El Archivo Histórico de Entre Ríos utilizó su cuenta en Instagram para dar a conocer el ingreso de un nuevo libro a su patrimonio: “Tacuara y el nacionalismo. Escritos inéditos de Alberto Ezcurra Uriburu”, un texto que reúne “un conjunto de 48 escritos nunca publicados en libro correspondientes al período 1957-1973, lapso que comprende los años en que Ezcurra Uriburu asumió la jefatura del Movimiento Nacionalista Tacuara (1957-1963); luego, su período como seminarista (1964-1971) y, finalmente, sus primeros años como sacerdote”.
Ignacio Gastón Cloppet, compilador de esos textos, lo presenta como un estudio “sereno, documentado y objetivo de algunos aspectos del vínculo entre Tacuara y el peronismo”. Incluye, anuncia la publicación del Archivo, “el texto completo de `El caso Sirota y el problema judío en la Argentina´, documento prácticamente inhallable, cuya referencia totalmente parcial y sesgada en los trabajos sobre Tacuara y el nacionalismo argentino ha coadyuvado a montar una versión histórica falsa y tendenciosa del mismo”.
En el libro “Abusos y pecados”, Daniel Enz recuerda que Ezcurra, mano derecha del arzobispo de Paraná Adolfo Servando Tortolo, y miembro de los equipos de formadores en el Seminario Arquidiocesano Nuestra Señora del Cenáculo, dictaba a los seminaristas las materias Doctrina Social, Marxismo y Teología Moral. ”Era el hombre que adoctrinaba a buena parte de los jóvenes, reivindicando siempre al Concilio de Trento, de la Iglesia medieval y alejada de la gente. Puíggari (Juan Alberto, el actual arzobispo) por su parte, se ocupaba de la cátedra de Psicología en los más pibes”.
“Al esquema de poder del Seminario de Paraná lo manejaba el grupo liderado por Alberto Ezcurra Uriburu, junto al cura (Alfredo) Sáenz, que era el verdadero ideólogo, desde las sombras. Un clásico monje negro. Nadie lo escuchaba y pocos lo veían”, acota Enz.
Cuando llegó a Paraná en 1983 Karlic supo que su misión era suceder a Tortolo, afectado desde hacía tiempo por una ateroesclerosis profunda que lo llevaría a la muerte el 1º de abril de 1986.
Y aquella sucesión tendría sus costos: Karlic llegó resuelto a enderezar el rumbo ideológico que había tomado el Seminario local, en manos de Ezcurra Uriburu y los suyos.
El camino, en cierto modo, estaba allanado. La enfermedad de Tortolo lo había mantenido desde mucho antes alejado de sus funciones eclesiásticas, tanto a nivel local como nacional.
Tercer titular del vicariato castrense –especie de diócesis dentro de otras diócesis, destinada a dar atención espiritual a los hombres de los cuarteles–, Tortolo había alcanzado ese cargo en 1975, designado por el Papa Pablo VI. Permaneció en esa función hasta que la enfermedad lo obligó a renunciar, el 30 de marzo de 1982.
Durante los años que siguieron hasta su muerte en 1986, Tortolo estuvo internado, sucesivamente, en dos clínicas privadas de Capital Federal, asistido de cerca por jóvenes seminaristas de Paraná.
La muerte de Tortolo no hizo sino avivar la polémica en torno de su figura, y particularmente su rol durante la última dictadura militar.
El 6 de septiembre de 1962, Juan XXIII lo promueve al Arzobispado de Paraná, del que tomó posesión el 5 de enero de 1963. En ese cargo quedaría durante dos décadas, hasta que en 1983 lo sucede Karlic.
Tortolo murió a los 75 años. Sus restos están sepultados en la Catedral de Paraná, al pie de la imagen de la Virgen del Rosario.
Pero no descansa en paz: su figura es, todavía hoy, un cuarto de siglo después de su muerte, centro de las más fuertes polémicas.
Aunque no en todos lados ha sido así. El Seminario, su bastión por años, llegó a convertirse en museo de sus “reliquias” y objetos personales. Uno de los más devotos hacia la figura de Tortolo resultó ser el actual arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari.
La muerte de Tortolo, el 1° de abril de 1986, estuvo rodeada de toda la pompa propia de un príncipe de la Iglesia. Hubo una capilla ardiente en la Catedral y sus restos fueron sepultados en el templo mayor de la ciudad, tal el deseo del difunto, el día 3 de aquel mes en medio de una ceremonia que contó con la asistencia de numerosos dignatarios y la presencia de funcionarios de primer nivel de la provincia.
Entre otros, participaron del velatorio de Tortolo el entonces presidente de la Cámara de Diputados de Entre Ríos, Horacio Trucco; el secretario, Enrique Pereira; y el titular del bloque radical en la Cámara baja, Arturo Ganly.
Oficialmente, fue declarado un día de duelo. Un decreto firmado por el titular del Poder Ejecutivo, Sergio Alberto Montiel, dispuso que el día del entierro de los restos de Tortolo no hubiera actividad administrativa ni bancaria en la provincia, y además se ordenó izar la bandera a media asta durante toda aquella jornada de luto.
Más aún, el comercio paranaense decidió cerrar sus puertas entre las 10 y las 12, horario en que se produjo la ceremonia exequial frente a la Catedral, y la Municipalidad de Paraná decretó asueto.
No hubo ese día actividad en las escuelas, públicas y privadas, ni en la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER) ni tampoco en la regional Paraná de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN). Ni siquiera hubo actividad en la Justicia.
Dos años después de llegar aquí, Karlic se ocupó de la situación del Seminario, cooptado por una corriente integrista que se había encumbrado en los espacios de conducción. Disconforme con los cambios, un grupo de sacerdotes y seminaristas escogió otros caminos, y se fueron de Paraná.
La mayoría de los que se fueron corrió tras el padre Alberto Ezcurra, uno de los que emigró, y Ezcurra, tras un obispo que le dio techo y comida, León Kruk, en San Rafael, Mendoza.
Y todo eso sería luego el germen de otro proyecto eclesiástico que después generaría polémica con el Vaticano: el Instituto del Verbo Encarnado. Pero ésa es otra historia.
Lo que siguió a aquella decisión de Karlic, la decisión de cambiar el equipo de formadores del Seminario, es un capítulo doloroso y poco conocido de la historia reciente de la Iglesia Católica de Paraná.
Ninguno de los protagonistas de entonces ha querido hablar nunca del tema. Los poquísimos que han hablado, lo han hecho desde el anonimato.
Entonces era rector del Seminario el padre Silvestre Paul, un sacerdote a quien el Papa Juan Pablo II otorgó el título honorífico de prelado de Su Santidad y que en la curia hoy ejerce el cargo de vicario general.
Pero Paul no gobernaba ni tampoco imponía las reglas. Ejerció más bien un rol decorativo en la tarea de trazar las líneas directrices de la formación de los seminaristas.
Esa misión correspondió efectivamente a dos sacerdotes que, con el desembarco de Karlic, debieron buscar otros horizontes: el jesuita Alfredo Sáenz y Alberto Ignacio Ezcurra Uriburu, uno de los fundadores del Movimiento Tacuara, organización conocida como la primera guerrilla urbana argentina.
Ezcurra Uriburu había desembarcado aquí en los primeros 70, de la mano de Tortolo.
La biografía oficial dice que Ezcurra Uriburu nació en Buenos Aires el 30 de julio de 1938 y murió de cáncer el 26 de mayo de 1993, en San Rafael, Mendoza, adonde había marchado a dirigir el Seminario del Instituto del Verbo Encarnado, tras su expulsión de Paraná.
Por línea paterna, descendía de Encarnación Ezcurra, esposa de Juan Manuel de Rosas, y por línea materna, del general golpista José Félix Uriburu, que derrocó al gobierno de Hipólito Yrigoyen.
Su padre, Alberto Ezcurra Medrano, un profesor de Historia que fuera fundador del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, era un ferviente militante del nacionalismo.
Alberto Ezcurra Uriburu era un líder nato y un orador brillante, aunque su figura era la de un hombre austero.
Tuvo dos hermanos que, como él, vistieron sotanas: Fernando, que desarrolló su actividad en distintos puntos de Entre Ríos, y Álvaro.
De él, dicen que era serio, introvertido y su liderazgo se apoya en esa estampa de monje ermitaño acostumbrado a las privaciones.
Cejas espesas, anteojos negros de carey, y el pelo negro que, en los últimos años de su vida, producto de la quimioterapia obligada por un cáncer que no llegó a doblegarlo, fue perdiendo hasta desaparecer por completo.
Una de las últimas fotos, lo muestra obeso y pelado, enfundado en su estricta sotana negra.
Quienes lo conocieron de cerca, aseguran que su cuarto era el de un monje: paredes blancas, y sin más mobiliario que una cama, y sin más ornamentos que una cruz.
Siempre fue un soldado, primero alistado en la causa del nacionalismo, en la calle; después, enrolado en la milicia de Dios.
En mayo de 2009, al cumplirse 16 años de su muerte, el blog del Centro de Estudios Padre Alberto Ignacio Ezcurra publicó una semblanza escrita por el padre Alfredo Sáenz, quien lo recordó como a “un auténtico luchador. Atacado incesantemente, y desde ángulos muy diversos, nunca perdió la compostura del auténtico soldado de Cristo. El coraje era una de sus cualidades más relevantes. Nunca creyó conveniente minimizar la doctrina, nunca estuvo dispuesto a `bolichear` con la verdad, en orden a caer parado y resultar a la postre bien considerado por los demás. Mantuvo enhiesta la integridad de la doctrina, al tiempo que supo ser altamente generoso con sus contrincantes. Hasta la ingenuidad, yo diría, creyendo que así podría un día ganarlos”.
Ensalzándolo, Sáenz dijo de él que fue “un auténtico militante de la Iglesia y de la Patria”, dotado de “brillantes dotes oratorias”, y agregó: “Yo a veces le decía en broma que sus sermones parecían arengas. Pero es que su cristianismo era fogoso y vibrante. No podía expresar de manera fría o tibia lo que ardía en su corazón”.
Pero antes que dedicarse a estar al frente de una parroquia, dar misas, y firmar certificados de bautismo, lo que lo entusiasmaba a Ezcurra era el adoctrinamiento. “Así lo hizo de manera ininterrumpida en el Seminario de Paraná, primero, donde tuve el honor de convivir trece años con él, cuarto por medio, y ulteriormente en el Seminario de San Rafael, en que fue rector durante varios años. El aposento donde vivía, tanto en Paraná como en San Rafael, resultó un crisol para los jóvenes seminaristas. Allí aprendían de él, no sólo en razón de sus consejos expresos, sino aún por sus criterios y su manera de reaccionar ante las diversas circunstancias. Aprendían de él por contagio, por ósmosis”, contó Sáenz.
La formación de Ezcurra había sido a los tropezones.
Estudió en el colegio católico Champagnat, en Buenos Aires, y luego pretendió ingresar al seminario jesuítico de Córdoba, pero poco más de un año después fue expulsado de allí. Dicen que los seguidores de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, no toleraron su ideología nacionalista, y su personalidad exacerbadamente introvertida.
Volvió a Buenos Aires, cumplió con el servicio militar obligatorio, y a los 21 años se integró a la Unión Nacionalista de Estudiantes Secundarios (UNES), el germen de Tacuara.
El grupo de aquellos primeros tacuaristas solía ir a las charlas que dictaba el padre Julio Meinvielle, o Jordán Bruno Genta, dos exponentes del nacionalismo de aquellos años.
En 1957, junto a José Joe Baxter y otros amigos dieron forma al Movimiento Nacionalista Tacuara, que después del golpe mediático que produjo el Operativo Rosaura, el asalto a un policlínico en Buenos Aires, y algunos episodios más ligados al posicionamiento frente al peronismo, derivó en divisiones internas, entre el ala izquierda y el ala derecha.
Ezcurra se alió con esta última facción, para después volcarse, sí, a la vida sacerdotal, en el Seminario de Paraná, adonde llegó de la mano de Tortolo.
En esa tarea tuvo como ladero al jesuita Sáenz, un hombre que se había ordenado como sacerdote en 1962, licenciado en Filosofía, que se doctoró en Teología en Roma.
A decir verdad, Sáenz fue el verdadero cerebro de aquello que se amasó en el Seminario de Paraná. El jesuita recibió la invitación de Tortolo para sumarse al equipo de formadores de seminaristas luego de una visita que hizo a la ciudad en 1971, más precisamente el 8 de diciembre de ese año, el día de la ordenación sacerdotal de Ezcurra.
“Viendo la crisis que había en la Iglesia, me parecía que la solución era doble: por un lado, buenos obispos, algo que no estaba a mi alcance, y buenos seminarios”, contó una vez. Bueno, en esa misión que se autoimpuso consiguió el permiso de la Compañía de Jesús, y se integró al clero diocesano de Paraná, incorporándose al equipo de formadores del Seminario. Había entonces, según sus palabras, una gran crisis en los centros de formación, con “seminarios vacíos, con doctrinas erróneas, entonces tuve la idea de iniciar un seminario que pudiera albergar a jóvenes de todo el país, que buscaran un seminario que les diera seguridad”.
“En Paraná iniciamos ese Seminario casi de la nada. A los tres años, ya había 100 seminaristas de todo el país”, recordó.
Después del “gran ventarrón”, como suelen señalar los adláteres de Ezcurra al cambio de mando que introdujo Karlic en 1985, después de casi tres lustros de hegemonía preconciliar en el Seminario, Sáenz emigró de la ciudad. Actualmente, vive en Buenos Aires, en una casa de la Compañía de Jesús, y se dedica a la actividad docente y literaria.
Y a principios de 2009, estuvo en Paraná, invitado por el colegio privado El Madero y participó de un panel en el Círculo Médico junto a Antonio Caponnetto, y los sacerdotes José María Pincemín y Luis González Guerrico.
Su hermano, Ramiro, recaló en Malargüe, Mendoza, donde ha cobrado relevancia a raíz de sus feroces apariciones: prohibió la exhibición de la película Ángeles y demonios, vetó la actuación de la Bersuit y, hasta se permitió cuestionar la presentación del cantante y compositor Víctor Heredia. Su ladero, el cura Jorge Pato Gómez, no le ha ido en zaga: a principios de 2011 se subió al escenario de la Fiesta Nacional del Chivo e impidió que un grupo que imitaba a Les Luthiers siguiera con la presentación de un número al que consideró “inmoral”.
De la Redacción de Entre Ríos Ahora