Un silencio de siesta se extiende sobre la planicie. El camino, espeso, se despereza a sus anchas entre campos a veces yermos a veces con explosiones de distintos verdes, para después precipitarse por una cuesta polvorienta que muere en el río.

Cada tanto, los esqueletos de acero que sostienen los cables de alta tensión cortan el horizonte, y de algún recodo de pronto aparecen dos tipos de rostro cobrizo y ojos aindiados que desaparecen al rato. Unos matorrales cerrados esconden quintas extensísimas, donde hombres y mujeres están al sol, la cabeza gacha.

Esos montes, de donde salen esos hombres, esos montes envuelven con verde y olvido las ruinas de un pedazo de historia de esta ciudad, una ciudad acomplejada con su historia, la historia de más allá, la historia de más acá. A veces a martillazos y topadoras, a veces con el más seco desdén, la historia va diluyéndose sin pasión en esta ciudad.

La casa de Cesáreo Bernaldo de Quirós, el pintor de la Patria, está en eso: rumiando los pedazos de olvido. Ya casi no queda nada, sólo ruinas y sensación de ausencia de aquella mansión que se levantaba, majestuosa, sobre ese costado de la ciudad, en el camino que lleva al Centro Mariápolis El Salvador, a un costado del Brete.

El pintor Guillermo Roux fue uno de los tantos que la conoció en su momento de esplendor, y en cada entrevista que le hacen, recuerda su visita a la mansión de Quirós en Paraná. Así lo contó a la revista ADN Cultura:

-Yo tendría quince años, y Quirós ya era un hombre grande, con una capacidad de trabajo colosal, pintaba de la mañana a la noche. Yo trabajaba en el diario El Mundo, en esa época, hacía ilustraciones. Y ahí era periodista el hijo de Quirós. El vio unas cosas que yo hacía y me dijo: ´Se las llevamos a mi viejo´. Fuimos al taller, donde había un cartel en piedra tallada, en la puerta, que decía: ´Después de Dios, la casa de Quirós´. Entramos al taller, que era una especie de lugar encantado, con un clavicordio barroco, columnas salomónicas traídas de Italia, tapices, platería, y él estaba pintando una enorme naturaleza muerta. Apareció él, con un saco de fumar bordó, elegantísimo, con esa presencia que tenía, y me dice: ´¿Así que usted quiere ser pintor?´.

El escudo familiar de los Bernaldo de Quirós, de origen asturiano, lleva esa inscripción, derivada de una leyenda que cuenta la hazaña de Constantino, hijo del emperador de Constantinopla, que libró batalla contra los moros en España, y consiguió de la Iglesia Católica una consideración tal que hizo deberle todo. «Después de Dios, a Constantino todo». Y Constantino ya no fue Constantino a secas, sino Constantino Quirós, tomado de la expresión griega Is quiros, “mantente fuerte”.

Aquella frase identificó también a esa casa, la casa de Quirós, en el Brete. Todo visitante que llegaba no podía obviar la leyenda que gobernaba la mansión.

Fue en 1938 cuando el pintor –nacido el 27 de mayo de 1879 en Gualeguay, muerto en Buenos Aires, en 1968– adquiere un terreno de 260 hectáreas sobre las barrancas del Paraná, donde instala su vivienda.

Allí produce buena parte de su obra pictórica, y convierte a ese pedazo de verde de cara al río en un lugar en el mundo que acoge una vasta colección de armas, muebles, adornos y objetos de gran valor artístico.

Después, pasó lo de siempre: la ciudad puso en el olvido aquel solar, que luego sumó batallas legales a su alrededor, pleitos de sucesión y disputas hereditarias, hasta que acabó como está ahora.

En 2005, durante la administración del exintendente Julio Rodolfo Solanas, hubo un ensayo de rescate del patrimonio de la ciudad que no avanzó más de eso. La idea, en realidad, había sido planteada por el artista Augusto Nux, amigo de Quirós.

Pero quienes apreciaron siempre el valor de aquella casa dicen ahora que nunca hubo un verdadero interés por rescatarla. Que sólo fueron frases bienintencionadas, nada más.

 

No le va mejor al solar donde Quirós supo instalar su atelier, en Puerto Viejo, en la esquina de Estrada y Bajada Los Vascos. Alguna vez el empeño de algunos funcionarios sirvió para remozar la vieja casona, restaurar sus señoriales verjas, pero el voluntarismo no alcanzó para ponerla a resguardo de las mañas de la naturaleza: las crecientes del río fueron cercándola, y en su retirada, las aguas fueron dejando una masa chirle de barro.

Con el tiempo, otro alguien halló un destino diferente que el de simple patrimonio arquitectónico de la ciudad. Tapiaron algunas ventanas, y aquel solar quedó convertido en un simple taller de restauración.

 

 

De la Redacción de Entre Ríos Ahora