Por Julián Sttoppello
Fue una de mis primeras salidas nocturnas. Yo tenía catorce años, él era mayor. Subimos a un colectivo en la plaza y recién bajamos en una de las últimas paradas. Mi sensación fue rara, o mejor dicho ambigua, cuando la oscuridad se fue devorando las luces del coche y el rugido grave del motor y sus latas sueltas comenzaron a chapalear en el silencio hasta convertirse, primero en recuerdo y después en ausencia. Yo miré a mi alrededor, desorientado. Mi amigo se apuró a prender un cigarrillo y el ruido del fósforo raspando contra la cajita fue un disparo de largada y, al mismo tiempo, un aviso de soledad.
Me sentí solo y por lo bajo, o para adentro, protesté contra quien le había dado de baja a mi infancia: mi padre y su muerte.
Pedro, así se llamaba mi amigo, sacó una petaca de un bolsillo interno de la campera estilo militar que le había regalado el payaso para su cumpleaños número 17 y luego de abrir la tapa, le dio un buen trago.
A la vera de la ruta, bajo la helada nocturna, sentí los mordiscos del miedo sin entender su origen, también sentí hambre de algo con la misma consistencia que el futuro. Tal vez eso me ayudó a no dudar ni un instante y darle un trago a la petaca. El líquido pasó con dificultad por mi paladar dulce y me provocó algunas arcadas que pude controlar de milagro. Otro se hubiera reído, Pedro no, por eso era mi amigo.
Cruzamos la ruta y nos internamos en una callecita angosta, flanqueada por unos sauces de extensos mechones amarillentos que barrían la tierra emitiendo un seseo que azuzaba el miedo. Pedro se detuvo en la mitad de la calle, con la mano que sostenía la petaca señaló al frente, donde parpadeaba una luz roja y me dijo algo que no recuerdo con precisión pero que significaba que estábamos cerca.
Después se aproximó a una lomada y se sentó, como siempre, adoptando una posición semejante a la de un buda en ejercicio de meditación. Tomamos lo que quedaba en la petaca en silencio.
Pedro no desperdiciaba aliento en palabras y no era, creo yo, porque algo en su cabeza funcionara mal, tal como sospechaban en el barrio. Deduzco que tenía que ver con su historia y con una decisión propia.
Él llegó a la ciudad de la mano de su madre a los siete u ocho años. Atrás había dejado un pueblo de calles sin asfalto, una casa de lata donde convivía con varios hermanos y un hombre de pocas pulgas, que tenía por costumbre tomar y golpear, o viceversa. Sé que la madre entró a trabajar en la casa del payaso como empleada doméstica, lo que ignoré hasta la noche que relato es por qué eligió a Pedro y no a otro de sus tantos hijos para la huida.
El payaso vivía con su esposa en una casona antigua. Era un jubilado de buen pasar, que entre otras cosas había sido representante de una firma de seguros. Y payaso, claro. Se encariñó rápido con Pedro, lo cual no resultó del todo beneficioso para mi amigo. Es que el tipo, resignado a no encontrar descendencia en el vientre de su mujer, tomó a Pedro por hijo y heredero de un oficio que desplegaba con una alegría repugnante. Justamente me hice amigo de Pedro luego de una de sus últimas experiencias como Yayi, el infortunado amigo de Pochola, el payaso.
El número lo contrató mi madre para mi cumpleaños. En el barrio todos lo contrataban, creo que por costumbre y porque lo hacía por monedas, o peor, por placer. No recuerdo con exactitud los chistes de Pochola, sí que Pedro estaba estático en un rincón del patio de casa, pintado de forma ridícula, con una sonrisa roja y una luna azul en la mejilla.
En un momento del show, Pedro caminó unos pasos hacia el frente, se colocó detrás de Pochola y le dio una patada en el culo. Entonces todos rieron. Pochola siguió hablando como si nada y Pedro repitió el gesto cuatro veces, hasta que el payaso viejo se dio vuelta y preguntó: “Y vos, ¿qué querés, Yayi? Si no sabés hacer nada”.
“Cantar”, gritó Yayi.
“Chicos, ¿quieren que Yayi cante?”, preguntó Pochola agitando la mano en signo de negación, con una mueca de terror en la boca. Los chicos dijimos sí.
“Bueno Yayi, cantá”, ordenó Pochola y se tapó los oídos.
“Primero tengo que afinar”, explicó Yayi tocándose la garganta y luego empezó a emitir unos ruidos rasposos, más un par de eructos y la imitación de un breve pedorreo, mientras Pochola repartía tomates y huevos de plástico.
Yayi comenzó a cantar Manuelita desafinando forzadamente y todos le tiramos lo que teníamos en la mano, riéndonos.
Yo sabía lo que seguía, ya había visto el show en otros cumpleaños del barrio. Pochola entraría a escena otra vez, sacando a Yayi a las patadas y todos aplaudirían el cierre de la escena. Sin embargo esa tarde, cuando Pochola entró a patear a Yayi, este se corrió esquivando el golpe y el viejo terminó de espaldas en el piso. Todos reímos y Yayi empezó a cantar otra vez, pero en este caso una canción que yo no conocía, con los ojos cerrados, haciendo el gesto de rasgar una guitarra invisible y con un esfuerzo desmesurado por respetar el ritmo y la melodía de su canción.
Duró un instante el cuadro, hasta que Pochola se incorporó y sacó a Yayi a los empujones del patio ante el aplauso general.
Después escuchamos los gritos y corrimos a la cocina pensando que el número tenía su continuidad en otro lugar de la casa. En la cocina, Yayi estaba inmóvil en un rincón, con los ojos muy abiertos y los puños crispados al costado del cuerpo. Pochola solo interrumpía los gritos para darle cachetadas. Entonces, todos reímos y el payaso se dio vuelta, ensayó una sonrisa exagerada y arrastró a Yayi hasta la puerta.
Mamá, que nunca tuvo demasiado tino, me mandó unas horas después a la casa del payaso para devolver las cosas que habían quedado desparramadas en el patio. En la puerta me recibió Pedro, todavía tenía los cachetes colorados por los golpes y evidentemente se había arrancado, o le habían arrancado, el traje de payaso, porque la tela brillosa estaba cortada en distintas partes y de la rodilla izquierda para abajo, asomaba un pantalón camuflado, estilo militar.
“¿Te gustó la canción?”, me preguntó después de recibirme la bolsa. Yo entendí lo que me decía, pero igual me salió preguntar cuál.
“La segunda”, dijo. Respondí que sí. Pedro me invitó a pasar, el payaso no estaba. En la pieza tenía un poster de Bruce Lee y otro de Chuck Norris.
A partir de esa tarde nos frecuentamos a pesar de que en mi casa no estaban muy conformes con mi amigo. Ya por entonces Pedro se interesaba por las artes marciales y su obsesión eran las películas sobre ninjas y la serie de Kung Fu. Yo, en cambio, prefería jugar a la pelota con otros amigos del barrio, pero de vez en cuando iba a su casa para ver cómo avanzaba su arsenal. En principio las armas las fabricaba él con bastante ingenio y, aunque precarias, las estrellitas y los puñales se parecían a las que se utilizaban en las películas.
Con el tiempo y la plata de sus trabajos de auxiliar de payaso, el que recaudaba vendiendo diarios viejos que juntaba casa por casa, más otra plata que ganaba ayudando en el vivero de calle Urquiza, se fue comprando las versiones originales.
No recuerdo con precisión nuestros diálogos, pero sí la velocidad con la que transcurrían las horas mientras planeábamos colarnos por los techos a una casa abandonada de calle Palma donde se emplazaría nuestra base secreta. Mientras tanto, Pedro me entrenaba en sus artes marciales un poco aparatosas y, aunque yo insistía, no me dejaba manipular sus armas, argumentando que era muy chico y podía hacer alguna cagada.
Creo que tuvimos una sola pelea y fue cuando le dije que todas sus porquerías no le iban a servir de nada si venía un tipo con un revólver. Más precisamente, le solté que un ninja se mete las estrellitas en el culo si viene un fulano y le pega un tiro. La discusión se hizo ríspida y, con la misma línea de razonamiento, terminé por agregar que él no sabía nada de nada y que mano a mano, a pesar de sus patadas voladoras, si le embocaban una buena piña se terminaba todo el circo. Fue una provocación de mi parte y sé que tuvo ganas de probar sobre mi pequeña humanidad toda su sabiduría marcial, sin embargo se fue y simplemente nos dejamos de ver, salvo por una tarde en que yo estaba jugando a la pelota en el baldío de 25 de Mayo y Cura Álvarez, y luego de una discusión por un penal mal sancionado, me agarré a las trompadas con Enrique Pereira. Nadie se metía y el tipo me estaba matando a pesar de que yo le jugaba sucio, de tal forma que me prendí de su brazo como un perro asustado que utiliza el último recurso y el único que tiene.
No sé de dónde salió Pedro, pero me lo sacó de encima a Pereira con una patada. El alivio, de todos modos, fue efímero; como mis compañeros estaban más próximos a los rivales que a Pedro, permitieron que el equipo contrario, en pleno, tomara venganza de su intervención y se precipitara sobre mi amigo con una seguidilla de golpes que no le permitieron reacción alguna. Yo estaba demasiado atontado por los golpes o demasiado atemorizado para intentar nada, mucho menos, una defensa.
Yo tenía 12 años cuando ocurrió aquello de la pelea y juro que pocas veces me sentí tan cretino como entonces. Al dorso de los párpados me quedó impresa por mucho tiempo la imagen de Pedro recibiendo la paliza y yo alejándome por 25 de Mayo sordo por el miedo.
Pasaron dos años hasta que volví a hablar con él, fue en julio, unos días después de mi cumpleaños, en el velorio de mi padre.
Pedro me acompañó hasta casa en silencio, con la cabeza gacha, manipulando un cigarrillo que no se decidía a prender, creo que porque yo nunca lo había visto fumar y le parecía inapropiado mostrarme la novedad en ese contexto. Tenías unas ojeras breves abultando el camino a los ojos escondidos y una barba rala asomando en el mentón. Todavía vestía pantalones estilo militar y seguía sin darle mucha importancia al peine, a pesar de su melena larga.
Cuando llegamos a la esquina, donde cada cual tomaría su camino, me habló sobre la casa de calle Palma y me dijo que sabía cómo entrar, lo cual a mí no me provocó nada entre medio del ruido residual de los pésames y los llantos. Insistió con el tema, y mientras yo sentía verdaderas ganas de gritar y sacudir la cabeza para sacarme de encima el murmullo que me atormentaba, me mostró una llave, sonriendo.
No sé por qué acepté, supongo que en mi vida hay una larga lista de decisiones que asocio con un cuerpo fláccido que se deja arrastrar sin resistencia por olas de distintas características. Sucede que en mi caso la orilla no se ve o suele ser un problema.
Entramos a la casa con la llave que Pedro había conseguido de la propia inmobiliaria a cambio de cortar el césped del fondo de vez en cuando para que llegado el caso se pudiera exhibir en condiciones.
Nada me pareció interesante, ni siquiera había luz artificial, así que fuimos al patio y nos sentamos en el césped.
Años atrás habíamos gastado horas, semanas, planeando la toma de esa casa e imaginando los peligros que deberíamos sortear para tener nuestra guarida. Ahora estábamos en el centro del misterio, un patio rectangular, abandonado, ordinario, observando la llama del encendedor que rascaba Pedro indeciso, alumbrados por la llamita zonza y la claridad menuda de la luna, abordados por un silencio tosco y llorón que consumía el aire. No sabía qué hacía ahí, por qué no estaba soltando la angustia en mi pieza, por qué no estaba en brazos de mi madre, por qué me dejaban solo.
No sé qué hizo primero: si hablar o tomar, supongo que sacó la petaca que tenía escondida en la campera y comenzó a tomar con demasiada velocidad, finalmente prendió el cigarrillo.
Lo que sí recuerdo es que estaba exultante y hablaba con una fluidez desconocida para mí, nombraba mujeres, las describía con gestos y las tocaba en el aire.
Yo lo miraba perplejo mientras me relataba noche por noche sus expediciones a ese lugar alejado, donde gastaba la plata que le robaba al payaso. Cuando intenté incorporarme, no sin un poco de brusquedad, me obligó a sentarme otra vez haciendo presión en mis hombros.
-Me tengo que ir, están todos en casa y mamá se va a preocupar –dije aún sin definirme entre la excusa y la queja.
Me miró desilusionado, luego inclinó la cabeza y comenzó golpear el cigarrillo contra el piso delicadamente, provocando una fuga de chispas que rápidamente fueron consumidas por el viento y la oscuridad.
-Se te va a pasar -me dijo, lacónico como antes, aún sin levantar la vista.
-¿Qué se me va a pasar?
-Eso que sentís ahora, se te va a pasar.
Yo traté de interpretar lo que sentía, pero no podía divisar otra cosa que aturdimiento y miedo. Tuve un acceso de rabia y creo que podría haber golpeado a Pedro porque mi temor estaba demasiado ocupado en otras cosas como para alertarme sobre un posible daño físico.
-¿Quién te contó esas cosas? ¿Chuck Norris?
Pedro pareció no reparar en mi pregunta, pero esta vez sí apagó el pucho y me miró a través de la oscuridad con ojos cansados.
-¿Vamos mañana a la noche? -me dijo, mientras me levantaba.
-No sé –respondí y cuando di el primer paso en la calle sentí que súbitamente, en ese instante, dejaba mi vida atrás.
Al día siguiente todavía me sentía atontado y mi percepción de la ausencia era confusa, momentáneamente; la muerte era una palabra definitiva, pero yo de eso no sabía nada y sentía que aún no me correspondía saberlo.
Pedro llegó con la oscuridad y no opuse resistencia a su invitación porque sencillamente no tenía ganas de negarme, ni de elegir. Fuimos al centro, subimos al colectivo y nos bajamos en las afueras de la ciudad, donde yo me sentía extranjero. Me emborraché antes de entrar al bar, por eso los hechos posteriores me resultan algo confusos.
Sé que no había más de cinco o seis mesas ocupadas alrededor de un rectángulo iluminado con una luz rojiza, donde algunos hombres bailaban con las putas. Recuerdo que nos ubicamos en la mesa más alejada y Pedro pidió una cerveza a una mujer que le frotó la cabeza afectuosamente.
-¿No es medio chico para traerlo acá?- se quejó ella haciendo un gesto en dirección a mí.
-Es mi hermanito, no lo podía dejar solo -dijo Pedro y me pasó el brazo por los hombros.
-¿Él también es de Pablo?
-No, él no –respondió, lacónico, Pedro y la mujer siguió camino a la barra.
Mucho antes de comprender algo acerca de lo que hacíamos ahí, el cantante salió a escena sin que nadie lo presentara. Era una figura algo desgarbada, con bigotes blancos y una melena cana que casi tocaba los hombros pero dejaba completamente despejada la mollera y sus alrededores. Además de eso, era idéntico a Pedro: la misma nariz recta, los ojos intensamente azules, la mandíbula filosa, las piernas chuecas.
El cantante comenzó su recital, sin que nadie más que Pedro y yo le prestáramos atención, mientras las mujeres intentaban arrastrar a los pocos clientes hacia la barra o las habitaciones antes del final de la noche.
El tipo entonaba sin matices un bolero que Pedro evidentemente conocía de memoria y seguía moviendo la boca.
Me animé a interrumpirlo.
-¿A esto vinimos? -me salió.
Pedro manoteó el aire y me callé hasta el final de la primera canción.
-Este es mi viejo, el de verdad, no es ni borracho, ni payaso, ¿viste?
-¿Y dónde estaba? -se me ocurrió preguntar.
-Cantando –me dijo, orgulloso.