Por Pablo A. Álvarez Miorelli (*)
Desde que la humanidad comienza a dejar registros de su habitar, se constituye un imperativo ético, por un lado, el de garantizar las herramientas culturales, los saberes a las nuevas generaciones para continuar, y un imperativo estructuralmente de necesidad, de conveniencia de gregarse, de juntarse, de hacer de los esfuerzos colectivos para la continuidad de la especie homínida una necesidad y una característica: el hombre por naturaleza es un ser social.
Esa característica de construir herramientas de supervivencia se torna función casi esencial de lo que comúnmente se llama escuela, la función socializadora de la educación, es decir construir herramientas culturales, cognitivas, para satisfacer necesidades en relación con otros. Dicho simplemente: generar oportunidades de desarrollo social. Así las cosas, cultura y educación, van de la mano siendo la educación un desprendimiento de la anterior.
Entender esto, en el mundo moderno de las lógicas del sistema capitalista, es entender que hay determinadas conductas sociales que tienen que ver con las posibilidades de acceso a los recursos culturales, a la satisfacción de las necesidades básicas, alimentación, abrigo, afectividad emocional, ambiente contenedor.
¿Qué posibilidades tiene un niño que no es bien alimentado en su primera infancia, en relación a otro que por su sector social tiene todos los recursos para su desarrollo? De ahí que la educación sea un Derecho Humano Fundante.
¿Qué modos encuentra la sociedad, en esta compleja representación de intereses, para que todos tengan, en principio, las mismas posibilidades? Está claro que de por sí en un sistema de distribución desigual de los recursos ya no hay accesos equitativos a las posibilidades, pero en fin, tomemos como una vara de medición cultural las lógicas propias del mundo capitalista. ¿Qué modos concretos genera la sociedad argentina para que todos tengan las mismas posibilidades?
Si hacemos un recorrido histórico, el modo ha sido la educación a través de la escuela, siendo la escuela la que enseñaría a leer, la que legitima hábitos, la que en su momento sustenta el ser nacional, la que daría ciudadanía, la que alfabetizaría en relación al trabajo, al pensamiento social, la que generaría vínculos afectivos socio comunitarios, todo eso en definitiva aportaría a un país democrático, al menos en las formas, y será la Educación a través de la Escuela Pública, la que se plasmará como la herramienta canalizadora por excelencia de la concreción de derechos. La Educación y la Escuela Pública sostenidas, garantizadas y promovidas por el Estado.
En síntesis, el ascenso social, el desarrollo social son una cuestión de posibilidades, no son mérito de cada individuo. Para este desarrollo, el Estado, casi que desde su invención como Estado Nación, acudió a la promoción de la educación pública, a través de planes disimiles, pero planes al fin: inclusión educativa, alfabetización de adultos, escuelas rurales, escuela para obreros, educación de adultos, Plan Social Educativo,. Plan de Finalización de la Escuela Secundaria (Fines). EMER y miles de etcéteras.
Sin embargo hoy un sector de la sociedad, habitado por el “sujeto sujetado” que reduce la representación del acceso a los recursos, a una dimensión individual, a la meritocracia, negando los contextos y las posibilidades, lo colectivo como cualidad de lo humano, como expresión política de la humanidad misma, es decir, el sector de la antipolítica hace bandera de la versión más indigna de la negación del otro atacando todo lo que implique otras posibilidades, es común escuchar el peyorativo “los planeros”, por definición, aparente, los que viven de planes sociales.
Los planeros, y en esa categorización me incluyo, venimos del acceso a los recursos culturales a través del aporte de otros, no voy a dirimir aquí la impronta que le cabe al ser planero, es una perogrullada, una dimensión ética del valor social como garantía de derechos y de la educación como herramienta liberalizadora. Insisto, los planeros somos una inmensa mayoría que conformó las instancias de progreso de este país, básicamente.
Ejemplos sobran, y a riesgo de caer en lo muy básico, hablar de uno mismo, como parte de ese cosmos de planeros, desciendo de inmigrantes italianos y de los conquistadores que saquearon estas tierras, sector de periferia pobre en un pueblo tradicional del interior de Argentina. Mi transcurrir de derechos lo generó un plan social: la Escuela Pública, con educadores pagados por todos los argentinos, mi infancia desde el nivel inicial en la Escuela N° 53 Yapeyú, y la Escuela N° 2 Coronel Lorenzo Barcala hasta la universidad pública. Ese sistema me ha dado estabilidad laboral, obra social, aportes jubilatorios, vacaciones pagas, acceso a recursos culturales y necesidades básicas satisfechas, sí, soy uno de los tantos planeros, a lo que sumo el carácter genético de la mezcla, ser negro, dicho así, mirando el espejo de las valoraciones de la antihumanidad: soy “un negro planero”.
No es ningún descubrimiento, al menos no para mí. Se llama conciencia de clase, asumirlo implica tomar posiciones por aquello que es justo, tan justo que por esencia promueve derechos y posibilidades, tantas, que mi abuela paterna no sabía leer, mi abuelo paterno era peón rural más allá de su apellido antiguo, no era mucho más que pobre por definición estricta, y sus nietos llegamos a la universidad, siendo la primera generación en acceder a estudios superiores.
Esa generación es la que pobló de profesores, de médicos, de profesionales el sistema público, el acceso a los recursos culturales, a través de planes garantizó derechos, potenció posibilidades, cambió escenarios, cada beca, cada subsidio, se tradujo según el sector, en consumo que dinamizó la producción y por lo tanto el trabajo, cada aporte significó nuevos títulos profesionales, desarrollo intelectual de la sociedad, muchos salidos de esta dimensión de planeros, como parte de un colectivo inclusivo que posibilita la trascendencia liberadora más allá de lo individual, construyendo otras relaciones, otros escenarios menos violentos.
Esta dimensión humana del ser planero hace un sacudón en quienes se yerguen en la estanca estructura de lo antihumano, la antipolítica, los antiderechos, que no pueden ejercer por imposibilidad de aceptación ética, que la mediación del mundo sea por principio humanista, colectivo, y que necesariamente se sostenga de conocimientos, de cultura, de desarrollo y posibilidades como mandato ético. Esta humanidad consciente de su inconclusión demanda las batallas por más inclusión, por más posibilidades, por más derechos, donde nos rebele la injusticia, donde revolucione el amor al otro como causa de vida y de sus intereses como emancipación cultural y social, trascendiendo desde y hacia esa educación liberadora que supera la desventaja del haber nacido pobre.
(*) Pablo Álvarez Miorelli es docente.