Mis navidades fueron siempre un extrañísimo encantamiento.

Digo: lo que recuerdo de mis navidades son recuerdos vagos, imágenes clavadas a la memoria de un modo caprichoso.

Un amanecer agobiante de diciembre, y el gruñido seco, amargo, desesperado de un lechón puesto a degüello.

Era un rito que se repetía en cada diciembre, en cada Navidad, o cada fin de año, da igual: el animal colgado patas arriba, un cuchillo que entraba, certero, en el lugar justo, y la sangre chorreando, y ese grito desesperado que me hacía crujir los dientes de espanto.

Conservo intacto en la memoria aquel ritual familiar de las matanzas. Y el eco de ese alarido de muerte.

Jamás llegué a entender esa espera rumbo al cadalso.

Diciembre amanecía luminoso y sofocante, y con diciembre la búsqueda del animal recién destetado, para criarlo los días necesarios, alimentarlo lo suficiente, y después, sí, seguro, el final que todos sabíamos, o que adivinábamos: la muerte.

Quizá de entonces llevo a cuestas cierta desaprensión pagana hacia las navidades, un desinterés que se vuelve fastidio: no entiendo el fervor de las fiestas, los saludos de convención, la algarabía de liquidación de temporada.

Mi infancia corrió de los 60 a los 70.

No había entonces regalitos navideños, ni tanta alharaca de fin de año: había que esperar que todo eso pasara, la Navidad, el fin de año, y esperar confiados la fiesta de reyes.

Los reyes, otro tema.

En algún enero me convencí de que los reyes dejaban lo que podían, lo que encontraban a mano, así que me fui haciendo a la idea de que no debía esperar mucho.

Ponía los zapatos, pero no sé si agua y pasto: para qué, si los tipos pasaban a las apuradas, y dejaban lo que yo menos esperaba.

Creo que durante todo aquel tiempo ellos y yo, digo, los reyes y yo, nos destratamos con dulzura, así que ninguno esperó nada, ni demasiado del otro. Supe que llegaban en camellos (¿camellos?), que llegaban del Oriente, que seguían una estrella, pero ninguna seña particular de ellos.

Mucho tiempo después me los volví a encontrar, y ya para entonces los resquemores mutuos habían desaparecido. Me había aprendido de memoria los nombres de los tres, y había empezado a entender un poco más de la Navidad.

Yo entraba en la adolescencia, y me había sumado a un grupo parroquial que se habían empeñado en formar aquellos curas irlandeses de lengua trabada que se instalaron en la ciudad a finales de la década de 1960.

De aquellos dominicos recuerdo a uno, Noel Mead, un señor grandote, de barba abundante, de hábito blanco, de sonrisa ídem.

Con él ensayaba el inglés rudimentario que Miss Verdes nos daba en clase. Y de él aprendí a conocer a Cristo de otro modo, a entender la Navidad de un modo más cercano, a repetir el sermón de la montaña con otro énfasis, a releer los evangelios con otro tono, diferente a como me lo habían enseñado a recitarlo en las clases de catequesis.

Aquel proyecto de grupo juvenil no prosperó, un poco porque con el padre Noel y sus colegas el castellano se volvía complicado de entender, y otro poco porque yo entré en una etapa de cuestionamiento de mi religión: en la escuela católica primaria en la que me formé me habían puesto los sacramentos con calzador, y me habían dividido el mundo entre el pecado y la perfección.

Por alguna razón siempre anduve por el camino de las imperfecciones, lejos de la santidad.

Solamente la terapia que llegaría con los años me permitió entender que nada había sido tan grave, ni tan pecaminoso. Pero para entonces yo ya no creía en los reyes magos.

 

 

 

 

Ricardo Leguizamón

De la Redacción de Entre Ríos Ahora