bazán y Bustos; y en N° 21 Libertador San Martín, en Paraná.

